Atados al Consumismo del “No Viajar”

el consumista viaje

Cambiar la perspectiva, nos hace percibir la existencia de forma diferente. La cotidianeidad nos fija, y en su repetitiva seguridad, se nos olvida pensar en otra cosa que no sea nuestra propia rutina.

Viajar siempre fue la mejor apertura, camino e iniciación que una mente inquieta por ser, podía tomar. Su elección, propia o forzada, nos hace testigos de otras realidades y nos impele a descubrirnos maleables, cambiantes y aprendices de un marco distinto al propio. Su visión, frente a lo conocido, mesura y concede un nuevo valor a lo que somos y a lo que hemos vivido, aunque su visita sea momentánea. Es su permanencia, sin embargo, la que nos devela un yo distinto, y nos susurra la infinita posibilidad de la existencia y de los caminos por tomar, inaprensibles en su totalidad, pero a la par tan posibles e infrecuentes como el viaje.

Asentarse, permanecer y perdurar, nos hace previsibles. Convirtiendo las innumerables posibilidades de cualquier ser humano, en un límite programable, fácil de adoctrinar, dirigir y vigilar. Repetir lo que hemos aprendido a ser y a actuar, termina por obstruir y desechar, todo aquello que nos niegue, o que en su ejemplo y susurro, muestre una forma diferente de ser y entender el hecho de vivir. Concebir que pueda y exista, algo mejor que lo propio, ese escenario social y personaje en los que hemos invertido décadas, revela nuestro pánico al cambio, la adicción a la rutina y el elusivo pavor de llegar a conocernos.

¡Arrebátale o inyecta la duda en el valor existencial de una persona!, y su insolente y defensiva respuesta, te hará estrenar un enemigo. ¡Elogia cada minúsculo aspecto de sus costumbres!, y aquel que fue un extraño, ahora será tu amigo.

En el pasado viajar, más allá de las forzadas razones de la guerra, las hambrunas, los afanes de poder o de riquezas, implicaba el consciente deseo de enfrentar lo desconocido, como sinónimo de aventura, iniciación y aprendizaje. Las grandes preguntas de la vida, con su aguijón existencial, inoculaban el sueño de la huida como única forma de búsqueda. Hoy su necesidad se camufla y disuade con sustitutivos de múltiple forma y origen, desde el intangible deber social, hasta el infranqueable límite del poder adquisitivo.

El viaje por placer es un invento demasiado reciente y burgués. El Mundo del ahora, ha conseguido eliminar en lo posible la incertidumbre que causa la exposición a lo ajeno, convirtiendo el viajar en una transacción cara que ha internacionalizado sus trámites y códigos. Por si la realidad nos tienta o disturba en cualquiera de sus formas, tener la potestad de refugiarnos en el buffet continental de un hotel, sabiendo que pronto, muy pronto para bien o para mal, volveremos a casa.

 

¡Pero no siempre se puede viajar!

Como todo afán y necesidad humana su uso nos despierta las ganas, y su desuso nos las oculta. No se puede querer lo que no se conoce. Pero los mundos inalcanzables, nos aletean su existencia desde las rendijas de la actualidad virtual. Es entonces cuando, ante la imposibilidad de probar su paisaje y alejarnos de nuestra rutina, buscamos sustitutos. El consumismo puede ser una más entre muchas salidas, pero su costumbre globalizada y camaleónica parece adaptarse y llenar cualquier vacio, convirtiéndolo en la opción mayoritaria e instintiva del ciudadano medio, como si ante cualquier mal, él fuera el mayor y mejor simulado remedio.

Salir de compras se ha convertido en el mejor antidepresivo, aunque su alivio sea engañoso y efímero, y por extensión en una forma de viajar, no sólo para calmar la imposibilidad momentánea o temporal de adquirir la lujosa condición de turista, sino por la procedencia globalizada de los productos a nuestro alcance.

La ironía se disfraza de maquiavélico plan cuando todos, incluida la minoría que critica las desigualdades del sistema vigente, nos vestimos y adornamos nuestro vivir con bienes de consumo que simbolizan con su mera existencia, la marea imparable y triunfante del poder a la que, inevitablemente, nos adherimos, cual cómplices, por su adquisición. ¿Quién renuncia a renovar su móvil, televisión o consola aunque sepa que el coltán, necesario para los productos de las últimas tecnologías, causa guerras y miseria en África, por los intereses de las multinacionales? O ¿quién se resiste a renovar su guardarropa ante los precios bajos de Inditex o Primark, aún a sabiendas de que en su manufactura millones de trabajadores del “Otro Mundo” sufren condiciones salariales, laborales y de seguridad más propias de la esclavitud que de un mundo civilizado?

No podremos viajar como en nuestros sueños nos imaginamos, pero de Bangkok a México, de Dhaka a Nairobi, pasando por Filipinas, Honduras, China, Sri Lanka, Corea y el último rincón del planeta, se hallan representados en el origen y proceso de nuestras compras. Ellas viajan, y gracias a ellas y en lugar de nosotros, nuestro dinero para engrosar las cifras digitales e infinitas de las corporaciones multinacionales que han logrado modelar el mundo a su conveniencia, atropellando valores, solidaridad, vidas y medioambiente, transfigurando instituciones políticas y personas de todo el mundo en meros instrumentos de su engranaje megalómano y ávido sólo de acumular riquezas, patrimonio y poder.

Pier Paolo Pasolini, el controvertido y lúcido director de cine italiano, llegó a afirmar que la historia del mundo nos demuestra que ninguna civilización logró crear una sociedad justa. Pero iba más allá, profetizaba que el futuro tampoco lograría engendrarla, dando a entender que la naturaleza humana, en su expresión social, no busca el interés general sino que más bien es el fruto de los egoístas juegos de poder. Hoy en el cuarenta aniversario de su muerte, a pesar de los avances científicos y sociales, cuando hay capacidad para erradicar el hambre, crear una red energética eficiente y universal o hacer accesible los adelantos farmacológicos y de salud, prima el negocio sobre el ser humano, confirmando que su pesimismo no era tal, sino simple pragmatismo.

Si pudiéramos viajar y conocer de primera mano las condiciones de nuestros semejantes, quizá todo podría ser diferente. Pero ese viaje iniciático nunca podrá ser mayoritario y general, estamos anclados a la rutina y esa cadena, aunque no lo es individualmente, parece irrompible para el colectivo. Así que lo único que nos queda es dar el paso y comenzar un viaje propio, fuera de las rutas marcadas por el consumismo y el turismo, quizá hacia nosotros mismo. Fueron los hombres individuales y no las sociedades los que consiguieron cambiar el mundo, así que comiencen a dar sus pasos. Quizá la esperanza resida, no en la inercia del grupo, sino en el viaje de uno, ese que pueda marcar los pasos que algún día seguirán muchos.

El Nacionalismo Español

Nacionalismo Español

Las celebraciones denotan el verdadero carácter de aquello que se conmemora, a veces con una insolente claridad, a pesar de que la lejanía entre aquello que se afirma celebrar y el boato que lo representa, reflejen las contradicciones más palpables y evidentes de lo que se afirma ser.

La perversión del lenguaje, auspiciado bajo la tendenciosa y maniquea modernidad de lo políticamente correcto, ha anatemizado todo aquel concepto que con naturalidad describía los aspectos más realistas y negativos de la cotidianeidad. Torciendo esa primera y esencial herramienta social que es el lenguaje, para acomodarlo a su filosofía donde prima más la apariencia que la verdad, quizá porque a pesar de su grosera evidencia, el truco surte efecto y adormece nuestro entendimiento, al menos cuando de números totales, concernientes a la opinión pública y masas sociales, se habla.

Los ejemplos son incontables y no pretendo demorarme en ellos, sino señalar uno, que cada año se repite y que al menos en España, se intenta vender como una fiesta institucional del más alto carácter, no por nada lo presiden los monarcas, el presidente del gobierno y los más altos representantes de los organismos públicos y los partidos políticos. Acaba de terminar y de emitirse por la televisión pública, y como cada año rehúyo su visionado, supongo que como gran parte de la población, pero lo curioso es que su puesta en escena nunca haga surgir en la opinión pública y en los medios de comunicación “libres” la paradójica indignidad y desfachatez de su contenido y significado simbólico.

El Día de la Hispanidad, que surgió allá por 1914 denominándose en un principio como el Día de la Raza, denominación vigente en algunos Estados como México y que en Iberoamérica según los países tiene variado lema y dedicación, nació para conmemorar el mal llamado Descubrimiento de América, y su pretensión era la de renovar lazos, ayuda y cooperación con aquellas naciones que fruto del colonialismo y la historia comparten lengua y cultura con esa madre patria que un día fue la cabeza ejecutora de su estricto e implacable, autodenominado imperio. Ese donde no se ponía el sol y que enarbolando la superioridad europea, la cruz y la religión, codició oro, hombres, tierras y erradicó culturas, sin más remordimiento que aquel que la delicada lujuria le permitía, para una vez repuesto de su resquemor ufanarse en proclamar que todo desliz y tropelía fue en pro de la cultura y de la salvación de los hombres, al difundir la fe del único Dios.

La Historia, como cualquier pasado, es la que es. No tiene más remedio que su comprensión y no permite más acción que la de aprender de ella para proyectar las acciones que impidan reproducir sus errores. La sociedad actual y los líderes de los principales países reconocen las barbaridades cometidas y el genocidio causado por la colonización, pero con la apostilla: “Eran otros tiempos, no se puede juzgar desde la mentalidad de hoy día…” Como si de un accidente, producto de la casualidad y del infortunio se tratase, y no de la acción de una sociedad y unos valores que por sus consecuencias nos han llevado hasta el hoy.

Esos mismos líderes que se llenan la boca de democracia, libertad y modernidad, sin embargo son los mismos que alaban y reivindican la historia de aquellos próceres de la patria que expulsaron a los árabes y judíos, y que con la conquista de América y su genocidio subsiguiente, forjaron un imperio de cuyo pasado, curiosamente, se sienten orgullosos.

No ha de extrañar por tanto que la celebración de éste día, que según ellos simboliza la fraternidad de culturas y pueblos mediante una lengua común, se celebre con un desfile militar. Homenaje poco disimulado a la guerra, hoy llamada Ministerio de Defensa, que en forma de invasiones y saqueos dio lugar a la conquista y sometimiento de pueblos enteros, para mayor gloria de una cultura que más que expandir la caridad e igualdad predicada por el cristianismo, instauró el sometimiento y la desigualdad social que hoy sigue rigiendo las relaciones internacionales.

Todo nacionalismo tiene un carácter conservador, siempre me pareció una estratagema orientada a movilizar a las masas hacia intereses de raíz económica mediante el uso sensible del sentimiento de pertenencia y la magnificación de lo propio y único, para dividir y enfrentar. La Historia recoge ejemplos variados y contrapuestos, a veces como luchas justas para independizarse de un poder opresor, pero los tiempos deberían haber cambiado. El ser humano y las fronteras, deberíamos haber ya aprendido, son un anacronismo que fomenta la división y la desigualdad, pero la teoría y la práctica son caminos difíciles de unir.

España es un Estado con diferentes sentimientos y nacionalismos, la romántica idea de crear un país propio puede ser compartida o no, pero se nos olvida que la supuesta democracia que nos rige debería dar lugar a que sus gentes opinen y usen su voto para conseguir su ideal, estemos o no de acuerdo. Porque lo que se obvia es que también existe un Nacionalismo español, mismo sentimiento que guió a una guerra civil y que Franco impuso con su victoria, y que fruto de tanto años de dictadura fomentó las diferentes sensibilidades y nacionalidades, que en el caso catalán recientemente, tanta controversia han creado.

Ese nacionalismo conservador que aún se ufana en desfiles militares y que se siente con derecho de imponer su visión del mundo y de la historia, como si su razón fuera incuestionable y su fundamento apoyado por el mismo Dios. Olvidándose de que el juego democrático que dice representar debe integrar y no dividir, incluso a aquellos que no piensan como ellos. Quizá por esa intransigencia, los viejos fantasmas de división y de intereses han vuelto, porque aunque se hable de fraternidad, aún siguen soñando con una España que una vez fue un Imperio, pero olvidan que aquella fue una época de imposición, y no del consenso y comprensión que hoy aún se necesita y falta.

El Valor de la Vida

Refugiados

No valen lo mismo las vidas de las personas. La frase suena tan mal como irrebatible refulge el hecho. Si reconocemos que más que las palabras, nos definen los actos, y en su desglose no cuentan las escasas excepciones, sino las tendencias generales, queda desmentido que la nuestra sea esa cacareada civilización igualitaria, justa y ética a la que nos han hecho creer pertenecer. Y sin embargo hagan una encuesta entre sus allegados y sobresaldrá una mayoría que afirmará creer en esa imagen social, interiorizada y nunca puesta en entredicho en la que sin rubor afirmamos que todos los seres humanos somos iguales. Así lo afirmamos saber y creer, aunque no es así como procedamos.

El autoengaño, no siempre tiene en cuenta los hechos asumidos y reales, aunque su aceptación sea pragmática y tácita, porque una cosa es afirmarlo y otra su práctica, por ello como colectivo también aprendemos a mentirnos; y los más extraordinario, a quedar convencidos y adoctrinados por nuestra, desde entonces, propia falacia.

Todos somos iguales, sin embargo que una personalidad pública lleve escolta, policía o que en caso de emergencia se pongan helicópteros y aviones a su disposición, no parece ser una contradicción, sino una eventual y lógica circunstancia. La muerte nos iguala, pero no es tu familiar quien abre un telediario aunque su valía humana, su ejemplo y su recuerdo sean el más grande de los tesoros para ti y los que lo conocieron, mientras el fallecimiento de un monarca, o de un dictador y asesino de masas copen la televisión y las sobremesas mediáticas, aunque la mayoría reconozcan su mala sangre y legado.

La suma de la preponderancia social y su repercusión frente al ciudadano medio, no importa de qué signo, desvirtúa ese reconocimiento igualitario y universal, como si por acuerdo implícito acatáramos que la situación social y económica añade un incuestionable plus que desnivela la igualdad. Somos seres sociales, comprensible si quieren, pero algo chirría cuando se toman a dos ciudadanos corrientes, por un lado a un barrendero, un jornalero, un dependiente, un camarero o un teleoperador, y por otro a un médico, un piloto, un político o un empresario. Integrantes de profesiones con consideraciones económicas y posibilidades de consumo bien diferentes, pero todos iguales de necesarios para el funcionamiento de una comunidad. Pero si fruto del desarrollo de su labor, uno puede mantener su calidad de vida adquiriendo una buena casa, un coche último modelo, seguros de salud privados, viajes, ocio, educación de prestigio y otro malvive para satisfacer sus necesidades básicas, recortando en salud, educación, alimentación y soñando con el milagro de la lotería para poder aspirar a la vida que le publicitan, como ocurre en la civilización actual; algo no sólo no cuadra, sino que los hechos niegan esa verdad utópica de la igualdad, y desdicen la verdadera naturaleza y rostro de nuestra civilización.

El drama humano de los refugiados y desplazados, subraya y señala sin dobleces esa esquizofrénica dualidad entre lo que se afirma y lo que se es. El valor de ese centenar de miles de vidas sólo se tiene en cuenta cuando la escena mediática los pone en escena, no porque el suceso acabe de comenzar, sino porque su presencia por miles en las fronteras de Europa se ha convertido en una tragedia difícil de obviar. Los años transcurridos desde el comienzo de la guerra en Siria y los enfrentamientos sangrientos en oriente medio, sólo eran hasta el momento una desgracia ajena y lejana, que no parecía interesar más que por sus repercusiones diplomáticas y comerciales. El valor de la vida de esos millones de seres humanos no se tenía en cuenta, porque aunque su existencia valiera lo mismo que la nuestra su desesperación y sufrimiento no llegaban a nuestra puerta.

Pero sí que otros muchos fueron llamando a nuestras puertas, por décadas viene ocurriendo en las fronteras del primer mundo, con pateras y barcos de inmigrantes que arriban o intentan la entrada en España, Italia o Grecia, muchos procedentes de conflictos armados de África, de situaciones de miseria extrema. Intentando escalar una valla con concertinas y siendo repelidos como si de una plaga indeseable ilegal y mafiosa se tratara. Sólo su número y la lejanía de sus conflictos quizá no los dejó ser tan copiosamente evidentes como para que la bien intencionada opinión pública europea, sintiera ese irrefrenable impulso de acogida y solidaridad.

Sólo hay que echar un ojo a los trabajos sobre los dramas africanos fotografiados por Sebastião Salgado en Burkina Faso, Somalia, Congo, Ruanda, Burundi, Sudan, Chad, Etiopia, Senegal, y un largo etcétera, para darse cuenta de que el problema no es algo nuevo y que la pasividad de la comunidad internacional y de los países democráticos y desarrollados siempre ha remarcado que la vida de un hombre no vale lo mismo. Sobre todo si no es de un compatriota y su drama está demasiado lejos como para que la opinión pública de mi país se pueda escandalizar y me pueda reclamar algún tipo de acción.

La paradoja procede también de ese carácter cristiano y ético que ha enarbolado el hombre occidental y del primer mundo, curiosamente cuanto más tradicional, conservador y apegado a la creencia religiosa, más defensor del sistema capitalista y del modelo que por siglos adujo que su expansión era con fines civilizadores y eucarísticos, para difundir la palabra de Dios y la ética cristiana de igualdad, cuando en realidad estaba imponiendo la desigualdad y la imposición de un juego que no busca el desarrollo igualitario, sino la imposición de una jerarquía de dominio.

Claro que una sociedad que en su propio seno crea distingos sociales tan injustos como los actuales entre la clase social en el poder y el resto, y esperar de ella que cumpla lo que proclama en su relación con otros países y pueblos, debería ser una evidencia sobre la que no cupiese más discusión que la de buscar soluciones. Aunque lamentablemente ese no es el caso. Basta con la tendenciosa insinuación de que los problemas del mundo sólo se deben a los propios pueblos y su falta de acierto para elegir gobernantes.

Pero el hecho pragmático y afectivo, no debe nublar el reconocimiento y la lucha por el cumplimiento de ese derecho equivalente para todos. Quizá su intención efectiva no se cumpla, pero no por ello su base ética y humanista sea falsa. Tal vez sólo sea cuestión de tiempo, de crear conciencia y cambio, para que su expresión se cumpla y poco a poco podamos hacerla realidad. Quizá el mundo pueda algún día afirmar y cumplir lo que promulga. Pero sin duda, hasta que la imagen de nuestra civilización se una con sus hechos, queda un largo camino por recorrer y un mundo de injusticias y desigualdades por transformar. Sólo nos falta, quizá, una verdadera intención de aquellos que en realidad pueden cambiar la civilización, y depende de todos nosotros, forzarlos a tomar el camino adecuado.

La Juzgada Vida de Los Otros

La vida de los Otros

La vida de los otros, siempre resulta más fácil de dirimir que la propia. Sus decisiones, fallos y vericuetos existenciales a lo largo del camino, se evalúan y sentencian con una claridad de propósito de la que invariablemente carece la propia existencia, tal que una brumosa dolencia, achacable al primer plano y a los sentimientos que ésta genera, supusiera más inconveniente que ayuda en la consecución de la voluntad.

Si fuéramos el otro, no habríamos caído en la argucia de aquel amor, que en la distancia y con la resolución de los años, se mostró tan fútil, traicionero e interesado, como habíamos previsto, y cuya advertencia por nosotros y por otros, tantas veces desoyó nuestro querido conocido. Pero idéntico parecer se desprende si hubiéramos tenido aquel apoyo, aquel contacto, aquella fortuna familiar, aquel golpe del destino…

Más allá de la prepotencia, el chisme, la superficialidad o el engaño, quizá subsista una verdad tan incuestionable como imposible de ejecutar, y es que la distancia y la perspectiva de aquel que mira desde fuera, permite sopesar y decidir sin ataduras sentimentales. La vida, sin nosotros en su centro, parece más nítida y fácil. Lástima que esta habilidad no nos sirva para decantar el rumbo de nuestra existencia. Si acaso para desgranar las causas y acciones pasadas que dieron forma a nuestro presente.

Una vez extrapolada la certeza, el sentimiento se convierte, por sí mismo, en la despejada incógnita que formulará en sus variables, nuestra voluntad y rumbo. Sin él no somos más que instinto, pero sin él la lógica y la razón podrían tomar el mando y paradójicamente la humanidad sería más productiva, eficiente, justa, predecible, segura, tal vez mucho más cruel, y con toda seguridad una sociedad mucho más inhumana.

Las contradicciones sesgadas por el amor y el odio nos conforman, por mucho que se nos llene la boca y las intenciones de grandes palabras y principios, porque el sentimiento termina inclinando la balanza. Ese mismo sentir que enfrenta a los países y que difumina la equidad y la justicia de la economía y la política, para primar los propios intereses con la identificación patriótica de excusa y base. Ese sentimiento que nos enlaza y nos une, también fundamenta la razón que nos opone. Porque con su vehemencia olvidamos que la pertenencia y los sentimientos de los otros tienen el mismo origen y valor que los nuestros, sólo que con distintas circunstancias.

Si fuéramos el dueño de una fábrica, no contrataríamos niños. Si fuéramos una madre, nunca incitaríamos a nuestra hija a ejercer la prostitución. Si fuéramos pobres tendríamos la dignidad de trabajar en lo que fuera, con tal de nunca robar. Si fuéramos multimillonarios utilizaríamos nuestra inmensa fortuna para promover el bien. Si fuéramos políticos jamás defraudaríamos a los contribuyentes. Si fuéramos aquel terrorista que prepara un atentado, decidiríamos no cometerlo. Si fuéramos el policía que tiene asignado un desahucio, reclinaríamos participar en su cometido, incluso tal vez nunca hubiéramos optado por esa profesión. Pero si éste último nos dijera que su padre lo fue, comprenderíamos sus razones aunque no las compartiéramos, e igual nos ocurriría si conociéramos las circunstancias e historia personal de cada persona a la que la distancia y el desconocimiento nos hace juzgar con valores éticos rotundos. Más allá de que estos existan, los creamos y defendamos, se nos olvida contemplar los desconocidos contextos que explican cada una de las singulares vidas.

La idealidad moral que nos hace incomprensibles las acciones de aquellos que la incumplen, nos contenta con etiquetas manidas, que pueden calificar con propiedad algunos hechos, pero que también nos alejan de la verdad y su comprensión. Entender y justificar no es lo mismo, pero dejar de indagar no nos hace ser más justos, aunque sí más manipulables.

Desde esa situación práctica y cotidiana, la avalancha de noticias se convierte en un acto de fe, el hecho revelado suele tapar con su instantánea, muchos otros que las fronteras y la propia rutina nos hacen despreciar. El sentimiento está creado y llegado a tal extremo, las circunstancias nos importan poco. La vida de los otros ya está juzgada.

El hecho de la deuda Griega, es decir su condición certificada de deudor, da derecho a la legalidad a reclamar las condiciones pertinentes, sin que el ciudadano medio alemán, francés, inglés o español, se detenga a dudar, ni tan siquiera por un momento, sobre su proporcionalidad. La deuda como realidad perenne y protagonista, presentada sin trasfondos por los medios y los políticos, justifica una barbarie más propia de otros tiempos, que de una civilización que se presenta como la más avanzada, justa y democrática que jamás ha existido. Como si la culpabilidad alcanzara a cada griego por igual y su pago necesario implicara la lógica condena a la miseria y a la pérdida de su dignidad.

El origen, interesadamente se obvia, plagado de políticos tradicionales corruptos y cuya honorabilidad nunca se puso en duda, como sí se ha hecho desde el principio con los actuales por poner en entredicho el origen de una deuda, de origen privado y bancario en su mayoría, y que a resultas de las condiciones de austeridad de la Troika no sólo ha aumentado la herida, sino que ha propiciado la rapiña, obligando a la venta de los sectores públicos, a recortes sociales y laborales, y a diezmar las pensiones, con el resultado práctico de que lo adeudado será impagable; como certifican dos premios Nobel de economía, nada sospechosos de izquierdosos o antisistema.

Los hechos nos expresan, no sólo como individuos sino como sociedad, y en su justificada barbarie se revela la verdadera condición de nuestra civilización. Quizá para la mayoría sea más fácil pensar que simplemente el problema se lo han buscado ellos, y que si deben, han de pagar. Al menos es lo que cualquier persona decente haría ante una deuda, es lo que dicta la lógica, desprovista de sentimientos. Igual deben pensar los terroristas islamistas, en su caso con igual desconocimiento de las circunstancias de sus víctimas, pero con exacerbado sentimiento. Pueden ser incultos, pero no matan por ignorancia, sino por odio, venganza y pertenencia a una zona del globo que quizá ha vivido una invasión de una civilización que se autoproclama democrática y libre, y que sólo sembró guerra y dolor, aunque su slogan era de libertad, justicia y progreso, al menos ante los ciudadanos de sus países.

Sus consecuencias son brutales e injustificables, sobre todo cuando llegan a países civilizados, pero sí parecían serlo cuando los daños colaterales eran fruto de su buena voluntad, ya fuera en Irak o Afganistán, por poner sólo dos casos. Curiosamente el reconocimiento no ha sido el previsto, quizá porque los coletazos prueban aquello de que sólo se recoge lo que se siembra. Quizá porque la vida de los otros, siempre es más fácil juzgarla y dirimirla en la distancia, ya que aunque su fundamento sea falso, al menos sí que nos deja una conciencia más tranquila.

La Cotidianeidad del Horror

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El Horror

El horror sólo requiere de un instante, ni tan siquiera hace falta su presencia física o sincronía temporal para que su aliento nos estremezca. Su noticia por boca de otro basta para hacernos comprender que no es la muerte, sino su sombra quien nos asusta. Porque mientras llegue nuestro turno, es la desaparición de los demás y su efecto en nuestras vidas, lo único que conoceremos de ella.

Su onda repercute en nosotros cuando afecta a un yo desconocido, pero su duración e intensidad no se apodera más que de meros momentos tragados por la cotidianeidad. Porque la propia vida, con su demandante fuerza, terminará tirando de nuestra atención hasta que volvamos a centrarnos en el yo. Todo comienza en nosotros y todo termina haciendo de nosotros la única prioridad. Al menos, como regla general que rara vez se antepone ante el otro. Hacerlo, implica que el sufrimiento ajeno ya lo hemos vivido en carnes propias. Entonces, la empatía se traducirá en una necesidad de ayudar, como aquella que necesitamos, como aquella que estamos dispuestos a ofrecer.

El abanico del drama se puede vestir de casualidad, accidente, enfermedad o naturaleza, pero su fría severidad, por muy elevada en números que se presente, no traspasará el estatus de estadística a menos que nos toque y nos permita la vida. Entonces, ese instante finito, tomará una dimensión atemporal, omnipresente y avasalladora. Dirigiendo a nuestra mente hacia un proceso de aceptación que nos hará probar los límites de la cordura, el dolor, la conmiseración y la derrota. Pero el tiempo, como dicen, casi todo lo cura, y su omnipresencia se irá mutando en decorado.

Sobrevivir a uno mismo, ante una enfermedad o un accidente, es un proceso más, que nos vacía y llena de flaqueza y comprensión, pero lograrlo como único superviviente ante un horror compartido nos deja un regusto culpable, casi como una mixtura imposible entre la envidia, el resquemor y la dicha, sobre todo si la limitación resultante supone un categórico antes y después en el horizonte del vivir. Las secuelas físicas pueden ser tan abrumadoras como las mentales, incluso más estremecedoras éstas últimas, puesto que la sombra de ese horror repentino nos perseguirá alargando su existencia más allá de los hechos y otorgando a su remembranza, la maldición de un bucle infinito del que ya nunca podremos escapar, pero sí aprender a vivir con él.

Mas así como hay horrores instantáneos que marcan nuestro devenir y cuyo peso se eterniza en nuestra cabeza, existen aquellos otros cuyo inicio imperceptible se digiere cuando el horror está ya asentado como rutina. Cuando el laberinto del día a día se convierte en un círculo vicioso que no podemos soportar, pero muchos menos huir de él, porque carecemos de las llaves de salida.

Una desgracia muestra su cénit y a pesar de su demoledor terremoto, es su proceso de aceptación lo que enfrentamos, sabiendo que hacerlo es su única salida. Sin embargo cuando no es el instante sino el proceso la pesadilla, su punto álgido se oculta en cada uno de los días por llegar, atenazándonos con una congoja que termina por explotar y que siempre nos hace temer más, presas de que la salida se puede soñar, pero no se vislumbra.

La cotidianeidad del horror toma entonces la forma de una adicción, de un despedido que se torna en incapacidad creciente para sustentar una vida y a sus seres queridos, en la encerrona de un conflicto armado o en la decrepitud de la salud y una enfermedad degenerativa que no tiene visos de curación.

Todo mal es ajeno, hasta que nos apresa, y toda ayuda es opcional hasta que su necesidad se hace perentoria. Una tragedia o un accidente llama inmediatamente la atención sobre sus víctimas, y la respuesta de empatía y ayuda será inmediata, más allá de que cubra y solvente o no, las consecuencias que desencadena el incidente; al menos su irrupción alerta a todos aquellos que nos son cercanos. Pero no ocurre lo mismo con aquellos dramas y horrores que se instalan poco a poco en una vida. Su asfixia y desconsuelo se intensifican porque su vivencia es íntima, y su anonimato, aunque no lo sea, se diluye en la brumosa pesadilla de sus días. La inercia de la cotidianeidad borra su urgencia, porque nuestros semejantes están ocupados en su propia rutina, y la indefensión resultante nos deja a merced de la desdicha.

La individualidad y el desapego hacia el prójimo que caracteriza a nuestra civilización, nos hace inmunes a los dramas y horrores que nos llegan por los medios de comunicación y que acontecen en los lejanos rincones del planeta. Como mucho una pequeña donación, articulada en mensualidades, un sms o la compra de un producto, nos sosiega, pero muchas otras que acontecen a nuestro alrededor parecen invisibles. Porque su generalidad no nos llama a desgranar los casos individuales y cercanos que no son productos de un instante, sino de los cotidianos procesos de la vida, y que se van ahondando sin que el fulgor de un drama nos los haga presentes.

El horror se percibe como un fogonazo de desdicha fortuita, sobre el que es mejor no pensar a menos que nos afecte, pero se nos olvida que su tacto puede llegar de forma inadvertida y que en el fondo, de una forma o de otra todos lo probaremos. La vejez y la cada vez más elevada esperanza de vida, siempre que superemos las décadas y la salud lo permita, nos conducirá a ese horror aséptico que la vida moderna ha ideado para que los ancianos no sean un estorbo, y terminaremos entonces en una residencia de la tercera edad. Claro que, ¿quién comprende el alcance del horror o la vejez sin vivirlo?, aparentemente nadie, y probablemente todos, algún día.

El Vil Hechizo del Dinero

Maldito Dinero

El dinero, como toda posesión que se precie de ser disfrutada, conlleva unos riesgos. Nadie que entre y se asiente en su reino, vuelve a ser quien fue. Su hechizo transfigura y muta a todo aquel que lo atesora, con la sutileza vil de una insidia penetrante, silenciosa y dominante que termina imponiendo su punto de vista y aleja la comprensión de aquellos que de él carecen.

Las forzadas penalidades de los desposeídos indignan a una mayoría de adinerados, salvaguardados en la irrefutable presunción de que los pobres en el fondo desdeñan el esfuerzo y buscan a conciencia que les garanticen, al menos, la sopa boba. Calzarse unos zapatos ajenos enseña, sólo si la experiencia es impuesta y real. La mera elucubración no acierta a transmitir ni a profundizar, porque la carencia de los espejos vitales que una experiencia pasada, similar y vivida nos aportaría, nos niega la identificación y por consiguiente su entendimiento. Y sin embargo, ni aunque eso ocurra, el trayecto que va de la empatía teórica a la práctica, se distorsiona una vez que el acomodo monetario se ha asentado como rutina. Como si una celosa y posesiva voz se adueñara de los afortunados y los convenciera, que los demás sólo los buscan por su dinero.

Recuerdo bien a una señora norteamericana, dueña de una propiedad en la exclusiva área de Great Falls, Virginia, ufana de poseer cientos de hectáreas de terreno, una extensa cuadra de caballos y una casa que recordaba a las construcciones sureñas con una escalera de entrada con techo de más de 15 metros; cómo hablaba de los pobres. Afirmaba que los países latinoamericanos y sureños, a los que por supuesto no había viajado, carecían de la cultura del trabajo que su país representaba y que en el fondo la pobreza respondía a que la gente se acostumbraba a trabajar lo mínimo y a las ayudas del Estado, frente al sueño americano que era la prueba tangible, que ella representaba, de que el esfuerzo y la dedicación se traducía siempre en riqueza y bienestar.

Idéntico fundamento, aunque con términos adaptados, se sigue escuchando hoy en boca de dirigentes políticos liberales, empresarios, banqueros y miembros de las organizaciones financieras cuando justifican los recortes por la necesidad de ser competitivos y claman al imperativo liberalizador como única vía de salida y solución al repentino empobrecimiento de la clase media de todo el mundo globalizado. No es baladí que a las voces críticas que claman por políticas que frenen la desigualdad, las tachen de autoritarias, populistas y antidemocráticas, porque cualquier cambio del equilibrio establecido es una amenaza para su posición y sus ingresos. Y es que como cualquier avaro acaudalado, lo que más les quita el sueño es que les toquen su preciado tesoro.

Pero cualquiera que haya vivido en un país menos desarrollado, sabe que los pobres tienen menos derechos laborales y emplean más empeño y horas, para finalmente poder sobrevivir, que cualquier trabajador medio del primer mundo. Conocí a muchos en México o Marruecos, que en su único día libre a la semana, con algo de suerte o iniciativa montaban un negocio extra, para así acumular un recurso adicional para cuando tocara comprar ropa a los niños, celebrar una fiesta, o simplemente para poder prestar dinero a un amigo o familiar que no tenía la suerte de estar trabajando.

La solidaridad de la pobreza es la primera y delicada limpieza que el embrujo del dinero poco a poco, va dictando. Las mejores relaciones de afecto o familia se empañan por el vil metal en la lucha de su posesión o reparto, pero es en la petición de un préstamo cuando descubrimos el tenue e inadvertido cambio moral que ha ido sufriendo aquel al que conocíamos y que bajo el influjo de su fortuna termina anteponiendo a ésta, en contra de lo que solía, frente a la gente a la que en teoría quiere.

Nada es absoluto y siempre habrá excepciones que incumplan la regla, pero la tendencia de aquellos que tienen una situación económica desahogada es mirar por encima del hombro al otro. El propio disfrute no se pone en duda y además se filtra la sospecha de que el empobrecido algo de culpa tendrá en ello. Aunque más allá de su base, lo que llama la atención es cómo ante una petición de ayuda monetaria el agraciado indefectiblemente siempre siente el susurro del dinero, musitándole que van a engañarlo y que elija su posesión antes de otorgar la ayuda a alguien, cuyos apuros él/ella mismo se los ha buscado.

La crisis ha generado y generará situaciones incómodas, no es agradable tener que pedir, ni sentir la encrucijada de conceder o no un préstamo económico. Yo que nunca me he encontrado entre los desahogados trabajadores, jamás negué un préstamo a las personas queridas, quizá porque la crisis de tobogán que es mi vida, nunca me ha dejado instalarme en una confortable riqueza; sino más bien como tendencia, en lo contrario. Y sin embargo he contemplado cómo amigos, que su solidez económica les permitía comprar varias propiedades, me exigían una suma exigua con indignación, sin plantearse que quizá mi tardanza en devolver lo debido era obligada. Incluso he atestiguado cómo, un hermano, cuya suerte le ha hecho acumular más dinero del que quizá pueda gastar nunca, niega la ayuda a una hermana empobrecida y con hijos, apoyado en la frialdad de que quizá nunca pueda devolverle lo prestado. Olvidando que el querer y el amor no tienen precio, y que es más valioso dar amor, que una suma que en nada le merma su fortuna.

El dinero acentúa el egoísmo y en su inoculado hechizo muta la percepción de aquellos que anteponen a la amistad, el cariño o el afecto, una porción de su seguridad, aunque ésta sea un tercio de lo que ganan en un mes, como si la pérdida de esa cantidad fuera más importante que la necesidad de un ser querido.

La crisis desnuda a los pobres, pero también a los que en comparación y materialmente son mucho más ricos, curiosamente sin que ellos lo noten, mostrándonos a todos el hilo profundo que hilvana las razones mismas de la desigualdad, la injusticia y la deshumanización que vivimos. Porque a fin de cuentas el Sistema no puede ser más que la muestra de las actitudes de todos los que en él vivimos, y claro, así nos va.

Sin Paladín frente al Sistema

Paladín

La estratagema que mejor salvaguarda al corrupto del castigo por sus actividades, es la de conseguir implicar, en su estructura de beneficios mutuos, al mayor número de agentes sociales, tendiendo siempre a que la importancia y jerarquía de los captados cada vez sea mayor y más relevante. Si lo consigue, su seguridad y su impunidad no sólo estarán garantizadas, sino que cualquier ataque o intento de desprestigio, será repelido y desarmado por el propio sistema.

El cine negro y las historias sobre la mafia han popularizado el conocimiento de esa pragmática estructura delictiva, dónde para bien de la justificación social y de la necesidad del espectador por un final feliz, en la mayor parte de ellas el mal fracasa. Casi siempre porque a pesar de que muchos estén implicados, siempre hay algún incorruptible héroe que no se deja sobornar y que antepone la ley y sus principios morales, como metáfora de que la sociedad a pesar de sus errores, lucha por el bien común y que éste siempre acaba ganando.

Sin duda ese aprendizaje de los mecanismos estructurales que usa el crimen organizado es útil a la hora de analizar el mundo actual, sobre todo porque la pedagogía de los medios ha hecho comprensible para la ciudadanía el funcionamiento de ese comportamiento organizado y delictivo. Su objeto de negocio cuanto más elevado sea, no sólo implicará más beneficio, sino más gente implicada, y a tenor de la crisis y de los resultados globales que arroja el mundo con una creciente brecha entre ricos y pobres, corrupción indiscriminada, pérdida de derechos laborales y la implementación de políticas que sólo benefician a las élites financieras y multinacionales, no es aventurado ni paranoico afirmar que el sistema se ha extrapolado a los gobiernos y dirigentes económicos y políticos que rigen el rumbo de la globalización; como si una mafia legalizada se hubiera apoderado de nuestra civilización.

Quizá, como tantas otras veces a lo largo de la historia, simplemente la crudeza de la crisis ha hecho caer el velo y forzado a que la población contemple las verdaderas formas y maneras que se ocultaban tras las grandilocuentes eslóganes que hablaban de democracia, derechos y libertad. Quizá esa maquinaria retorcida y corrupta que prima los intereses de unos pocos sacrificando los de la mayoría, no se originara como creemos en las organizaciones delictivas, sino que éstas lo copiaran de esa misma sociedad en la que surgieron, simplemente adaptando la técnica y cambiando los términos de beneficiado y víctima. Tal vez, pero esa cuestión carece hoy de importancia, porque la urgencia debería centrarse en las medidas que deberíamos tomar para cambiar un mundo probadamente injusto.

Cuanto mayor y más diseminada esté la estructura corrupta en el tejido social, más difícil será luchar contra ella, pero si ésta es el Sistema mismo, como parece el caso, ¿hay posibilidad alguna de cambiarlo? Difícil se antoja, pero seamos optimistas y pensemos que todo es posible en la vida. Si en la ficción cinematográfica y literaria termina apareciendo un adalid, aunque ésta sea más una proyección ideal que pragmática, ¿no sería posible que una figura parecida terminara emergiendo en nuestro globalizado sistema para guiar y alumbrar la verdad, así como para inspirar soluciones y aglutinar voluntades?

No dudo de que muchos puedan tener el temple, la cabeza, la voluntad y hasta la oratoria necesaria para denunciar las injusticias y guiar a los pueblos engañados, pero la voz de una hormiga nunca alcanzará el eco necesario, y menos convencer a una mayoría suficiente. Porque las voces discrepantes jamás tendrán la cobertura de los medios para poder hacerse importantes, ya que su control se pliega al poder establecido y forma parte de su propia maquinaria. Sólo aquellos que ya tienen la categoría de famosos, divos o estrellas, podrían alzar la voz y desencadenar movimientos multitudinarios en respuesta. Pero las estrellas del deporte, la canción o el cine, que tienen millones de seguidores en todo el mundo y que con una palabra suya podrían hacer más que los millones de anónimos concienciados, están comprados por el propio engranaje de sus egos, sus sueldos multimillonarios y su escasa conciencia de que el Sistema no es tan justo y tan generoso a los esfuerzos de los demás, como lo es con los suyos. En cierto modo, y sin saberlo, ellos también son como esos esbirros de película, bien pagados, ufanos y soberbios de su brillo social. Más preocupados de no perder su jerarquía que de, en verdad, ayudar al prójimo.

La vida y el cine a veces se unen, pero la moralina de final feliz que campea como norma, responde más a lo que queremos ver y creer que al comportamiento global y real de nuestra civilización, misma que sabe utilizar nuestra imaginería para desviar la atención de sus injusticias. Aquellos que no tenemos más que voto sin voz, necesitamos un héroe que se erija en portavoz de los don nadie, uno de esos monstruos perfectos que se bañan en multitudes y que millones de seguidores adoran en cada rincón del planeta. Pero lo necesitamos desembarazado de su ego y sus privilegios, y con una conciencia moral idéntica a la que caracterizaba a los héroes que en el cine negro luchaban contra la mafia que impregnaba a las más altas esferas. Tal vez su aparición le suponga perder su condición, quizá deba pagar con olvido y descrédito su osadía, puede que incluso deba ofrecer su vida en misteriosas circunstancias. Posiblemente su ejemplo marque una esperanza y millones la sigan. Acaso no sirva de nada.

Lo más probable es que no llegue a aparecer alguien así, los dioses del Olimpo mediático se contentan con apadrinar niños y aparecer en campañas de Ong´s, y quizá si dieran el paso que sueño, su influencia y repercusión no podrían hacer nada por cambiar el Sistema social injusto en el que nos hemos transformado. Tal vez simplemente me dejo ensimismar por la ilusión de que el ideal literario del paladín, algún día tome forma como en mi novela: “El Chamán y los Monstruos Perfectos”, quizá sólo quizá, no haya forma de cambiar el Sistema. Si esa es la verdad, tal vez debamos aceptar que ya nos han ganado. Pero yo prefiero seguir soñando.

La Enfermedad También era Él

La Enfermedad también era él

La primera impresión adolece de raciocinio y se nutre de esa intuición impagable que guiaba a los primeros hombres a seguir su pensamiento mágico. Hoy siento que no siempre supe interpretarla como merecía. Admito que no pocas veces me guié por ella, pero en otras la desvalijé con razones prácticas y afectivas, que al fin y a la postre me probaron que desoírla iba a costarme un duro coste. Precio que me reportó en el trayecto recuerdos dulces y fantásticos momentos de los que no me arrepiento, pero cuya reciprocidad resultó ser en muchas ocasiones tan falsa, como la contraparte a la que le brindé una amistad, por mi parte, en todo momento sincera.

El caso que vengo a referirles, ejemplifica la ceguera a la que el cariño y el querer puede abocarnos, a pesar de las muchas señales que sobre la verdadera personalidad de un amigo tengamos. Pero sobre todo, cómo la irrupción de una terrible enfermedad puede transformar a una persona, haciendo que muestre lo mejor y lo peor de sí mismo. Desnudando, de alguna forma, aquello que realmente es, a los ojos de quienes desde hace tiempo creían conocerlo. Presenciar y discernir es una facultad que desde la indiferencia se ejecuta con maestría, pero que la cercanía afectiva amolda a su conveniencia, dejándonos ver y sacar conclusiones que indefectiblemente salvan a aquel o aquella que acapara nuestro innegociable cariño.

La primera vez que lo vi, un amigo mexicano me lo señaló. Me dijo que había hablado unos días antes, en ese mismo bar con él, que era de Tarragona y que quizá el hecho de ser compatriotas, me haría querer conocerlo. Yo lo miré en la distancia e instantáneamente dije un no rotundo. Si estaba en México, quería conocer mexicanos y lo último que se me ocurriría sería buscar a un paisano, afirmé categórico. Era verdad, pero había algo más. La indefinible sensación de que ese muchacho me recordaba a otra persona. El físico y el género no podían ser más dispares, pero “la Chupasangres” como yo la llamaba, aquella exnovia de mi amigo Gomera, entrada en carnes y fresca en el descaro de buscar sólo el interés, me vino a la mente. La imagen no duró. Di media vuelta y mi amigo y yo seguimos con nuestra diversión, sin que lo volviera a ver en toda la noche. Pero el destino insistió.

Cerca de seis meses más tarde, A apareció en mi casa, acababa de ligar con mi nuevo compañero de departamento, un vasco que como yo había llegado al DF por mediación de la Cooperación Internacional. La complicidad fue instantánea, y al sentirla supuse que aquella primera impresión había sido errónea. Hoy sé que ésta aparece para subrayarnos las esencias de las personas que el roce oculta, como recordatorio de que a pesar de su aviso, somos nosotros quienes tomamos la decisión. Claro que la decisión en esos momentos era del vasco, que le pagaba todo e incluso llevó de vacaciones a Yucatán, a ese jovencito músico que vivía con su hermana y que clamaba que una vez, cuando aún vivía en España, había sido rico, muy rico.

La luz existe en todos nosotros y cuando la propia se refleja en el otro, la química se expresa. No hacía falta más que una mirada, un ademán o un escueto comentario, para compartir inquietudes, ironías y confidencias. Nos hicimos imprescindibles y complementarios en esos meses, cargados de alegrías, fiestas y largas conversaciones. Y a pesar de mi vuelta a la madre patria, el contacto no se perdió, con cartas y llamadas telefónicas frecuentes. En mis diferentes etapas mexicanas, en cada uno de los reencuentros, pareció que la separación sólo había durado días y no meses o años. La complicidad se mantuvo intacta, o así me lo pareció, hasta que aquel al que yo consideraba como el hermano que nunca tuve, me hizo partícipe de su mala nueva.

Su conocimiento precipitó mi vuelta. Habíamos planeado encontrarnos en Europa y la noticia de su enfermedad pareció cortar esa posibilidad, así que, con el miedo de que su estado de salud fuera más grave, tomé un avión y regresé al DF.

Nunca me costó abandonarlo todo, ahora sé que fue una excusa que me ayudó a cerrar un ciclo, pero no por ello exenta de amor sincero. Sin más esperanza que una contrapartida de cariño recíproco, del que nunca dudé, y que esta vez sólo apareció a ramalazos. Extinguido por un egoísmo y un desdén que parecía culparme de su suerte, y que paulatinamente se transfiguró en indiferencia primero e inquina, después de que por un amigo común, yo consiguiera un trabajo en un periódico y nos fuéramos a vivir ambos con él. Yo carecía de permiso de trabajo, y mientras lo consiguiera, A se ofreció a facilitarme sus “recibos de honorarios”, medio por el que podría haber cobrado mis colaboraciones semanales. Pero aunque supo que mi dinero se había agotado, no dudó en postergar y excusar su promesa durante dos meses, como si disfrutara de que fuera yo quien lo necesitara, hasta que por fin conseguí el favor por otros medios, sin que nunca cumpliera su promesa.

En esos meses la carambola de un amor desafortunado y mal correspondido, como aquel cuyo ciclo creí cerrar en Madrid, se me repitió y la actitud de A no se circunscribió a la distancia o a la indiferencia, sino a un dejar entrever su complacencia por mi dolor. Jenaro, el amigo periodista con el que vivíamos, fue un gran apoyo en mi desamor y nuestra complicidad creciente debió desencadenar algún tipo de maquiavélica venganza en A. Justo cuando estaba a punto de regresar a España por cuatro semanas, Jenaro tuvo una reacción desproporcionada e inesperada a resultas de la cual me vi impelido a buscar nuevo hogar, y a la vuelta de mi viaje, ya no tenía trabajo. Siempre pensé que Jenaro había sido el culpable, hoy no me cabe duda de quién fue el instigador en la sombra.

A pesar del tropiezo y de que me juré que nunca más debía saber de él, un año más tarde terminé por llamarlo. Su aparente alegría y el reencuentro consiguiente, me hizo olvidar el rencor y pensar que había sido el peso de aquella enfermedad maldita la causante, y que una vez superada la impresión y sobrellevada ésta, A volvía a ser el de siempre. Así lo sentí, o así quise creerlo.

Como siempre desde que lo conocí, vivía en casa ajena, con el agravante de carecer de las clases particulares de música que solían ser su ingreso, aunque afirmaba que tendría algo en breve. Yo estaba buscando apartamento, y no pude evitar ofrecerle que viviéramos juntos, que intentáramos retomar aquella hermandad. Comprendía que no tuviera dinero, pero mis últimos meses habían sido buenos, y yo le ofrecía compartir el pequeño colchón económico que había reunido hasta que él comenzara a ganar dinero. Terminó devolviéndome y pagando toda su parte de la renta en los meses que compartimos vida, pero en el momento que tuvo dinero le dolió compartirlo. Los detalles de ese algo en breve resultaron encarnarse en un Director de Festival internacional de Teatro con los mejores contactos a nivel político y profesional que, para su suerte se había encaprichado de él, y A de su dinero.

Indefectiblemente terminamos la convivencia mal, no sólo por su convicción de que lo mío era de ambos y lo suyo sólo suyo, sino porque ésta vez se aseguró de mantenerme alejado de su Director de Festival y de otros artistas y contactos que fueron apareciendo por el camino, como si yo fuera una amenaza que pudiera robarle la preponderancia.

Los pormenores y la retahíla de pequeñas iniquidades serían interminables de contar, sobre todo porque mi repaso, una vez en la distancia, fue encontrando hilos que habían pasado desapercibidos y que apuntaban a aquella misma esencia que la primera impresión había tratado de hacerme ver. Comprendí que su forma de actuar había sido siempre la misma, quizá con otros sólo, hasta que la enfermedad innombrable destruyó sus tapujos y acentuó su egoísmo, ese que le hacía sentirse víctima de la vida por dejar de ser rico y le otorgaba el derecho de utilizar su victimismo para que otros mantuvieran su vida, aunque fuera penosamente, puesto que él no estaba dispuesto a trabajar para vivir, a menos que fuera en una ocupación vinculada con el arte y con un gran sueldo, curiosamente un destino que nunca llegaba.

Como no hay dos sin tres, en una corta visita a México lo vi de nuevo e hicimos las paces, incluso intermedié para que retomara la relación con un amigo común. A pesar de que me juré tomar precauciones y distancia, no pude evitar dejarle dinero un par de veces desde España y para no variar el guión, también en mi último desembarco en México. Entonces, seguía viviendo en casa ajena, entre su hermano y el amigo con el que lo había hecho reconciliarse. Incluso, le cedí mi casa para celebrar su cumpleaños, pero ésta vez sí mantuve cierto desapego, aunque creo que fue mi éxito con sus nuevas amistades lo que desató su último cartucho. Me tuve que enterar por un amigo común, infectado como él, de que me acusaba de ir informando sobre su secretísima enfermedad, aunque nunca supe qué les decía a aquellos de mí, que no tardaron en hacerme el vacío, y que no sabían nada de su enfermedad. Yo nunca aireé su condición y él sabía que no iba a hacerlo entonces, aunque fuese para descubrir la falsedad de mi supuesta traición. Sólo acerté a reclamarle los préstamos, por correo, y él a insultarme y a asegurar que le había chivado su condición a un antiguo amigo común, del cual curiosamente no decía el nombre.

No he vuelto a saber de él, y espero que la situación así se mantenga. Doy por bien empleado aquel dinero que no recuperaré, aunque mi fe y mi cariño necesitaran tres desengaños y la desgracia para aceptar que aquella primera impresión no pudo ser más acertada. Como dice un proverbio árabe: “Gracias, ahora te conozco”.

La Crisis como Círculo de Envidia y Melancolía

El Ciclo de la Envidia

La envidia cuando es hacia uno, en el fondo, y como poso resultante de su recurrencia, nos da seguridad. Ese tipo de protección que engalana a aquellos que tienen dinero, fama o salud y que intranquiliza a quienes de ello carecen. Sobre todo si al fin y a la postre ese origen que nos pondera, les resulta inalcanzable a los ojos extraños, y a nosotros innata y perenne posesión; aunque en realidad tampoco lo sea. La juventud, la belleza y la vitalidad tienen un final, y el dinero aunque no lo tenga, en la última transacción, se lo queda Caronte.

Vislumbrar un fin o sufrir una crisis como la actual, nos hace volver la vista atrás. Sumidos en su canto, descubrimos que el peor anhelo es el del propio pasado y que la envidia más posesiva, es la que nos sueña desandando y rehaciendo lo vivido. Lo imposible, como todo en esta vida, sólo toma cuerpo, cuando se refleja en nosotros y nos recuerda que la envidia que sentimos por los demás, sólo tuvo sentido como proyección de nuestras carencias y de aquello que queríamos ser. Curioso que la envidia ajena que alguna vez nos vanaglorió por ser su objeto, se reproduzca en nosotros e impregne lo que fuimos, robando la seguridad del camino andado, porque sus resultados del hoy nos hacen suspirar por el ayer, sólo para hacernos tomar conciencia de que lo que pudo haber sido, ya nunca será.

El mito de una vida plena está lleno de declaraciones atrevidas de aquellos que proclaman que no cambiarían ni un ápice de su pasado, la imposibilidad los guarece, pero la experiencia propia los niega. Es fácil y práctico confundir la asimilación de lo hecho, con el falso orgullo de que nuestros pasos siempre fueron certeros y en su defecto, si se pudieran enmendar, repetidos, para no transformar un resultado final del que nos sentimos orgullosos. Pero ese tipo de absolutismo infalible no cuadra con las múltiples variables protagonizadas en una vida, por mucho que nos guste el resultado y el devenir del total. Mucho cambiaríamos de lo hecho si pudiéramos, claro que nos salva, como es de suponer, su imposibilidad.

Aquello de que “Cualquier tiempo pasado fue mejor…”, es mentira. Salvo que a ratos y en todo caso al abrigo de la intimidad, su susurro nos convenza, no sin buenas razones. Su fuente fidedigna y propia nos congratula porque su resultado carece de la incertidumbre y desasosiego que el camino presente nos crea. Su resolución feliz completa una imagen de nosotros mismos perdida y positiva, vista con la cálida y miope distancia de un tergiversado recuerdo que sólo se apoya en las luces.

La vida está llena de triquiñuelas, que por más ajenas que parezcan, acaban en nosotros. Y la envidia certifica ese círculo final que comienza en los otros y termina en uno mismo. Justo cuando la seguridad del dinero, la juventud, la salud y/o el amor se nubla, para mostrarnos que toda sensación de seguridad es temporal y que toda envidia no es más que el deseo y el miedo al propio cambio.

La tentación de quedarse enganchado, viviendo pendiente de lo que aquellos que nos causan envidia son, es una costumbre peligrosa que nos aleja de nosotros mismos. Imposibilitándonos así el reconocimiento de que la envidia apunta hacia nosotros y evitando que la piedra de la indagación se asiente, y sin ella no podremos evolucionar en el propio conocimiento.

La agridulce melancolía refulge en el otro extremo y sus asechanzas no desmerecen a las ajenas, sino que las superan, porque no hay nada más mesmerizante que los vericuetos del propio yo. Cuando el presente nos encadena a un túnel sin luz y sin más alimento que el propio remordimiento, es fácil entregarse a la parálisis y al derrotismo. La situación actual de crisis económica y desempleo nos desnuda y ata, despojándonos de la herramienta social del dinero, sin la cual estamos indefensos y a merced de la caridad, del otro y de la suerte. La natural explosión de envidia hacia aquellos que tienen el trabajo o los medios para subsistir se agrava cuando, adoctrinados por una cultura que afirma ser fiel transmisora del esfuerzo individual, terminamos por sentirnos culpables y causantes de nuestra situación.

El ciclo de la envidia, sin embargo, no debe engañarnos. Envidiar lo que nos hace falta y que otros exhiben, es natural. Así como revisar en los archivos de lo vivido, para buscar respuestas a una situación crítica. Pero dejarse arrastrar por un pasado cuyo control parecía estar en nuestras manos, no debe confundirnos. A veces nuestro deseo fue acompañado, y otras veces no lo estará. Ni antes ni ahora, la vida estuvo ni estará al comando de nuestra voluntad. Mientras hay que sobrevivir, con la templanza de extraer enseñanzas y con la fe de que el mañana será diferente.

La crisis personal o financiera no debe apoderarse de las preguntas y respuestas de nuestro mundo interior, sino su totalitarismo nos convencerá de que ya no nos quedan puertas, fuerzas, ni capacidades por desarrollar. Tal descenso, producto de la incapacidad económica y la culpa, sólo necesitará de tiempo para hacer de nosotros meros zombies, tal que muertos vivientes sin voluntad de reaccionar.

La melancolía exacerba su presencia cuando nuestra vida afronta una esquina, o cuando el último momento se antoja próximo. Pero si el caso no responde a enfermedad, accidente o senectud, no deberíamos abandonarnos a su juego mental. Nuestra cabeza es como una monarca absolutista y entrar en el círculo vicioso de la envidia, la inseguridad y la culpa terminará por convencernos, y el siguiente paso será la rendición.

El drama individual y social que la crisis plantea es un círculo vicioso que fustiga y encadena la envidia y la inseguridad con nuestra propia autoestima. La lucha mental nos ha de servir para aprender sobre nosotros mismos y los demás. Resistir no es sólo una opción, sino el contexto contra el que no vale flaquear, porque de hacerlo y dejarse llevar, no importará que puedan cambiar las condiciones en un futuro, porque para el caso, ya estaremos vencidos.

La Vida en la Ruleta

La Ruleta de la Vida

Vivir, principalmente, es un ejercicio de lucha contra uno mismo. Las circunstancias vienen más tarde, y es precisamente a nuestro yo a quien se enfrentan. La comparación inevitable, sin embargo, es con los demás, y es entonces cuando los valores sociales aprendidos penetran en nosotros. El resultado de ese combate continuo nos cambia, con la dificultad de que la edad nos hace tercos y la capacidad de esponja, del niño que fuimos, ya está anquilosada.

El éxito social y material, nunca antes como hoy, sigue siendo la vara de medida que criba el valor de una existencia. Lograrlo, nos dicen las estrellas del deporte y del oropel, es cuestión de voluntad y de esfuerzo. La fama está al alcance de cualquiera, y esa verdad justifica la mentira de esa vara, haciéndonos creer que los reflejos sociales son absolutos. Como si las matemáticas de la vida fueran neutras trasmisoras, y las desgracias pagos tan adecuados a los méritos, como aquellos que ostentan los hombres a los que les sonríe la fortuna. Medio planeta trabaja con dureza y a pesar de las horas y el esfuerzo, la miseria no los suelta. Sin embargo otros, por el mero accidente de nacer en una familia de bien, lo tienen todo. Y a pesar de ambos casos la maga fortuna sigue decidiendo más que el propio empeño. No, no somos los únicos dueños y hacedores de nuestro rumbo, pero sí de nuestras decisiones.

La vida nunca fue un camino delimitado y seguro, aunque así nos guste pensarlo. Su indefinición puede tomarse como indefensión, pero también como una aventura con imprevisibles salidas. Todo es posible, y aceptar el hecho en su totalidad no es algo en lo que nos eduquen. Confundimos la ocultación con la protección, puede que por la supersticiosa creencia de que nombrar la desgracia la termine atrayendo, y preferimos dejar que el dramatismo de la existencia sorprenda al neófito cuando su realidad se hace terriblemente palpable.

No es agradable advertir sobre la posibilidad del dolor, la tragedia y el infortunio, pero no por ello es más inteligente vivir como si el drama fuera un desafortunado y raro incidente que sólo sufren los otros. La desgracia, el horror y lo bizarro, o en su colmado antagonismo la felicidad, la opulencia, la presunción y el decoro, nos pueden ser ajenos hasta que para cambiar nuestro signo y hacer imagen con nuestra vida de su esencia, nos visita el otro lado de la vida, ese de cuyos encantos aún no habíamos maldecido ni disfrutado.

El tiempo restringe las posibilidades de una vida mortal, pero su flujo eterno lo compensa garantizando todas las variables concebibles. La expresividad vital del hombre se debate en esa ruleta de aristas infinitas. Lanzado a su vorágine, entre la lucha de su voluntad y sus circunstancias, el ser humano traza y cumple su destino. La totalidad de nuestra suerte como humanidad, cumplimentará todas las casillas.

El rumbo de una existencia yace, para muchos en las manos de Dios, para otros no es más que la carambola de la física, la química y la ciencia en su cocktail de variables, para la sabiduría oriental un camino de aprendizaje que aferrado a la rueda infinita del ser no se detiene con la muerte, y para un selecto grupúsculo de pragmáticos, el triunfo de la voluntad y el resultado de una inefable superioridad que se refleja en la fama, el dinero y el poder temporal adquiridos. Pero sea la que sea la hipótesis acertada, ¿en realidad importa?

La interacción entre voluntad y karma crea la realidad e inutiliza el valor de las discusiones sobre el carácter predestinado o no de la vida. Su valor y sus porcentajes no deberían importarnos, la voluntad existe en nosotros y es nuestro deber ejercerla, problema diferente serán las vicisitudes que nos depare el camino; y esas variables sabemos que no yacen en nuestras ganas. La casualidad atiende a todas las razones y reparte todas las cartas. La incógnita de una vida afronta un insondable catálogo de posibilidades y aceptarlas no es una clausula expuesta a ningún tipo de reclamación, su imposición está implícita en el contrato. Podemos decir que la desconocíamos, que nos parece injusta, abusiva o cruel, pero el juego no admite más réplica que abandonar o seguir jugando.

Juguemos pues con la alegría de que mientras tengamos vida todo es posible. La muerte es inevitable, pero en su intermedio todo puede ocurrir, quizá hasta podamos discernir y recuperar a aquel yo primero que tanto solemos confundir con las circunstancias, olvidando que no son ellas las importantes, sino cómo ante ellas nos mostramos y evolucionamos. Porque una vez traspasada la muerte, si algo trasciende y pervive, no serán las posesiones y los logros sociales, sino lo aprendido en el camino, y entonces tal vez la ruleta de la vida adquiera el sentido que estando vivos se nos escapa.