El horror sólo requiere de un instante, ni tan siquiera hace falta su presencia física o sincronía temporal para que su aliento nos estremezca. Su noticia por boca de otro basta para hacernos comprender que no es la muerte, sino su sombra quien nos asusta. Porque mientras llegue nuestro turno, es la desaparición de los demás y su efecto en nuestras vidas, lo único que conoceremos de ella.
Su onda repercute en nosotros cuando afecta a un yo desconocido, pero su duración e intensidad no se apodera más que de meros momentos tragados por la cotidianeidad. Porque la propia vida, con su demandante fuerza, terminará tirando de nuestra atención hasta que volvamos a centrarnos en el yo. Todo comienza en nosotros y todo termina haciendo de nosotros la única prioridad. Al menos, como regla general que rara vez se antepone ante el otro. Hacerlo, implica que el sufrimiento ajeno ya lo hemos vivido en carnes propias. Entonces, la empatía se traducirá en una necesidad de ayudar, como aquella que necesitamos, como aquella que estamos dispuestos a ofrecer.
El abanico del drama se puede vestir de casualidad, accidente, enfermedad o naturaleza, pero su fría severidad, por muy elevada en números que se presente, no traspasará el estatus de estadística a menos que nos toque y nos permita la vida. Entonces, ese instante finito, tomará una dimensión atemporal, omnipresente y avasalladora. Dirigiendo a nuestra mente hacia un proceso de aceptación que nos hará probar los límites de la cordura, el dolor, la conmiseración y la derrota. Pero el tiempo, como dicen, casi todo lo cura, y su omnipresencia se irá mutando en decorado.
Sobrevivir a uno mismo, ante una enfermedad o un accidente, es un proceso más, que nos vacía y llena de flaqueza y comprensión, pero lograrlo como único superviviente ante un horror compartido nos deja un regusto culpable, casi como una mixtura imposible entre la envidia, el resquemor y la dicha, sobre todo si la limitación resultante supone un categórico antes y después en el horizonte del vivir. Las secuelas físicas pueden ser tan abrumadoras como las mentales, incluso más estremecedoras éstas últimas, puesto que la sombra de ese horror repentino nos perseguirá alargando su existencia más allá de los hechos y otorgando a su remembranza, la maldición de un bucle infinito del que ya nunca podremos escapar, pero sí aprender a vivir con él.
Mas así como hay horrores instantáneos que marcan nuestro devenir y cuyo peso se eterniza en nuestra cabeza, existen aquellos otros cuyo inicio imperceptible se digiere cuando el horror está ya asentado como rutina. Cuando el laberinto del día a día se convierte en un círculo vicioso que no podemos soportar, pero muchos menos huir de él, porque carecemos de las llaves de salida.
Una desgracia muestra su cénit y a pesar de su demoledor terremoto, es su proceso de aceptación lo que enfrentamos, sabiendo que hacerlo es su única salida. Sin embargo cuando no es el instante sino el proceso la pesadilla, su punto álgido se oculta en cada uno de los días por llegar, atenazándonos con una congoja que termina por explotar y que siempre nos hace temer más, presas de que la salida se puede soñar, pero no se vislumbra.
La cotidianeidad del horror toma entonces la forma de una adicción, de un despedido que se torna en incapacidad creciente para sustentar una vida y a sus seres queridos, en la encerrona de un conflicto armado o en la decrepitud de la salud y una enfermedad degenerativa que no tiene visos de curación.
Todo mal es ajeno, hasta que nos apresa, y toda ayuda es opcional hasta que su necesidad se hace perentoria. Una tragedia o un accidente llama inmediatamente la atención sobre sus víctimas, y la respuesta de empatía y ayuda será inmediata, más allá de que cubra y solvente o no, las consecuencias que desencadena el incidente; al menos su irrupción alerta a todos aquellos que nos son cercanos. Pero no ocurre lo mismo con aquellos dramas y horrores que se instalan poco a poco en una vida. Su asfixia y desconsuelo se intensifican porque su vivencia es íntima, y su anonimato, aunque no lo sea, se diluye en la brumosa pesadilla de sus días. La inercia de la cotidianeidad borra su urgencia, porque nuestros semejantes están ocupados en su propia rutina, y la indefensión resultante nos deja a merced de la desdicha.
La individualidad y el desapego hacia el prójimo que caracteriza a nuestra civilización, nos hace inmunes a los dramas y horrores que nos llegan por los medios de comunicación y que acontecen en los lejanos rincones del planeta. Como mucho una pequeña donación, articulada en mensualidades, un sms o la compra de un producto, nos sosiega, pero muchas otras que acontecen a nuestro alrededor parecen invisibles. Porque su generalidad no nos llama a desgranar los casos individuales y cercanos que no son productos de un instante, sino de los cotidianos procesos de la vida, y que se van ahondando sin que el fulgor de un drama nos los haga presentes.
El horror se percibe como un fogonazo de desdicha fortuita, sobre el que es mejor no pensar a menos que nos afecte, pero se nos olvida que su tacto puede llegar de forma inadvertida y que en el fondo, de una forma o de otra todos lo probaremos. La vejez y la cada vez más elevada esperanza de vida, siempre que superemos las décadas y la salud lo permita, nos conducirá a ese horror aséptico que la vida moderna ha ideado para que los ancianos no sean un estorbo, y terminaremos entonces en una residencia de la tercera edad. Claro que, ¿quién comprende el alcance del horror o la vejez sin vivirlo?, aparentemente nadie, y probablemente todos, algún día.