La Tardanza del Inmigrante

La tardanza ha pautado mi destino. Al menos su simbolismo me hizo sentir que siempre, fuese cual fuese la meta social, laboral o sentimental que afrontara, llegaba tarde. Nunca fui el primero en nada y atisbar en la mayoría de los otros, su llegada y mi distancia, debió hacerme perder la noticia de mis victorias. Esas que nunca celebré y que hoy pretendo enjugar en estas letras.

La vida nos enseña, o al menos a mí así me susurró, que un propósito satisfecho vale mil veces y una vez menos que un propósito vacío. Siempre que ese hueco duela con el deseo de ser llenado, aunque su imposibilidad se niegue. Si su inercia perdura, ésta nos dará sentido mientras abracemos su nebuloso y anhelado quizá.

Ser pobre, cuando estudiar es un sueño imposible, es un peso doloroso, pero la falta de letras no alza muros inexpugnables que detengan la intención que el hambre, la guerra y la necesidad nos infunde. Yo fui paciente, trabajé duro y supe ahorrar a pesar de la carestía. Pasé fatigas de gusto y comodidad, pudiendo sufragarlas; todo por tal de juntar un dinero que pudiera convertirse en mi llave de salida. La rutina vital, cuando por más de media vida había vivido sumido en la miseria junto a mis padres y hermanos, no era diferente y unos años más no iban a representar un obstáculo insalvable. Atestiguar como algunos amigos y vecinos lograban una suma importante o menuda, y marchaban, no me alteró. Sabía que cuando llegara mi turno, algo en mi interior lo sabría; y así fue.

Abandonar la única tierra que uno ha conocido es un mal trago cuya melancolía se acrecienta a cada paso, porque la separación de los lazos afectivos y el gusanillo de la memoria, nos revelan que en realidad la existencia es un trámite solitario. Aunque en su contrapeso la ilusión del logro que nos hemos propuesto llene de sentido y futura recompensa, para nuestros seres queridos, nuestro hipotético y triunfante regreso. El camino, comenzado con mixtura de ilusión y vértigo, no tarda en mostrarse muy diferente a lo conjeturado. La fortaleza que uno creía poseer, pronto y en especial al caer la noche, nos abandona, y solo al compartir las dudas con los compañeros de viaje el coraje se restaura.

El dinero no duró más que para un mes y dos fronteras, muchos se daban la vuelta, otros se quedaban paralizados en tierra extraña, sin saber reaccionar como si sólo un milagro los pudiera salvar. Yo no lo había imaginado así, pero no dejé de creer. El camino, con sus gentes y su novedad, te habla, te maltrata, se ríe de ti, pero también ofrece manos invisibles y tangibles si no dejas de soñar, y yo me agarre a ellas, por tozudez si quieren, por suerte o tal vez por instinto de supervivencia; pero sin duda alimentado por el sueño de mi voluntad.

Trabajé, no quiero recordar ya los oficios ni los lugares, durante más tiempo del previsto para malograr intentos en camiones comerciales, barcos y asaltos de vallas fronterizas, sin dejarme vencer por el fracaso. La violencia y las palizas sufridas por parte de los policías de terceros países conseguían desanimar a unos pocos, pero para el resto la vuelta a casa no era una opción; la quimera de llegar a Europa se termina convirtiendo en la única posibilidad, esa por la que uno acepta, incluso, apostar la vida.

Al final conseguí pagar mi lugar en una patera, la aglomeración y el frio no fue lo peor, sino la negrura y el sonido del mar, como si fuera un túnel interminable dispuesto a devorarnos. En esas horas perpetuas, los nervios, la emotividad y el miedo, llenan las cabezas de un silencio denso. Los llantos, rezos y los repentinos ataques de confesiones inconexas y apremiantes, no distraen el juicio individualizado y propio que la posibilidad del fin o el éxito nos impone. A pesar del miedo vivido, no dejo de recordar con cierta querencia aquel instante, no por el repaso vehemente y grandilocuente de lo vivido, sino sobre todo porque de alguna forma, la presencia cercana de la muerte, me hizo vislumbrar el escurridizo e inefable sentido de la vida. Hallazgo que quedó inconcluso cuando avistamos tierra y la carrera por abrazar el sueño comenzó.

Llegar a la meta no significó ni tregua ni descanso. Creí como muchos que lo peor había pasado, quizá uno ya no tenía que arriesgar su vida, pero huir y esconderse de las autoridades nunca había sido tan absoluto. Aquella tierra prometida no era un oasis de trabajo y oportunidades, no al menos como lo habíamos fantaseado. Pero a pesar de las condiciones laborales y legales, los sacrificios rendían un dinero que finalmente pude mandar regularmente a mi familia.

Al pasar de los años, el orgullo se dibuja en mi rostro. He tardado en formar un hogar con hijos y esposa, en obtener mi permiso de conducir y en presumir de coche propio, incluso he podido terminar una carrera universitaria, aunque tuviera que esperar a cumplir los cuarenta y cinco años, y aún no sea dueño de una casa. Sin embargo, ya no importa que me costara casi una década ser ciudadano legal de este primer mundo que se demoró en aceptarme, y que sólo hace menos de un año pudiera viajar a la tierra que me vio nacer, para comprender que todo aquello que dejé, afectos, memorias y personas, han dejado de ser parte de mí; al menos como yo de ellos, mutados por el tiempo, el cambio y la inercia de nuestras propias existencias, convirtiéndonos en una anécdota sentida y esporádica, que nació en el pasado y que no tiene lugar en su presente diario.

Hubo una época en que aquella tardanza por encontrar mi lugar en el mundo, oteada en mi juventud y desplegada en mi madurez, me hizo sentir desgraciado y derrotado, antes incluso de que intentara perseguir mi sueño. El tiempo y mi subjetividad han comprendido que la tardanza no es la antesala de la derrota, sólo la muerte cierra todas las puertas, porque mientras permanezca en nosotros un mínimo aliento, cualquier fracaso se puede tornar una victoria.

Hoy reconozco la valía de mis logros, no por la valentía y el coraje de haber cruzado países y mares, considero que en similares circunstancias muchos europeos hubieran hecho lo mismo, sino porque en su consecución me he convertido en mejor ser humano. Agradezco lo conseguido, pero no por ello he dejado de anhelar. He descubierto que la satisfacción es a veces la más sutil de las derrotas, porque en su innegable aceptación se enmaraña la pérdida rutinaria y apática del sueño amado; ese que tan amargo poso deja a los ciudadanos del primer mundo, que colmados de bienes materiales olvidan el aspecto puramente humano y afectivo de la vida.

Una victoria no es más que un gozo finito que se desinfla en su intento por dar un sentido completo a cualquier existencia. Y lo material, ahora que las necesidades básicas tanto económicas como afectivas están cubiertas, no es más que la tardía comprensión de que vivir es un tesoro plagado de joyas dejadas por aquellos que compartieron con nosotros parte del trayecto.

Mi triunfo es inmaterial y su tardío abrazo resulta aún lejano para aquellos que todavía no han comprendido que acumular bienes y patrimonio nunca debe ser el fin de una vida. La solidaridad, cooperación y desapego de los inmigrantes que fueron mis compañeros momentáneos me hicieron ver que en realidad no importa llegar tarde, y que la demora importante es la que sufre esta mayoría contemporánea de ciudadanos del Primer Mundo que sólo anhelan la materia, olvidando en su vivir la renovación de sueños y la búsqueda de un sentido a su existencia. En mi caso, mi victoria no ha sido la de emigrar felizmente, sino encontrar en el proceso un nuevo sueño, y ese es el de crear una ONG que oriente y ayude a los inmigrantes ilegales que, como yo, por primera vez llegan a este continente. Sé que sólo es un pequeño paso, quizá tardío, pero sin duda necesario; y en la tardanza de mi nuevo anhelo, espero fatigarme.

La Madame y La Forajida

Una de Western

Madame Rose Garden supo, como todo el pueblo, que el misterioso inquilino que había llegado un día antes a su hotel de señoritas era el forajido Hope Eye Killer, pero en contra de la opinión mayoritaria y de su habitual proceder, no lo invitó a largarse con su pequeño colt y una sonrisa. La pública recompensa y la noticia de que medio estado de Texas hervía en cuadrillas que perseguían su captura, no la inquietó como de costumbre. Sabía que su permanencia, ya alargada por una semana, significaría problemas y muerte para la relativamente tranquila localidad; pero no le importaba. Quizá porque su próspero negocio, levantado veinte años atrás y que ostentaba a las chicas más alegres y conocidas del medio oeste, iba a dejar de serlo. Había firmado su venta y la llegada del pagaré, prevista para esa misma mañana, iba a significar su despedida y dorada jubilación camino del Este, donde una vida respetable y acomodada la esperaba en Boston, misma sociedad que décadas atrás la había forzado a huir por el escándalo y la vergüenza.

Sin embargo, si había desoído las amenazas de los portavoces del pueblo, el sheriff y el ministro evangélico, era por una simpatía que aún no sabía calibrar. No al menos con razones objetivas y sólidas, sino por una identificación que cuanto más se afianzaba, menos sentido parecía tener. Siempre desconfió de los rudos pistoleros que tras pagar generosamente sus servicios de hospedería, declinaban la compañía de sus señoritas. Porque ya fuera casualidad o no, tras aquel puritanismo cristiano, llegaba indefectiblemente el tumulto, la horca y la amenaza de clausura para su libertino negocio.

En el caso de aquel indio Hopi occidentalizado con fama de implacable, traicionero y cruel, la negativa de aceptar favores sexuales de sus chicas le había granjeado su simpatía, porque algo en su andar andrógino y en la pesadumbre de su mirada, cada vez que se alejaba del pueblo para otear el horizonte, le traía a la memoria su adolescente embarazo y el derrumbe emocional y fugitivo drama que lo siguió. Tal vez porque cuando salió el tema de la maternidad de una de las chicas, un atisbo de dolor centelleó en la mirada del nativo americano, justo antes de sacar del local al cliente que había despreciado a los bastardos y a sus madres.

Aquel amanecer como en las mañanas precedentes, la figura del temido hospedado, perfilada frente a la luz naciente, tuvo a la Madame de testigo. Pero esta vez en su silueta vislumbró una feminidad acentuada por sus cartucheras, la melena y los juguetones trazos que el viento dibujaba con su abrigo. Por primera vez y desde ese instante sintió, que por extraño que pareciera, aquel pistolero había sido en otro tiempo una madre adolescente que cargaba, como ella, con el insoportable peso de la pérdida de un hijo. Su intuición nunca le había fallado, y a pesar de la imposibilidad, ahora le cuadraba aquella familiaridad y reconocía en su andar andrógino a aquel joven mestizo que meses atrás guiaba al ejército en la caza de pieles rojas y que le despertó el más profundo desprecio.

Hope Eye Killer, subió como cada mañana a la colina que a la espalda de la ciudad permitía la mejor de las vigilancias, y las señales que anhelaba y temía al fin aparecieron. Tal y como había soñado, bajo un carmesí manto de nubes, en la lejanía se adivinaba un grupo de jinetes. El polvo en el horizonte, creciente, ominoso y silencioso, confirma que en una hora todo habrá terminado. Los rostros de sus pesadillas vuelven con un escalofrío y la trémula certidumbre de que entre ellos estará aquel que le dará muerte, aquel cuyas facciones no sólo se sabe de memoria, sino que además de alguna forma le pertenecen.

Podría haber huido, podría hacerlo aún. Los caballos de sus perseguidores estarán exhaustos y el suyo, fresco y descansado, le daría la ventaja suficiente como para aplazar un momento más el fin. Pero eso no es lo que quiere. Se ha cansado de huir, han sido nueve semanas sin tregua, pero ellas no son las culpables. Parece que toda una vida de consecuencias persigue su culpa, y a su edad, la fatiga de las décadas, se ha cansado de eludir la afrenta de sus hechos. Sobre todo porque la luz imposible de sus ensoñaciones no termina con su muerte, tras dejarse matar por aquel joven que remeda sus rasgos, una paz infinita la arropa y conducida por un Kachina, la vida que le fue arrebatada se despliega y vuelve a ser aquella india andrógina. Sólo que esta vez no hay hombre blanco que aniquile su poblado, ni culpa por llevar en su vientre la semilla de los asesinos de su gente, ni abandono de aquel bastardo para camuflarse, con ayuda de sus rasgos bruscos y exacerbados, en la imagen de la huida que lleva veinte años interpretando.

La fatiga de los muertos dejados en el camino, ya no turba con sus caras; su número curiosamente sí. Se obsesiona con su significado, no con su total. Han sido demasiados y el Kachina, aunque lo ha soñado y lo desea, no será clemente con su alma. Cómo va a serlo, si para sobrevivir ha sido, por más de veinte años, uno de esos mismos monstruos que acabó con su gente. Aunque la venganza diera fuerzas y los cadáveres que dejó en el camino fueran en su mayoría invasores blanquitos y depravados, siente que ha dado un mal uso a su existencia; y esa certidumbre corroe como el peor de los castigos. El fin, ante semejante cascada de recriminaciones, se sigue antojando como el mejor de los caminos. La condena eterna del hombre blanco no tiene ningún sentido para sus creencias hopi, no duda de que habrá sufrimiento en su próxima vida, pero al menos tendrá la paz de poder olvidarse de aquella en la que ahora vive.

No muestra prisa ni ansiedad, al entrar en el local de Madame Rose para recoger sus cosas. Ya lo tenía planeado, pero no encontrarla al saldar su deuda, le causa desazón. Sólo habían mantenido una plática, pero su entereza y determinación en darle hospedaje le había suscitado una simpatía que quería recompensar. Su oro, que alguna vez pensó que iba a usar para vivir sus últimos años, iba a ser su regalo para aquella mujer que aún tenía el coraje de cumplir un sueño, y que aunque fuera simplemente por cortesía, había invitado a aquel forajido, que llevaba décadas representando, a acompañarla en su viaje.

Esperó mientras pudo, su llegada. Después escribió una nota desgarbada y dejó una caja con instrucciones a su nombre.

La calle polvorienta y abrasada por el sol, estaba ya solitaria. Las noticias se propagan rápido gracias a esos cables de los hombres blancos, y medio pueblo ha huido para no ser blanco de una bala fortuita y sedienta de sangre.

Debería apostarse en algún tejado, pero no busca la supervivencia, sino fingir una actitud heroica. Antes del sonido, viene un torbellino de aire viciado y espeso que levanta bruma de arena, tras ella se cuela el primer pistolero. Una vez confirmados sus rasgos, dispara y lo mata atravesando su ojo izquierdo. A continuación, un trío de jinetes a sus espaldas dispara una andanada, mientras descienden y se resguardan para tomar posición y seguir su ataque, en búsqueda de cobijo consiguen herir su hombro, pero no lo suficiente como para que no pueda blandir su winchester.

Una vez inspeccionados los rostros, y por no pertenecer a quien espera, van cayendo uno tras otro, como si fueran un mero trámite necesario para que aparezca la mestiza faz de sus sueños. Dos muertos más y una media hora interminable hacen falta para que lo vea, o eso cree. Lo acompañan dos figuras más, y a su escondrijo se abalanza, a trompicones y sin dejar de clavar sus ojos en aquel rostro, disparando a su entorno para conseguir que quede solo él y tenga que aceptar su reto.

Cuando los revólveres a sus extremos se silencian, sabe que ha llegado el momento. Y lo ejecuta tal y cómo lo soñó tantas veces.

  • ¡Aquí estoy, un duelo limpio, solos tú y yo!

Hope Eye Killer dirige la parsimonia de sus últimos pasos al centro de la calle. El otro, aunque se demora más de un minuto, no deja de hacer lo mismo. La corta distancia permite el reconocimiento. No le sorprende que sus rasgos coincidan con el rostro de sus sueños, sí que en ellos reconozca su pasado y sus propias facciones, y que al hacerlo sienta un vahído de dolor. Piensa, si tiene que morir, que al menos sea en manos de quien puede ser su hijo.

Los años de vigilancia y su mirada periférica, alcanzan a ver a Madame Rose apostada en la ventana, con un rifle. Intuye que va a disparar, que pretende salvarla, pero no puede permitirlo. La rapidez con la que desenfunda le permite acertar en el rifle, la bala de respuesta del otro duelista, acierta en su pecho.

En su caída cree ver al espíritu del Kachina, que ya la espera. Por primera vez en años, siente que es feliz. Después, con el rostro de un hijo ideal difuminándose, pide a los espíritus de sus antepasados por él, y que a ella le permitan ver a sus seres queridos antes de enfrentar el castigo de una próxima vida.

Curiosamente su último pensamiento va dirigido a Madame Rose: “No, no me había equivocado con ella. A pesar de ser una piel blanca, tiene buen espíritu.”

La Imaginada Distopía que Fue y Será

Distopía

Cuentan que un día, hace mucho, mucho tiempo, un sabio vislumbró que la vida no es más que un círculo eterno. Una reiteración infinita de elementos, que terminan por encontrarse. Donde el fin se entrelaza disfrazado, de principio, y donde el tiempo justifica su naturaleza, al develar su querencia innata por el remedo.

Dice la verdad hermética que: el espíritu de aquello que fue, será. Y disuelto entre las grandes preguntas sin respuesta que habían fascinado a la humanidad, la encrucijada que iluminó aquel hallazgo se repitió de nuevo, y con ella, aunque la cara, el cuerpo, la lengua y cultura hubieran mudado de aspecto, el espíritu de aquel sabio y la misma pesadumbre que generaba su inefable certeza. Porque vislumbrar que la vida es un círculo, implica aceptar su inevitable curso.

El desdichado hallador, era esta vez un nimio y vulgar trabajador, de esos que han poblado y erigirán las civilizaciones. Sin mayor orgullo que su anónimo sudor y sin mejor pretensión que sobrevivir a la rutina, a base de sueños.

Nunca había sido el prototipo de ciudadano que se identifica con los valores de su sociedad. Más bien la divergencia entre lo aprendido y lo real, frente a la imposibilidad de sus sueños, le hacía percibir la realidad como una cárcel. Y su única salida, tras muchos intentos y trabajos alienantes, fue satisfecha por la lectura y la elucubración. Así la encontró, mas así fue encontrada por muchos otros en el flujo infinito del tiempo, sin que su encuentro fuera sinónimo de éxito. Porque la capacidad mágica de la conciencia no radica en su hallazgo, sino en su poso. Y en él, tuvo la desgracia o la suerte de encallarse, y su permanencia obsesiva, quizá unida a la carambola de los hechos, hizo el repetido resto.

La idea, lo transformó, y no sólo con juegos mentales e insomnio, sino sobre todo con percepciones, que los primeros días, le hicieron plantearse seriamente su cordura. Como si hubiera abierto la puerta a un conocimiento perdido, o tal vez a un poder ancestral, que para él y en su confusión, no debía diferir mucho de una posesión diabólica.

Por semanas, no supo sentirse más que culpable y raro. Más ajeno que nunca, del resto, de toda esa masa que lo contradecía con sus hechos, sus costumbres y sus creencias. Se decían libres y orgullosos de su democracia, su libertad de prensa, de su lucha enconada contra el terrorismo y de defender los derechos universales del hombre, desde su profundo y religioso sentimiento de amar al prójimo. Pero lo único que hacían era sustentar, con su inopia de televisión, prejuicios y egoísmos, un sistema que estaba esquilmando los recursos naturales del planeta, que forzaba a media población mundial a sobrevivir con sueldos míseros, a morir de hambre o a sufrir guerras por intereses económicos. Mientras ellos sólo se contentaban en consumir, como si en la compra radicara la felicidad, aunque cada día sus derechos laborales o sociales sufrieran nuevos recortes, en pos del insaciable poder financiero, que había puesto copyright, precio y a su servicio, tanto a hombres como a todos y cada uno de los progresos de la humanidad.

Él había sido uno más de ellos, un infeliz más pendiente de sus frustraciones y ambiciones personales que de comprender el cruel, suicida y verdadero alcance del mundo distópico y falsamente libre en el que vivía. En realidad un don nadie como él poco podía hacer para cambiar la dinámica. Lo supo antes de que lo poseyera la idea. Pero siempre, durante aquellos años de infelicidad y rutina, soñó que un suceso heroico cambiaría el curso de aquella sociedad miope y depravada, y se consolaba pensando que sus ojos, con suerte, podrían atestiguar ese día. Nunca se imaginó que sería el único que vislumbraría su llegado, y no sólo eso.

La última semana, las conversaciones durante el trayecto al trabajo se habían intensificado sobre el mismo tema, como un chirrido premonitor. Era la primera vez que los móviles permanecían en un segundo plano, la mayoría apagados. La gente en los vagones del metro se había vuelto dicharachera, como si necesitaran hablar y desahogar con alguien de carne y hueso, su opinión sobre el rumor: ¡Mañana es el gran día!, se decían, buscando entablar conversación. Bastaba la familiaridad de haberse visto en el trayecto y que sonara la cara, para lanzarse a desahogar los miedos e inseguridades. Convirtiendo el ritual cotidiano, en una explosión inesperada de comunicación.

No era sólo que desconfiaran. Se podía afirmar que la paranoia había hecho presa y creencia de esa opinión pública mayoritaria, que ya temía a todas y a cada una de las fuentes, y nuestro protagonista tenía mucho que ver en ello. Nadie creía ya en las versiones oficiales, ni querían aventurarse en las culpas y en las posibles consecuencias sobre las que centenares de webs y redes sociales elucubraban. Y es que las predicciones del extraño hacker, se iban cumpliendo, y lo que en principio resultó brillante y rompedor, ahora daba miedo.

Hace poco buscaban alivio y explicación. Ahora les horrorizaba hallar hipótesis que corroboraran los presagios extendidos, de un próximo y planetario desastre. Casi parecía que por un día necesitaran trato humano, eso sí, para quejarse, clamar auxilio y soluciones inmediatas a los políticos, sin ser capaces de encontrar en ellos la más mínima culpa. Claro que mañana sería diferente, el hacker desconocido iba a lanzar su próximo comunicado, y a pesar del temor, todos estaban deseando saberlo.

La población, un año antes, estaba preocupada por elegir al probado y corrupto gobierno conservador que había auspiciado la última gran guerra del medio oriente y que tras tanta destrucción y muerte, prometía reconstrucción y trabajo. Ahora la cadenciosa retahíla de desgracias planetarias los tenía desconcertados y acongojados. Hacía una semana, la naturaleza había barrido con una inesperada subida del nivel del mar, la misma capital inglesa, Londres, tal y como el hacker había predicho. Las cuatro catástrofes precedentes en forma de terremoto, volcanes, inundaciones y un meteorito, las había insinuado, con datos que las fuentes oficiales siempre desacreditaban por ambiguos y anticapitalistas. Quizá porque además de las supuestas profecías, relataba supuestos crímenes contra la humanidad orquestados por las potencias, como la propagación del SIDA, o la preparación de atentados y la creación interesada y financiamiento de las últimas guerras ocurridas en el mundo

Nuestro joven sabio, no necesitaba dejarse llevar por rumores. Sus pesadillas inconexas e inescrutables, ya no lo eran tanto. Al principio no entendía aquellas visiones de gentes y catástrofes que no podía reconocer por sus lecciones de historia, hasta que aprendió que no hacía falta. El atrezzo y los personajes cambiaban, pero el mensaje de aquella ciudad amurallada y tragada por las aguas, que soñó una semana antes, se completaba con voces que parecían desentrañar y confirmarle su intuición, haciendo surgir en su cabeza un significado profético y vigente. Ese que tras la vigilia del sueño, le hizo saber que Londres, en poco menos de una semana, iba a sufrir dicha suerte. Ese que a través del hacker, como había hecho antes, compartía con el público.

La avalancha de realidad intangible, no se detenía en las noches. Su resaca comenzó a reproducirse en el más mínimo acto cotidiano, adquiriendo manifestaciones diversas y torciendo el placer del conocimiento, con el pavoroso sabor de aquel que ha perdido el control de su vida, y aún así halla en el hecho un poso masoquista y complaciente. La dimensión inextricable del don lo conectaba con la crudeza de los hechos, como si lo poseyeran las aristas pormenorizadas de cada punto de vista. Su alegría o desasosiego resultaban accesorios, y pronto comprendió que la culpabilidad primera o el desprecio posterior y conmiseración hacia sus semejantes, eran etapas que lo condujeron a aceptar su papel con una aceptación fervorosa y creyente.

Hoy, gracias a que su febril iluminación le susurra el inminente desenlace, no puede evitar sentir una profunda pena. Aunque la mixtura agridulce del discernimiento también le deja la abisal tristeza de aquel que por primera vez comprende el alcance de la creación, y a pesar de su belleza, le asusta su peso. Porque él ya ha aceptado su destino, pero millones de personas lo sabrán mañana. Había barajado la opción de callarlo, pero el poder lo empuja. La civilización tal y como la conoció dejará de existir, inocentes y culpables pagarán el precio de actuar en contra de la naturaleza, pero de la debacle y gracias a su aviso, unos pocos se salvarán y gracias a ellos surgirá una nueva humanidad, tal y como supo aquel primer y ya lejano sabio.

Lo único que lo asemejaba ya con el resto de las personas, eran la ropa y sus escasas pertenencias, esas que ya no le importan y a las que va a abandonar, para subirse a un avión. Sabe que no hay salida, pero al menos quiere elegir el lugar de su muerte. Anoche lo soñó de nuevo. Falta poco. Sí, muy poco.

Antes de enviarle todos los detalles al hacker, una frase le viene a la cabeza, no puede asegurar si es producto de sus recuerdos y lecturas o del poder:

“There´s nothing knew upon the earth and all novelty it´s but oblivion”.

Comprende que la razón carece de importancia, al menos, como imaginaba, va a ser testigo del cambio. La destrucción llegará, pero todo comenzará de nuevo, y aunque él no pueda ser parte, saberlo le hace sentirse extrañamente feliz y en paz. Sí, una civilización egocéntrica y malvada va a perecer, pero otra cargada de esperanza renacerá. Todo, como el círculo de la vida y el tiempo, comienza de nuevo.

Confesión de un Corruptor de Políticos

Huido

Toda mi vida supe que sería famoso, no haberlo sido hasta hoy por circunstancias tan opuestas a mis fantasías, ha favorecido mi anónimo derroche de lujos. Viví tal cual viven los famosos, cuya notoriedad esquivé, pero cuyo estilo de vida compartí.

Siempre permanecí en segunda, tercera o cuarta fila. Guarecido, seguro y más voraz que todos aquellos que copaban el poder y el foco público, para hallar, en las ventajas de su posición, las decenas de triquiñuelas que con su complicidad, nos garantizaran un beneficio incesante e impune.

En mi exitosa trayectoria he conocido a grandes mujeres y hombres, cuyos nombres se asocian con decoro y pompa, como presidentes, ministros, artistas y banqueros. Reconozco que al principio se me aceleraba el pulso y hasta me temblaban las piernas. Pero el adorno de su fama sólo impresiona las primeras veces, cuando uno está verde. Después sólo es su capacidad de poder, lo que se antoja.

Cuando conocí al primero presupuse, como cualquier ciudadano medio, que la altura de su posición se equipararía con su inmaculada valía y rectitud, por ello tanto llamaron mi atención y me confundieron, sus debilidades. Yo no era más que su chófer, y la mía irónicamente tras ser sorprendida, en lugar del despido me abrió la puerta de la suya, que resultó ser compartida y no la única. A partir de entonces yo fui su “dealer” y cuando su onza me fue intervenida por la policía y me hizo perder el trabajo y probar la cárcel, la rabia por sus palabras de indignación y desprecio a la prensa porque alguien que trabajaba para él fuera un drogadicto, me hizo, durante aquellos 16 meses privado de libertad, recapacitar y comprender.

Claro que su comprensión llegó un pelín tarde, aunque al menos visto con perspectiva me evitó optar a un primer plano, porque hasta ese entonces yo más que nada soñaba con la fama y con mis antecedentes eso ya no sería posible en política, a pesar de mi casi terminada carrera de abogado y mis planes. Pero los frutos que la vida me ha dado, me han hecho apreciar la planificada voluntad de mi destino. Al menos no podrán acusarlo de dejar de cobrarme entonces su precio, y como ya saben, en éste para mí maldito ahora.

Al recobrar la libertad vislumbré, que adecuadamente tratadas, aquellas debilidades serían mi ascenso y mi seguro, porque en ellas hallaría las claves que me darían acceso, no sólo a ellos, sino a crear la atadura que aseguraría los numerosos negocios que por su mediación, mi mente planeaba.

La droga que había sido mi puerta de salida, una vez eliminada de mis necesidades, también supuso la de mi nueva entrada. Fue fácil, más de lo que me había imaginado, bastó con sondear antiguas puertas y ofrecer con discreción, calidad y buenos precios. Los secundarios no tardaron en hacerme alcanzar la confianza de un subsecretario de Estado, después, unas grabaciones comprometidas sirvieron para hacerme ganar un “concurso” y mi primer gran contrato.

La droga es un hilo conductor, pero el único importante y semejante a prácticamente todos es el dinero. El peso de sus diferentes egos, vicios y “extrañas aficiones” puede que directamente no apunte a él, pero sin duda es el único medio que conocen, anhelan y persiguen para satisfacer sus debilidades. Así que para ir escalando no me conformé con un puñado de contratos, unas cuantas sociedades y una vida resuelta. Igual que ellos, cuanto de más alta posición eran mis relaciones, más lujos y espejos encontraba en mi ascenso, en los que quería mirarme e igualar. Mi ventaja era que yo no tenía que responder a una ideología, estructura política o al control mediático. Mis servicios se diversificaban y atendían a un interés común, unas veces hacía de enlace entre aquel empresario que tiene dinero y un cargo que puede adjudicar una obra, otras conseguía testaferros en paraísos fiscales para ocultar el dinero de ambos, incluso podía facilitarles la discreción y privacidad de una fiesta tumultuosa, sin escatimar en seguridad, droga y sexo variado. Y a cada paso del camino iba acumulando grabaciones comprometidas, que podían dormir durante meses o años, pero que llegado el momento terminaban por reglar relaciones y compromisos, cuando los poderosos pensaban que yo ya no era necesario.

El número y nombre de los implicados fue creciendo a lo largo de los años, así como su pedigrí y caché. No creo que en mi lista falte ningún segmento importante de la vida social: jueces, políticos de todo signo, directores de periódico, futbolistas, nobles, empresarios, militares, actores, cantantes, millonarios, presentadores de televisión… Por ello me resulta tan difícil creer en lo que me está pasando.

Cuando mi cara salió en televisión y en la prensa internacional, yo estaba en el otro lado del mundo, y allí seguiré, seguramente ilocalizable. Porque no se atreverán a encontrarme y a dejar que exponga todo lo que sé, no simplemente por mi boca, sino por el material sensible que saldría a la luz pública, no sólo de gente importante de mi país, sino de dirigentes y grandes famosos de todo el planeta. Esa sigue siendo mi seguridad y mi arma secreta, preparada para que copias de todo el material lleguen a muchos medios y personas en caso de mi muerte o apresamiento.

No me escandaliza lo que ha salido en la prensa y televisión, lo dicho sólo es una pequeña porción de la verdad. Pero me indigna que al final tenga que huir y recluirme como un hombre corriente. Tal vez pierda calidad de vida, patrimonio y parte del dinero, quizá hasta deba sufrir algún ajuste de cirugía estética, pero estén tranquilos querida Opinión Pública, las gentes como yo no vamos a la cárcel. No somos tan diferentes de los famosos y grandes dirigentes políticos, sabemos mucho y tenemos muy buenos contactos.

Me han defraudado, y por ello se lo comparto. Sé que de todas formas no podrán cambiar mucho, si acaso un voto. Pero también me aseguro de que todos los que me conocieron teman. Aún no diré nombres, pero si caigo, esperen una larga retahíla de sorpresas y escándalos, con drogas, recalificaciones, robos, asesinatos, pederastia y lujo, mucho lujo y grandes nombres implicados. Supongo que muchos estarán deseando que algo así pase. Pero les advierto, es poco probable. La vida real es más pragmática y retorcida que las películas, sobre todo cuando de política, dinero y corrupción hablamos. ¿Si supieran cuántos escándalos se han solapado…? Probablemente habría revueltas en todo el globo, aunque seguramente preferirían no creerlo, es lo que durante toda su vida les han enseñado.

El Hombre que Caminaba sobre la Luna

El Hombre de la Luna

El hombre corriente mira a la Luna y se imagina que la alcanza, el loco o el extraordinario da un paso más, y elucubra con el aspecto que tendrá su hogar visto desde la Luna misma. Hoy las sondas espaciales y los satélites han disuelto con realidad la osada maravilla de aquella imaginación. Pero hace unas décadas, cuando la ignorancia del espacio era norma, conocí a un hombre que poseyó tamaña osadía y que afirmaba, no sólo practicarla, sino haberla logrado.

Las habladurías del pueblo añadían, a las muchas otras hazañas que desparramaba en sus paseos, detalles que su desmemoria rechazaba con vehemencia. Porque aunque cada día que los veía los saludara como a desconocidos, no se dejaba embaucar por los añadidos que de sus propias historias oía, y aunque asombrado de que conocieran sus vivencias y anteponiéndose a su naturaleza huraña, para rectificar a sus paisanos les relataba, palabra por palabra, aquel sueño vívido que estaban deformando, sin añadir una coma y sin jamás variar un ápice su relato.

La primera vez, oí su imagen de labios de mi abuelo. Lo conoció en otro tiempo, y su coraje al relatar las burlas de los chiquillos, denotaba una cierta pena y una advertencia severa hacia nosotros, como previniéndonos de que si se enteraba de que alguna vez hacíamos lo mismo, se avergonzaría de que fuéramos sus nietos. Su descripción física y moral de aquel mozo que una vez fue su amigo, no evitó que yo lo imaginara anciano, decrépito y más mugriento que aquel trapero que con su mulo y su carreta, rondaba cada semana las calles del pueblo. Por eso me sorprendí tanto al conocerlo.

Sabía dónde vivía, su casa subida a un montículo y rodeada de lo que debió ser una amplia huerta y que entonces era una extraña mezcla de basura y malas hierbas, estaba al final de aquel baldío donde mis amigos y yo solíamos jugar, y del que nunca lo vimos salir. Rara vez encendía la luz, y cuando aquello ocurría no faltaba algún compañero de juego que empezara a relatar su locura y las veces que lo habían encontrado en el paseo del pueblo, extrañados de que aún no me lo hubiera topado. Yo entonces, azorado, concebía algún recado olvidado y los dejaba con el chisme a medio hacer, corriendo, sin saber muy bien por qué, dolido y con una incómoda sensación de culpa, que sólo se disipaba al vislumbrar mi casa.

Resulta curioso cómo al volver la vista atrás, refulgen los detalles pasados por alto. El día del encuentro había soñado mucho, pero su fuerza tan cotidiana en la niñez y hoy perdida, no parecía ser más que un juego desvinculado de la realidad que me encontraría esa tarde. Ahora sé que no era así, o acaso el sueño de aquel día, en el que alcanzaba la Luna, no es más que una creación urdida por mi juguetona memoria y la escurridiza lejanía del pasado.

Era domingo y como era costumbre me había arreglado para desfilar con los amigos y gastar la pequeña paga semanal en chuches y aviones de plástico, cuando, entre vuelta y vuelta por el paseo del pueblo, la chiquillería comenzó a correr para unirse a una pequeña congregación que seguía a un hombre. La distancia me impedía distinguir sus rasgos, pero un vuelco en el estómago me bastó.

Supe que era él, pero esta vez mi negativa no podía engañar a mi primo que no sólo se burló de mis huidas, sino que me agarró y a empellones me obligaba a unirme al espectáculo. Su corpulencia y edad, que nos separaba por dos años, se unió a las ganas que me tenía desde la mañana por una regañina recibida y de la que me creía causante. Forcejeé, pero a mitad de camino y cuando ya me sentía vencido, algo ocurrió. Siempre pensé que fue la manera en que destrozó mi avión de juguete recién adquirido, pero hoy recuerdo un comentario doliente como desencadenante de mi pronto violento y audaz. No sé muy bien el orden, sé que incluí arañazos, patadas y manotazos, pero lo que importó fue el resultado, y en éste él se vio en el suelo y yo en su pecho, poco antes de salir zumbando, con sus gritos y amenazas desvaneciéndose en mi carrera.

Había caído el sol cuando con las primeras sombras oí un ruido. Como solía, cuando me sentía triste, enfadado o incomprendido, me había escondido en mi refugio, una casa abandonada con un amplio jardín que por su fama rara vez y sólo en grupo los chiquillos se atrevían a visitar, pero que para mí significaba intimidad y una privacidad que sólo ese día tuve que compartir. Mi sien izquierda se aceleró y mi aguzado oído guió mis movimientos silenciosos al incorporarme y buscar un escondite. Pensé que sería mi primo o algún amigo, pero la figura que perfiló la luz de la Luna y que se sentó en el mismo lugar que yo había ocupado era la de un hombre, que aunque veía por primera vez, no tardé en reconocer.

—¡Hola, espero no molestarte! Yo también vengo a este lugar cuando necesito pensar, si te incomodo me marcharé, si no es así te puedes acercar, quizás nos haga bien un poco de conversación.

Tardé en salir, pero no por miedo. Me detuvo la revisión de sus rasgos, porque algo en esa afabilidad enigmática que parecía encauzar la luz Lunar, me resultaba demasiado familiar para ser la primera vez que lo veía. A pesar de que la edad era evidente en su plateado cabello, sus facciones tenían un algo intemporal y una expresión pícara de adolescente que no tardó en generarme confianza. Sin mediar palabra, y mientras él parecía escudriñar el plenilunio, me senté a su vera.

Debieron pasar minutos antes de que nuestros ojos se encontraran. Su mirada estaba clavada en la Luna, como si nada más existiera, como si hubiera olvidado que yo estaba allí o como si, de alguna forma, una parte de él se hallara muy lejos de allí. Al principio lo imité, pero la noche y sus estrellas no me cautivaban más que aquel rostro, al que terminé dedicando mi entera mirada, fascinado por aquella familiaridad que musitaba un inaprensible misterio.

—¡Qué maravillosa es la Luna!, ¿no crees? ¿Has estado allí…? No, claro, supongo que dirás que no, como todos esos que hoy se burlaban de mí. Pero tú eres diferente, lo siento, lo sé, ni siquiera te importuna mi ropa vieja y descuidada. Creerás que soy un loco, pero me resultas familiar ¿nos conocemos?

—No, no creo señor. Quizá me ha visto antes aquí, como dice que de vez en cuando viene…

—Lo recordaría, porque hasta este día siempre he venido en sueños, y los sueños son lo único que recuerdo con claridad. La vida de diario, no sé por qué, se me olvida, como si se hubiera tornado una pesadilla olvidadiza y difícil de recuperar. No sé si me entiendes.

—Claro, eso es lo que a veces me pasa a mí con los sueños y lo que creo que le pasa a la mayoría de la gente. Es como si los sueños se hubieran vuelto su única vida de verdad.

—No es cómo, es que los sueños también son realidad, lo que ocurre es que al despertar lo olvidamos. Yo sin embargo he conseguido lo que el hombre corriente sueña, quizá por eso me cuesta tanto recordar cuando estoy despierto y por eso escribo en papel cada uno de mis sueños. Por ejemplo mira arriba, ¿te gustaría visitar la Luna, verdad?, pues yo lo hago cada noche, pero aunque es maravillosa, lo más grandioso es ver la tierra desde allí arriba. Te voy a contar uno de mis sueños, escucha: “La agrisada superficie de la Luna posee miles de tonos multicolor cuando caminas sobre ella, pero es nuestro hogar, el azulado planeta Tierra, lo primero que capta nuestra atención…

Supongo que los ojos del niño que fui debían expresar fe y entusiasmo, porque su relato pormenorizado y alegre se demoró en detalles que no siempre yo exigía, pero que sin duda me hicieron pedir más y quejarme cuando, tras más de 13 relatos, afirmó que ya era tarde y se iba.

Mi ensimismamiento estaba tan apegado a la fantasía que desbordaba mi imaginación, que en el camino de regreso a mi casa, no reparé ni por un segundo en la hora. Descuido que mi madre y mi abuela, con sus alharacas dramáticas e indignadas, cuando me vieron enfilando la calle, me hicieron pagar con regañina y azotes por llegar cerca de la una de la noche. En mi defensa no aduje más que el altercado con el primo, y en lugar de la costumbre de llorar y quejarme, me mantuve sereno y sumiso, circunstancia casual que a partir de entonces me enseñó la estrategia perfecta para acortar los rapapolvos. Pero aquella noche la única prioridad era ir a la cama, el inflexible mandato de las matriarcas mientras el resto de la familia disfrutaba, a la puerta del hogar, del alivio nocturno del verano, no fue en modo alguno un castigo, sino la concesión de una urgencia placentera.

Nada más terminar el encuentro, mi mente sólo pensaba en dormir. Deseoso de seguir los pasos de aquel soñador y poder contemplar yo mismo aquellos templos gigantescos, que según él, habían construido los mismos dioses en la Luna, para después sumergirme en el océano y bucear entre los restos de civilizaciones perdidas, antes de que el hombre creara la historia. Pero los nervios, quizá por su advertencia de que dominar los sueños nos lleva a desapegarnos de la vida material, como era su caso, y el miedo de ser el causante de que la vergüenza y la mofa cayeran sobre mi familia, me produjo insomnio y una vez dormido, pesadillas.

Los días siguientes no fueron diferentes, aunque en la vigilia pasara horas sin fin imaginando la hazaña de sus relatos conmigo de protagonista o acompañante, porque las noches se llenaban de nervios y sueños extraños, muy diferentes de mis típicos sueños en los que conseguía volar y convertirme en el primer niño superhéroe. Esos días estuve raro, mi madre pensó que tal vez tenía anemia porque rehuía a mis amigos y siempre andaba solo y meditabundo. Lo cierto es que buscaba la soledad para, en el momento en el que nadie me observara, dirigirme a mi refugio, con la esperanza de que “el hombre de la Luna” volviese; pero nunca volvió.

La noticia de su fallecimiento me la dio mi primo semanas más tarde, con ese brillo malicioso que despedían sus pupilas cada vez que buscaba animales a los que maltratar. Supongo que fue la última vez que corrí al huir su nombre y, como no podía ser de otra manera, fui a mi refugio. No era el primer contacto con la muerte de mi corta vida, pero sí me sorprendió la hondura del golpe y el sentido llanto que solté aquella tarde. No podía quererlo como a mi tía o a mi abuelo, pero había soltado más lágrimas por él, que por ellos. Como si algo hubiera cambiado en mí en aquellos días, como si de alguna forma el total de la experiencia fuera un curioso y anómalo paso de aprendizaje y maduración. Por extraño que pueda parecer, el caso es que así fue, el niño juguetón que fui no dejó de serlo en lo esencial, pero cierta inocencia perdida y una madurez repentina aparecieron desde entonces en mi carácter.

Al abandonar mi refugio anduve sin rumbo fijo, aliviado, triste, y a la vez contento de haber disfrutado de aquel contador de fantasías vivaces y maravillosas, aunque sólo hubiera sido una larga tarde de verano. Aquel loco para todo un pueblo, que contaba sus visitas al interior de las cámaras secretas de las pirámides y sus encuentros con alienígenas, había sido para mí una especie de maestro, un ejemplo inasumible e inspirador, como mirarse en un espejo imposible e insensato que la benevolencia de un niño había transformado en magia. Aún hoy siento que de alguna forma me dio un regalo inefable. Quizá ese que explique mi tendencia a soñar con lo imposible y a contar historias, como si él y yo hubiéramos sido o fuéramos la misma persona.

Mis pasos, medidos por una voluntad inconsciente, me despertaron frente a su casa. Había alboroto y ruido de gente en su interior, supuse que serían sus herederos, ávidos de entrar en una casa a la que nadie había accedido en años. Fuera, había una pequeña lumbre que un hombre alimentaba con lo que parecían ser montones de papeles viejos y revistas. Imaginé que entre ellos estaría el pormenorizado relato de sus sueños, ese legado que orgulloso sentía que rehabilitaría su fama y que le otorgaría un lugar de honor entre los hombres de todos los tiempos, ese compendio de fantasías que un día prometió dejarme leer.

No pude dejar de intentarlo, aproveché que el hombre que alimentaba el fuego abandonó su puesto y salté la valla de la huerta para después correr sin dudar hasta el fuego, pero justo cuando me inclinaba a revisar el amasijo de papeles que aún estaban intactos, un grito de denuncia seguido de maldiciones me forzó a escapar por donde había entrado. Esperé agazapado a una prudente distancia, hasta que el atardecer hizo acto de presencia y con su llegada un viento repentino me hizo llegar un resto de papel quemado, que guardé. Sólo entonces el hombre descuidó su hoguera y se metió en la casa. Acercarme, sólo sirvió para atestiguar que sólo quedaban cenizas.

Aquel trozo de papel quemado, que todavía conservo, tornó mi vuelta a casa un tanto menos agridulce. Demoré su lectura hasta que estuve sólo y encerrado en el baño, y aunque su texto estaba incompleto, recordaba todas y cada una de las palabras que conformaban su relato.

Comenzaba así: “La agrisada superficie de la Luna posee miles de tonos multicolor cuando caminas sobre ella, pero es nuestro hogar, el azulado planeta Tierra, lo primero que capta nuestra atención…

A la memoria de G.

Carlos Castaneda, entre La Magia y La Sospecha

La Magia de Carlos Castaneda

La Magia quedó recluida, mucho tiempo ha, en el reino de la imaginación. Coto reservado para niños, soñadores y enfermos que perciben lo que la ciencia niega que, más allá del interior de sus cabezas, exista, y que explicaría algunos casos de enfermedad mental. Aquellos en los que sólo se pueden mesurar las sustancias segregadas y las zonas de actividad, pero no las causas, porque no hay un patógeno objetivo y físico que justifique las percepciones que causa. A ese limbo sin ley ni justificación cósmica, quedaron relegados los duendes, hadas, seres primordiales, fantasmas, psicofonías, premoniciones, brujas, alquimia, chamanes y druidas, fruto al parecer únicamente de nuestros juegos mentales y de la química neuronal. Las leyes de la física lo explican todo y aquello que no alcanzan a probar con sus hipótesis, lo explicarán algún día con la suma de tiempo, conocimiento y estudio científico. Esa gran verdad es real, desgraciadamente, porque así lo creemos todos.

Esa certeza ilustrada, madre del progreso tecnológico que vivimos, nos ha convencido de que todo aquel fenómeno que no entra en su estudio y al que no puede aplicar su base científica, no es más que superchería. Coletazos de aquellas creencias y costumbres de las sociedades que nos precedieron, a las que los planes de estudio nos hacen ver como ingenuas, atrasadas y crédulas, guiadas por dioses falsos y chamanes que meramente se apoyaban en la superstición y la falta de instrucción de su pueblo, para sembrar humo y artificio que alumbrara y justificara el poder que por su preciado, aunque escaso conocimiento del mundo, ostentaban.

El maniqueísmo se inculca fácil cuando no quedan testigos y su justificación te incluye como perteneciente a una civilización superior. Pero resulta naif, simplista e ilógico deslindar la grandeza de conocimiento de grandes hombres como Platón, Pitágoras o Cicerón y a la vez denigrar la ideología, los valores y las creencias de la sociedad en la que estos surgieron, más aún cuando su forma de llegar a ese conocimiento se instrumentalizó en escuelas de aprendizaje que entrelazaban en sus rituales iniciáticos el conocimiento y el misticismo como un todo. Si nos maravillan sus resultados, es incongruente denigrar su método simplemente por el hecho de que hemos perdido su conocimiento y nuestro único punto de vista, la ciencia, no lo contempla ni comprende.

El ser humano no era más tonto en el pasado, ni es más inteligente en la actualidad, quizá el nivel de instrucción e ignorancia ha variado ostensiblemente, pero también lo ha hecho el procedimiento y los caminos de la sabiduría. Pecamos de creer que el camino del hoy es el único válido, pero las documentadas curaciones de cáncer y de otras mortales enfermedades logradas por Paracelso un confeso alquimista, por poner un simple ejemplo, señalan que hubo otros, perdidos como el camino que llevó a los mayas a su perfecto conocimiento de la astronomía. Inexplicable careciendo de tecnología y por la mera contemplación, como afirma la ciencia moderna, puesto que sus conclusiones alcanzaron a dibujar el ciclo cósmico de 26.000 años que traza el sistema solar a lo largo de la Vía Láctea y que coincide con la precesión de los equinoccios que ejecuta la tierra en un ciclo completo a los doce signos del zodíaco, curiosamente equivalente al año platónico, y que la ciencia actual cuantifica aproximadamente en 25.776 años.

Imaginen ahora a un antropólogo criado en el método científico, quien en el año 1968 publica un libro que intenta ser un estudio de campo sobre el chamanismo, con gran éxito tanto a nivel académico, como popular y de crítica, pero cuya negativa a presentar al chamán protagonista para evitar que sea tratado como una atracción, genera una campaña de desprestigio y ninguneo a sus contenidos, que se intensificará y crecerá con cada uno de sus libros. Sobre todo porque si en el primero las experiencias podían achacarse al uso de psicotrópicos como el peyote o el toloache, en el resto, las experiencias paranormales van aumentando su calibre sin que intervengan más plantas de poder, además de que el tono abandona el academicismo primero y a pesar de las dudas del protagonista, el mágico mundo de su maestro toma un ámbito de realidad que no es ilusorio ni fruto de los caprichos de su fantasía, al menos si decidimos creer su testimonio, que siempre calificó sus libros como no ficción.

Carlos Castaneda fue aquel joven universitario desacreditado por el academicismo y vilipendiado por ensayos, libros, artículos y webs que desde la óptica científica creyeron encontrar pura elucubración y rastros de plagio en sus obras. Desde retazos de libros sobre misticismo de la cultura japonesa y la hindú, a frases de la filosofía e intelectualidad de su tiempo. Pero también se convirtió en mito, un gurú de la New Age y de un nuevo misticismo que intentaba rescatar ese conocimiento perdido que aún atesoran chamanes y tradiciones de la América profunda, con la noción de que la realidad ordinaria no es más que aquella que, como miembros de una cultura, hemos aprendido a percibir a través de nuestro sistema cognitivo, pero que existen muchas otras realidades que pueden ser experimentadas si se aplica la conciencia y la intención adecuada, usando otro sistema cognitivo, ese que aplican los chamanes y que les permite ver fluir la energía fuera de las ataduras de la socialización y la sintaxis.

El documental Tales from the Jungle: Carlos Castaneda, producido por la BBC en 2007 expone testimonios de compañeros de universidad, amantes, seguidores y familia para exhibir las pruebas concluyentes de que su muerte en 1998 por cáncer probó que él no se había convertido en chamán y que todo había sido un fraude, lo que provocó el supuesto suicidio de su círculo interno que desapareció desde ese día, como probarían los únicos restos encontrados de su hija adoptiva y también supuesta amante, Patricia Partin, en el desierto del Valle de la Muerte, en California. Pero a pesar de que el foco se centra en esa parte oscura de un hombre obsesionado con el sexo y que ha creado una especie de secta en la que él mismo se cree su patraña, no para de llamar la atención cómo su primera esposa, Margaret Runyon Castaneda, su hijo adoptivo CJ Castaneda y la Dr. Margarita Nieto, de la California State University, al recordar el supuesto encuentro de Carlos Castaneda con Don Juán, reconocen la genuina impresión, el cambio producido en él desde entonces, sus viajes continuados durante años y la posterior crisis y miedo producidos por penetrar en un mundo en el que las experiencias fuera de esta realidad se sucedían sin mediar el uso de drogas.

Algo le aconteció, aunque sin duda es más fácil agarrarse a sus contradicciones, al secretismo voluntario que lo rodeó y que le hizo huir de entrevistas y fotografías, que contemplar la mágica posibilidad de que sus 13 años de aprendizaje sobre el misticismo tolteca, aunque su maestro fuera de origen yaqui, como él afirmara siempre, pudieran tener un poso de verdad, más allá de que la elucubración y el ego le hicieran perder el contacto con la verdad.

La complejidad y congruencia del mundo chamánico exhibido en la totalidad de su obra resulta casi imposible como fruto de la mera imaginación, aunque puede ser contemplada como prueba irrefutable del plagio hacia el misticismo de otras culturas, obras y épocas, pero también puede indicar su veracidad por los paralelismos que todo estudioso de los textos esotéricos encontrará en las tradiciones herméticas de Grecia, oriente, África o América. La decisión final, dependerá de la elección privada de cada lector.

Pero más allá de valoraciones sobre su realidad o ficción, sus libros muestran a un brillante narrador con historias llenas de magia y de experiencias fuera de esta realidad con seres intangibles, dimensiones paralelas, viajes en el tiempo, chamanes que burlaron a la muerte, uso de los sueños como herramientas de poder, bilocaciones, dobles energéticos, puertas entre las realidades y decenas de procedimientos para equilibrar la energía y ganar conciencia. Quizá su testimonio, siempre aferrado a que sus relatos eran producto de la experiencia, podría ser catalogado por la ciencia como enfermedad mental. Pero aquellos que hemos experimentado experiencias paranormales, sin uso de sustancias, quizá sólo veamos un poso de verdad, ese hilo, que más allá de excesos y alguna posible mentira, comenzó con la aproximación a un conocimiento que la cultura occidental y científica, hace mucho tiempo ya, ha perdido.

Escribir, entre la Mediocridad y la Osadía del Futuro

Escritor

Ser escritor nunca fue tan democrático. La nueva realidad virtual, con las plataformas de libros digitales, redes sociales y la facilidad para la autopublicación, ha posibilitado que cualquiera pueda ofrecer al mundo sus escritos. Hasta mediados del siglo XX las editoriales atendían por sobre todo a la calidad literaria. Luego la impregnación de este mundo globalizado que transfigura todo aquello que toca a su imagen y semejanza, impuso la idea de que lo relevante no es tanto el contenido sino la aguda estrategia de ofrecer un producto, tan bien definido, que el segmento del mercado al que va dirigido terminará comprándolo.

Entrar en ese coto reservado implicaba tener el oportuno don de haber publicado unas décadas atrás o la virtud publicitaria de ser un simple famoso. En su carestía, tener la habilidad de trabajarse buenos contactos en el mundillo, sino ganar un concurso, y en último extremo, jugar a la azarosa casualidad de que tu libro fuera el producto y tú la posible marca, que en ese preciso instante buscara una editorial. La calidad pasó a un segundo plano, y vino aparejado el drama de que aunque aparecieran buenos narradores como Paul Auster, serlo no implicaba lograrlo, porque ayudaba más parecerlo, y en tales circunstancias pseudo literatos como Pablo Coelho se hicieron reyes.

El público manda, y en su democracia comprendo que existan y triunfen aquellos que tienen eco y vendan, pero su éxito no invalida la lucha por el arte y el encuentro con los libros que, como los grandes autores clásicos, no buscan la venta sino destilar los recovecos de la vida y el alma humana, sin fórmulas manidas y falsos misticismos de bolsillo. Ahora que hay más democracia y que todos podemos ser escritores, los extremos serán más amplios y variados, aunque la mayoría no pueda evitar deslindar su mediocridad como reflejo de esta sociedad en la que hemos surgido, y de cuyos signos de pertenencia es tan difícil desmarcarse.

Escribir es un hecho tan cotidiano, que ejercerlo con asiduidad, no significa y menos garantiza, la obtención de su maestría. Cualquiera sabe escribir, al menos si ha sido alfabetizado. Su uso como objeto administrativo y de comunicación, solo incrusta en el habla reglas, términos y giros adaptados a según qué medio y público. Circunstancia que convierte al hecho manuscrito, en un mero e instantáneo filtro formal de nuestra capacidad de comunicación. Algo que todos sabemos hacer, pero no con la misma soltura, picardía, lógica y timidez.

Su analogía no difiere del uso del video y la fotografía, accesible para todos desde hace poco tiempo, circunstancia que no convierte a sus poseedores en directores o fotógrafos, pero sí explica en las redes sociales y en internet, el auge por doquier de aquellos que claman ser escritor. Supongo que con la accesibilidad actual, una familiaridad similar a aquella de la que goza la escritura y el tiempo, harán que muchos otros de las generaciones venideras se autoproclamen directores de cine. Lo que en el sentido estricto demuestra que todos podemos escribir. Tema diferente será su calidad e interés. Pero sí alegra comprobar que el amor a la literatura, parece más vivo que nunca y que quizá la autopublicación y los sueños de fama han democratizado la expresión y el campo para expresarse y considerarse artista. Porque, qué es la escritura, sino una necesidad de contar, justificar el vivir y darle lustre, resquemor y mimo, a lo vivido, y a lo que nunca viviremos.

Claro que una cosa es el ego o la necesidad, y otra bien diferente que su afección nos confiera la maestría del relato. No es una cuestión de inteligencia, estudios o condición, aunque los cúmulos de lecturas y su ejercicio, ayudan. Pues hasta iletrados, como Driss Ben Hamed Charhadi con la transcriptora ayuda de Paul Bowles contó la historia de su vida en la genial “A life Full of Holes”, probando ser poseedor de esa sensibilidad que sabe rescatar y coloca con dibujada o realista maestría sus pensamientos, creando una estructura que no sólo remeda un aspecto de la vida, sino que de alguna forma nos los hace percibir como propios, aunque su inefabilidad esté hecha de sueños; rotos en este caso.

Una mayor elocuencia verbal, sin duda, puede ayudar a pulir y afilar una prosa, pero la persona introspectiva, no por la condición de su carácter, deja de ser incapaz de mostrar en el ejercicio de un escrito, su reservada y a veces sorprendente brillantez. Porque escribir no es más que saber comunicar un mensaje y la práctica del día a día nos prepara para su logro. Su sencilla audacia sólo consiste en dar forma y estructura a nuestros pensamientos. Tarea diferente es la de perseguir la capacidad de estilizar y amalgamar simbolismos con mensajes complejos en torno a una historia que enganche a un lector y le haga soñar e imaginar, no sólo sobre lo escrito, sino sobre él mismo y sus secretas inquietudes. Porque ese y no otro es el común, indeleble e inexpresable denominador, que como espejo mágico comparte todo aquel escrito que por derecho propio, entra en la categoría de lo que llamamos Literatura.

La genialidad de engarzar en un mensaje varios otros, complementarios, antagónicos y elusivos al primer vistazo, pero perennes y descifrables a los ojos sensibles de un lector extraño; no es fruto de una simple convicción, sino del peso de la vida o de su aprendizaje y juego. Tener veinte años comprime tus posibilidades porque tu misma frescura restringe la densidad y la cantidad de elementos con los que trabajar. Esos mismos elementos, años más tarde enriquecerán sus aristas y mostrarán significados desconocidos en el momento de su concepción. Pero, aunque de seguro las obras tardías tendrán más profundidad y pliegues, el regalo de la perspectiva tampoco es indispensable para saber ejercitar con maestría la construcción narrativa. La genialidad temprana y el dominio del lenguaje y la estructura en los primeros relatos de Truman Capote, así lo demuestra. Pero hay que saber deslindar ilusiones, sueños y ego, de la calidad objetiva de nuestra escritura. Sobre todo si la pretensión es creerse un genio que no necesita conocer y leer a escritores reputados, fruto de confundir la elucubración e imaginación propia con un don innato que por sí solo pare arte. Escribiendo sin más plan que unas ideas generales y sin más motivo inconsciente que el llenar con fantasía una evidente falta de comunicación. En el otro extremo están aquellos cuya perspectiva les hace suponer que la fuerza de lo vivido puede suplir a la técnica narrativa, como si la veracidad de lo que se cuenta fuera bastante para crear un buen relato.

No importa, aunque nuestras razones y metas sean variadas, todos aquellos que tenemos la inquietud podremos mostrar nuestros escritos, otra cosa será que nos lean. Y como siempre de entre todos, sólo unos pocos serán los elegidos, no sólo por las ventas y el público del hoy, sino tal vez por el reconocimiento de los lectores del mañana. Aquellos para los que en mi caso, tal vez con ambición infundada, escribo. Pero cuando honestamente se ama la literatura y la vida y uno siente la vocación de escritor… ¿puede existir cualquier otro motivo? Sí, existirán muchos, pero en esos casos, no lo duden, ninguno de ellos será sincero.

Naga y la Búsqueda del Poder

Naga

(Cap. 1º- Parte 4ª- Novela: El Chamán y los Monstruos Perfectos)

Christophobe lo señaló a su entrada a la reunión. Ésta vez se celebraba en un pueblecito fronterizo entre los estados mexicanos de Oaxaca, Veracruz y Puebla. Estaba inusualmente alterado, él que siempre era la estampa serena del control, parecía ahora la viva imagen del taimado pirata que acaba de encontrar el rastro de un tesoro. El plan inicial preveía, mediante la ingesta de plantas de poder, un primer acercamiento a la sabiduría perdida de los Toltecas. Pero lo desconocido, afirmó, le había indicado con un sueño, el cambio de planes. Tomó del brazo a M. y pareció llevarlo al centro de la sala, pero dudó y lo soltó a mitad de camino. De repente se dio media vuelta y lo encaró a dos metros de distancia.

-¿Quién eres? –Le gritó, esperando una respuesta por más de medio minuto. ¿Lo sabes… o es que realmente lo has olvidado?

-¡Maestro, no, no entiendo…!

-¡He sido atacado, mientras te contemplaba en un sueño que era mucho más que un sueño! ¡He estado a punto de morir! ¡Tú no puedes llegar a ese mundo astral y mucho menos realizar las maravillas que realizaste, a menos que no seas quien dices ser! Aquello que casi me mata, tenía un poder ancestral, tan intenso y tan oscuro, que no debería seguir vivo. A menos, que me necesitéis. ¡Habla…!

Christophobe, de un enérgico paso se pone a su altura, e inesperadamente le agarra el mentón. Luego estruja sus ojos con vehemencia, como suele hacer cuando entra en trance, y, una vez listos, los enfrenta a los de M. con furia.

-¡Respira como te he enseñado, respira…! –Le grita primero y luego susurra: ¡Recuerda, recuerda…!

M. no sabe cómo reaccionar, la situación le pilla tan nervioso y sorprendido como al resto. Esa vehemente violencia contenida no había sido nunca una pauta reconocible en el comportamiento de Christophobe, y por unos segundos tiene miedo. Pero sin saber cómo, a los pocos minutos comienza a relajarse y a dejarse ir, hasta que finalmente, recuerda lo enseñado y controla su respiración. La presa de las manos es más tenaz que nunca, y empieza a sentir que todo su peso recae en ella. Como si lo tuvieran alzado y en vilo, y él dejase de sentir su cuerpo, porque su percepción comenzara a dirigirse a otro lugar. Y aquella presión, tan tenue y tan abrumadora, fuera la mejor palanca. Aún escucha de fondo la letanía que le ordena que recuerde. Cada vez más lejana y redimensionada por un filtro que parece mojar como el agua. Sus ojos están abiertos, no recuerda haberlos cerrado, pero no ve nada. Una película de granulada oscuridad pasea sus tonos rugosos y tridimensionales frente a su mirada. Y de improviso, el vértigo lo asalta.La velocidad de un centenar de imágenes, preciosistas e inasibles lo trasportan, hasta desembocar en un rostro oscurecido por la luz que surge a su espalda. Después la nada. Es todo lo que puede recordar.

Cuando despierta del trance, las caras del grupo le confirman la vaga impresión de que algo asombroso ha ocurrido a través de su boca. Y aferrado a su lectura, interpreta en sus rostros trazas indelebles de un miedo atroz y una implícita reverencia hacia su persona. Y mientras se pregunta si ambos sentimientos van unidos, la codicia en los ojos de Christophobe le sonríen, mientras le dice:

-Me necesitas.

Luego, continúa respondiéndole a la pregunta que aún no ha formulado. Le indica que, lo que le ha ocurrido, ha sido una trasgresión, que lo ha trasportado a una vida pasada. Y que lo normal es que ahora no recuerde nada. Pero no debe preocuparse porque al momento sabrá. Una grabación de sus compañeros, ha salvado para su recuerdo aquellas palabras:

-¡Recuerda aquel que fuiste y cuéntanos tu relación con el objeto de poder que en el sueño donde te encontré portabas! –Le ordena Christophobe. ¡Escoge el momento que lo explique todo y compártenoslo!

>>El día de nuestro fin y vuestro principio, había comenzado. Como si el Infinito quisiera sumergirnos desde el cielo, la lluvia nos azotaba una jornada más. La tormenta eterna nos fustigaba con la suma de tres semanas, y la base de nuestros campos parecía hacerse uno con el encabritado mar. Las profecías de los Servidores de los Dioses se habían cumplido. Y yo debía cumplir mi parte. Mi misión, me habían dicho, preservaría la memoria de mi amado mundo. No por nada yo encarnaba entonces al Gran Nahualli.

Los hombres de poder actúan sin piedad, saben que para tratar con sus semejantes el único método efectivo, es el subterfugio. Y yo, que era pieza final en su plan maestro, acababa de descubrir que había sido burlado, utilizado por todos como peón y custodio, y si cumplía mi función, otorgaría a los causantes de nuestros males el premio de una segunda oportunidad. Y si no lo hacía, la esencia de todo aquello que amaba, y que atesoraba en mis manos, se perdería para siempre. Tomara la decisión que tomara, no podía ganar.

Nuestra civilización, deudora del sol, había brillado y engendrado maravillas que no habrían de sobrevivir más que en las torpes y distorsionadas leyendas de los milenios venideros, y esa agonía me ensombrecía. Los dioses que habían vivido a nuestra vera, nos mandaban sus reproches y el planeta entero los obedecía. Los grandes hombres de conocimiento que eran los Servidores de los Dioses, habían previsto en sus visiones, decenios antes, la ineludible lectura del fin. Y aunque ningún remedio aplaca el flujo del destino, habían descubierto un efugio que les permitiría unir su pervivencia a un lejano y futuro nuevo principio. Ese que el fin de vuestra civilización está en la antesala de parir.

Naga, el objeto místico imbuido de las esencias vitales de los Nahuallis precedentes, hacedor de la inmortalidad y puerta de acceso a las maravillas del Infinito, tras arrancarlo de las manos de mi amada, yacía en las mías, y yo debía partir con él, preservarlo del fin, para que ellos el día de su regreso, pudieran hallarlo. Me habían adoctrinado para esconderlo en el lugar que dentro de 30 mil años hará renacer a aquellos que me engañaron. Hoy era el día, los polos magnéticos de la tierra estaban cambiando y el cambio climático se mostraba en la primera nieve que azotaba nuestra tierra. En pocos días, la lluvia que nos había anegado se transformaría en hielo, y su persistencia sepultaría mi mundo con kilómetros de perpetuo sello blanco.

Sin embargo no iba a partir. Aunque bien sabía que la profecía no se refería a mi presente, sino a un futuro en el que yo no estaría. Decidí seguir una intuición e intentar evitar el mal, aunque el precio fuera la pérdida definitiva de mi cultura. La fe y el dolor me habían musitado una fórmula para cumplir la profecía y a la par prender una tenue esperanza. No afirma acaso la profecía que aquel que quiera ganar la inmortalidad, debe aprender que la vida no vale nada, y que sólo aquel que la pierda podrá ganarla. Y entonces, sólo entonces, Naga será su arma, y otorgará el deseo más puro, ese que pueda salvar un mundo.

Porque mi deseo era ese, y no encontraba otro camino, decidí esconder el objeto en la inmensa tumba de mi civilización y morir con él. Esperando burlar con mi sacrificio a aquellos que me habían utilizado. Rezando porque aquel que lo encuentre, heredará mi deseo y no sólo se hará inmortal y recuperará la memoria de mi civilización y sus maravillas, sino que podrá evitar que aquellos que me engañaron, lo encuentren y vuelvan a tiranizar este mundo.

Hoy que la lenta muerte de mi mundo ha comenzado, me ofrezco en sacrificio, yo que he perdido a aquella que amo. Mi nombre es N., custodio de Naga, y sólo yo, concluye la profecía, puedo conducir a su hallazgo.<<

Llegado a ese punto, Christophobe intenta recabar más información, pero a todas sus preguntas el silencio de M. muestra que la regresión ha terminado. Después la cinta se corta.

El resto de la velada, la excitación general contenida en los primeros momentos, se desborda. M. centra todas las miradas que oscilan entre la admiración y la desconfianza, porque a pesar de que han sido testigos, si por algo es conocido un actor, es por su capacidad de interpretación. Aunque ninguno se abstiene de elucubrar sobre el trasfondo de lo oído, y como no puede ser de otra forma, M. es atosigado como juez de las posibilidades que cada uno le lanza. Pero él no apoya a ninguna, porque aunque ha sido el relator, no recuerda nada, y menos aún puede aportar algún dato esclarecedor más, que es lo que todos esperan.

Christophobe, que ha permanecido callado y a un lado del grupo, crea el silencio cuando por fin habla.

-No hace al caso que intenten suponer si es el anillo de Salomón, el libro de Thot, el santo Grial o cualquier otro objeto sagrado y místico de los que recogen las leyendas conocidas. Sé poco, pero si algo sé, mi intuición me dice que el objeto no es de este mundo. Y con ello no quiero decir que sea extraterrestre, sino que pertenece a una época de la humanidad de la que no quedan vestigios documentales. Y si lo que nos ha dicho M. es cierto, hace más de treinta mil años que nadie sabe de él. Por lo que no puede ser ninguno de esos objetos. Y si lo es, la búsqueda que vamos a iniciar, no tendrá sentido. Pero si la tiene, queridos amigos, los dioses habrán vuelto a la tierra, y llevarán nuestros nombres.

El revuelo de reacciones histéricas, apasionadas y perplejas, asemeja una discusión alborozada y caótica, dónde una vez calmada, la conclusión resultante, ruidosa y unívoca era una duda; ¿dónde empezar a buscar? A la que de nuevo, Christophobe dejó muda.

-Lo primero damas y caballeros es poner los medios. ¡Vamos a necesitar dinero, mucho dinero! Y sus aportaciones, generosas hasta la fecha, van a tener que multiplicarse por bastantes ceros, claro está si quieren formar parte de los elegidos. Porque M. sabe, y aunque ahora lo desconozca, y tarde en recordarlo, lo hará, de eso me encargo yo. Aunque de todas formas, creo saber a grandes rasgos el emplazamiento del dónde.

(Fin Capítulo 1)

Monstruos Perfectos

Monstruos Perfectos

(Cap. 1º- Parte 3ª- Novela: El Chamán y los Monstruos Perfectos)

Dos meses más tarde firma el contrato, tal y como lo había imaginado. Su serie llega a ser todo un éxito y a finales de noviembre, un arriesgado negocio inmobiliario le quintuplica sus ahorros. En apenas un año dos peliculillas le dan acceso a hacer su primer largo en Hollywood, su personaje y él caen bien entre el mundillo. Y todo eso, es sólo el comienzo. A los años M. se convierte en un poderoso icono y nombre de referencia para la opinión pública mundial como estrella cinematográfica y productor. Se podría decir que si él mismo se autocalificase del mejor actor de su generación, sería porque se habría convertido en un soberbio, pero no hace falta. La revista Times le da el título, dedicándole una portada en el año dos mil dieciséis.

La cascada general y continuada de pleitesías y reconocimientos, difundidas y afirmadas por los grandes jueces de la realidad, los medios de comunicación, y corroboradas por la adoración del público en cada salida al exterior, esculpe egos indestructibles. Son meras personas pero llegan a asumir la condición de dioses venerados. Con una naturalidad que elimina la crítica y la duda, creyendo que el reconocimiento de su valía es la expresión de una superioridad incuestionable. Condición que les da derecho a ganar en un mes lo que un hombre en toda su vida y a consumir en un día lujos que pagarían la dignidad de miles de familias. Pero eso sí, no los malinterpreten, a cambio participan en una campaña contra la explotación infantil, porque en el fondo tienen su corazoncito, y no les cuesta admitir que son humildes y justos. Y como pago de su prueba, regalan el desembolso exorbitado de su imagen incorruptible. Ustedes ya los conocen y desde su gris rutina los crean. Son los nuevos Monstruos Perfectos, sí, y en uno de ellos se convirtió M.

Aunque claro, no sé si se han parado a pensar que ellos no tienen la culpa, desde un punto de vista práctico. Su sola presencia hace desencadenar las miradas, los murmullos, las alabanzas, los ataques de adoración ciega. Y no sólo eso, sino que la paranoia de que cualquier extraño pueda ser un pervertido que quiera ganar lustre con su sombra, los obliga a blindar su vida frente al exterior. Y por lo tanto esa vida en bucle, los aísla para poder percibir algo más que esa misma falacia. Pero aunque se comporten como la gente los trata, no son dioses. Y con un simple disfraz, todo cambia.

M. atesoraba el suyo, y aunque cambiara de ropajes, la peluca lo seguía a menudo como parte de su equipaje. No es que terminara siempre utilizándola, pero cuando era necesaria se convertía en una eficaz válvula de escape. Salir desde un hotel al mundo, revestido de anonimato ya no lo paralizaba, sino todo lo contrario. Con el tiempo, eludir los compromisos para dejarse llevar por su nueva personalidad, se había convertido en el mejor motor vital. Todo cansa, y cambiar de nube, aunque sea la que da alcance a todo lo imaginable, no puede ocultar más que la obviedad de una vida. Y cuando M. vislumbraba sus propios límites, la angustia de que la vida tenía que ser algo más, renacía con un hartazgo absolutista.

M. se había convertido en una prepotencia incontestable en la vida social, pero en la intimidad seguía sintiéndose vacío. El amor que había iluminado su existencia y aparecido como nueva tabla de salvación, en los años posteriores a su llegada definitiva al estrellato, había terminado descubriéndole su carácter de alivio momentáneo e inadecuado para erigirse en el ángulo central que justificara una existencia. Se había casado un par de veces, y tras la última separación, no deseaba una nueva aventura. M. se supo extraño, nada lo colmaba.

Buscando una explicación, y sin saber cómo recordó de nuevo la imagen perdida de su infancia. Una obsesión que había ocupado la rebeldía de muchas noches con el fulgor del misticismo más naif y liberador. Cuando fuera mayor, desaparecería del mundo. Tomaría un simple petate con sus cosas, y huiría a aquel lugar donde empezar de cero significara dar sentido pleno a la existencia. Y pensó que aquel niño, tan lejano y olvidado como un extraño, podía ser la respuesta. Y la loca idea de abandonarlo todo, apareció un buen día.

No es que pensara abrazarla, pero su contemplación, como alternativa lo calmaba. Mientras, por el camino del día a día de sus juegos mentales, había descubierto que aquello que lo prevenía contra el despertar del desasosiego, era el mismo trabajo. No sabía hacer otra cosa, pensaba. La vía de afirmación que era su vida pública, seguía siendo una lucha a la que se entregaba con ferocidad. Acrecentar su grandeza, era la única ambición que lo calmaba. Aunque los días de asueto, le siguieran susurrando que todo era una falacia. Claro que la fama y el trabajo tenían una pequeña ventaja, ocupaban mucho más espacio, en su vivir, que las pequeñas crisis. Por lo que con más ahínco a ellos se entregaba, marcándose nuevas metas, enfurruñado consigo mismo e implacable con los que le rodeaban. Todo y todos debían tener una utilidad en su gran plan; sino, no le servían.

Y su codicia, cocinada en el perfecto caldo de la fama, se convirtió en reina. Sobre todo desde el día en que ésta le señaló una meta, cuya anhelada consecución parecía enterrar los ataques de flaqueza. Aquel nuevo interés, había comenzado en una fiesta tras la presentación de una película en Cannes. Nada nuevo o excitante parecía prometer la velada, no era más que otra reunión de gente famosa y encopetada, que entraba y salía entre los gritos de los fans, y que en su interior debía atender, por turnos, a decenas de periodistas de todo el mundo. Promocionar su sonrisa, exhibir su porte y elegir la respuesta humilde, que ensalzara tanto su labor, como la de sus compañeros; no era más que la representación rutinaria que como estrella reconocida, se sabía de memoria. Mas al final de las entrevistas, cuando su cabeza ya estaba más en el futuro de enfilar hacia el hotel y abrazar una nueva y anónima aventura con su disfraz, se percató de una mirada.

Unos ojos lo invitaron a acercarse, y él olvido quién era; o al menos su pose de estrella. A su vera, a no más de tres metros, había un corrillo de personas hablando y al encuentro de miradas, se le sumaron unos retazos de comentarios que le acuciaron la empresa de pedir permiso. La boca de su estómago le ardía, como si revolotearan en su interior mariposas de desasosiego.

-¿Perdonen…, podría unirme? Me parece que tienen una conversación tentadora.

-¡No, no querido, no se lo aconsejo! No somos las mejores compañías. Acabará creyendo que para encontrarle un sentido a la vida, ¡tiene que huir del mundo, de esto, de todo, de su vida…! Claro que eso lo convertiría en un místico… y no creo que eso sea, precisamente, lo que usted desea. ¿O si…?

-Me doy por prevenido e insisto. ¡Madame…!

El corro se une al suspenso de M., contemplando la mano tendida de la estrella y el lento reaccionar de la mujer, como si sopesara negarle la invitación. Lo que advierte a M. de que no es ella quien comanda aquella nave, y que su duda no es más que la espera de una señal de aprobación. Un imperceptible permiso, que una vez más, brota de aquellos ojos.

-¡Wanda, llámeme, sólo Wanda! –Termina por aceptar y le ofrece su mano para besarla. Es un placer conocerlo, sin duda ya es usted uno de los grandes.

-¡Muchas gracias! Pero me temo que aún me queda mucho para llegar a pertenecer al club de los inmortales…

-¡Quizá porque la inmortalidad que persigue, dista mucho de colmar como la verdadera! ¿No será que se equivoca de búsqueda?

Y la sentencia procedía, como no, de aquellos ojos. Ojos que pertenecían a un hombre de aspecto anticuado, cara angulosa, barba colmada y larga melena negra. Pero eran sus ojeras múltiples, que extendían el poder mesmerizante de su enigmática presencia, las que atrapaban las pesquisas dirigidas a su rostro. Su gesto seguro, y sus maneras complacientes, delataban que nada en él se dejaba al azar. Su edad se deslizaba por un arco muy amplio, sin duda era el mayor de todos los presentes, pero su imponente físico, descreía la primera impresión. Y su voz desbordaba cualquier elucubración, como si la experiencia de un tiempo inmemorial hablara por su boca.

Nada más aceptada la inclusión de M. al pequeño grupo, Christophobe, que así dice llamarse, lamenta que no haya tiempo para más. Y a una indicación suya, los otros tres hombres, y las dos mujeres que forman el corrillo también se despiden. El grupo se dirige hacia la puerta y M. se queda paralizado. Le gustaría gritarles que no lo dejen, que quiere conocerlos, pero algo se lo impide, y no es sólo la inesperada vergüenza, sino la creencia de que lo desprecian. Pero justo cuando van a perderse de vista, la cara de Christophobe se vuelve hacia él y le sonríe con malicia.

-Por cierto, vamos a una reunión nada recomendable. No es de su estilo, nos ufanamos por suspirar sobre mundos perdidos y soluciones esotéricas. Me imagino que no querrá unirse… ¿o sí?

Aquella fue la primera de muchas noches. La querencia por asistir a cada nuevo encuentro se había tornado una necesidad embriagadora, por la que el recorrido de miles de kilómetros y el abandono, por vez primera, de sus obligaciones contractuales no era una carga, sino un delicioso frenesí, del que no quería, ni imaginaba poder desasirse.

Christophobe era un hombre avezado en el misterio, no sólo para mantener el que rodeaba a su persona, sino por, y ahí radicaba su magnetismo, mostrar con incursiones prácticas, las creencias y enigmas del pasado más ignoto. En aquel grupo de bohemios fascinados por lo oculto y las ciencias paracientíficas, todos tenían relatos interesantes y teorías contrapuestas sobre los mayas, el origen de las pirámides, la práctica de los viajes astrales o el mejor camino para lograr la inmortalidad. Pero sólo él apoyaba sus afirmaciones con demostraciones grupales, en las que hasta los más escépticos, tarde o temprano, experimentaban percepciones que ni cuadraban, ni fácilmente se podían explicar dentro de la lógica del mundo cotidiano. Por lo que sus aseveraciones no sólo no admitían réplica, sino que terminaban por sentar cátedra.

Su método no atendía a un patrón determinado. Unas veces los reunía para hacer espiritismo y el ente de un templario tomaba voz en el cuerpo de uno de ellos, para contarles pormenores mágicos sobre la historia del grial; otras los citaba en la isla de Mallorca, y durante la luna llena sacrificaban en Cura sobre una rosa de los vientos, semiescondida, un conejo, que tras comerlo, les provocaba sueños de una época feral y prerromana; otras les enseñaba pases mágicos de los antiguas druidas de Irlanda para recargarse de energía; y alguna que otra vez los forzaba a mirar agua estancada hasta que cada uno terminaba viendo retazos del futuro. Sólo y muy de vez en cuando, las sesiones se centraban en uno de los componentes del grupo.

Y como no podía ser de otra forma, un día le tocó a M. ser el sujeto práctico de la magistral clase de Christophobe. Llevaba meses esperando su turno, más de una vez había pensado en sacar a colación el misterioso encuentro con N., pero a la vez, como temiendo descubrir su significado, lo callaba. Aunque no por ello dejaba de ofrecerse voluntario, a pesar de que sabía, como todos, que el maestro no atendía peticiones. Éste actuaba, según su propia expresión, sólo por mediación de lo desconocido.

(Continuará…)

El Elegido

El Elegido

(Cap. 1º- Parte 2ª- Novela: El Chamán y los Monstruos Perfectos)

Hace decenas de miles de años el hombre se aferró a una sola realidad y olvidó así, que daba la espalda a la existencia de infinitas posibilidades. Esa gran verdad que un día supo fue barrida de la historia y sus grandezas apenas contenidas por la bruma de los mitos de la Atlántida, Lemuria o Mú. Demasiado tiempo para la penitencia que aún pagamos sus descendientes, nuestra inmensa capacidad de olvido. La ciencia y el conocimiento práctico han matado la conciencia del mundo más allá de lo material, haciéndonos creer que la realidad es un escenario comprensible, previsible y controlable. Pero a pesar de sus esfuerzos y gracias a ellos mismos que lo hacen invisible, el hombre antiguo aún existe y con él su herencia, llena de magia intangible, compartida por chamanes y tradiciones ancestrales. De uno de aquellos primeros hombres que supieron. El único que aún pervivió hasta nuestros días, encaramado a la rueda del tiempo, trata esta historia.

M., nuestro segundo personaje, lo encontró una tarde, inusualmente calurosa de febrero, en el año dos mil seis de nuestra era. M., era un joven de éxito. La fama y el reconocimiento de millones de conciudadanos, le habían embellecido el ego en apenas dos años. Sin embargo, últimamente estaba raro. Sin saber por qué, le había brotado una quemazón extraña y recurrente. Sin decir nada a nadie y en medio de un rodaje, tomaba un avión y buscaba el anonimato. Desaparecía protegido de ropas extrañas y una peluca, para que ni en el hotel lo reconociesen. Pensaba que la razón debía encontrarse en el lujo febril de lo vivido, que como toda consecución, con la llegada de la rutina, se hace mundano. Pero su proceder era insólito. ¿Para qué huía si lo único que hacía era deprimirse en una habitación extraña?, paralizado ante la idea de salir a la calle. Como si temiera disfrutar la aventura de ser ese otro, que por extraña necesidad y sin conciencia de ser, sentía que le pedía paso; y que él, a su pesar, estaba amamantando. Muchas veces, se dejaba huir con la determinación de que aquel viaje sería diferente. No sólo planeaba salir y tirarse una juerga, sino que al imaginarlo su ánimo se coloreaba con irónica alegría. Hallándose seguro de hacer enriquecedora aquella manía, y en algún sentido venciéndola. Pero una vez llegaba al hotel, la idea de salir al exterior con aquel disfraz, lo paralizaba. Sin saber cómo, infeliz y estafado, terminaba dejándose llevar por un único pensamiento, que engarzado con los juegos mentales de cada historia personal concluía con esta simple máxima: la vida tenía que ser algo más.

Aquel día, sin embargo, había conseguido salir de su hotel. Forzado, eso sí, por una angustia extraña, impelido por una de esas desconocidas energías que modelan nuestro destino y que nada tienen que ver con el azar. En el pensamiento de M. había nacido una certeza. A pesar de la gran consideración que de sí se profesaba, se supo nada y necesitó el aire. Apretando el paso y mezclado entre el bullicio sintió cómo la angustia se evaporaba, se empequeñecía. Pero cruelmente, crecía la aguda conciencia de que aún no había conseguido nada. Y todo ello, pese al indiscutible y reconocido eco social de sus logros. Con sólo veinticinco años triunfaba con una serie juvenil de tremendo éxito en el país, había participado en tres largos, y la crítica especializada lo comparaba con los grandes y le auguraba el mayor de los futuros. Pero lo peor, es que ahora, sin saber por qué, atestiguaba, sin sombra de duda, que carecía de las capacidades para llegar a ser lo que soñaba; convertirse en la más rutilante estrella del cine mundial.

Nada perdona la vida. Todos los cabos que abre a lo largo de nuestro vivir, y que creemos superfluos, los resuelve y justifica con nosotros de protagonistas; e incluso a veces forzándonos a ser su único público. M. había sido un niño extraño, obsesionado con la idea de que estaba atrapado en un cuerpo foráneo, suspiraba por ser un alguien diferente y soñó que cuando lo lograse tendría el valor de alejarse del mundo de los hombres, como un héroe mítico que desaparece y del que nadie atestigua la muerte. Claro que aquel niño estaba olvidado, oculto tras el cúmulo continuado de sucesos que es todo vivir. Y no por casualidad M. en ese entonces volvió a vislumbrarlo, aunque sólo un instante. Porque rápidamente volvió a ser ese que protagonizaba su presente.

M. en ese entonces era no más un joven ambicioso y primerizo, cuya entretenta era imaginarse formas de comerse el mundo. Su hambre de conocimiento era la búsqueda de un medio, no de un fin; no amaba el arte, sino la fama. Su porte de arrogancia no se debía sólo a la edad y a sus ropas caras, sino al lustre de superioridad que da el haber conseguido fama y tratamiento de famoso por todo un país. Sin embargo aquel día descubrió su vaciedad, el mismo vacío mortal que enfrenta el místico al abismarse hacia su primera enseñanza.

Guiado por el atolondramiento de su ánimo, se encontró callejeando entre los puestos de ropa y libros del centro histórico de México, y allí se tropezaron. M. se disculpó, y sin saber por qué, lo invitó a tomar algo atrapado por una necesidad urgente. Luego recordaría que los ojos del tropiezo le tocaron algo inefable y desataron un torrente de razones. Sintió que el mundo se había detenido y que si hubiera sido menester, por conocer a aquel hombre, habría entregado su vida. Supo que el otro lo era todo y él, no más que la nada. Pensó que se había encontrado con una versión de sí mismo, o quizá con la única razón de la existencia, esa que cada ser humano sueña, al menos una vez en su vida, vislumbrar. Y aunque lo percibió, por un instante y no lo creyó, éste era su caso. Claro que cuando nuestro destino nos topa, él aún lo desconocía, ya nunca nos suelta.

M. olvidó en menos de un segundo, lo que había encontrado, pero N. supo. Usando su poder, literalmente detuvo el tiempo. La casualidad no es más que la alargada voluntad del Infinito y N. sabía reconocerla. La invitación la ofreció el otro, pero fue la voluntad de N. quien la forzó. Había visto algo demasiado único y precioso, como para obviarlo. Los hombres antiguos tenían la capacidad de percibir la energía y no sólo su reflejo que es la materia, y N. había visto que el Infinito le enviaba a aquel hombre con una energía inusual. Doble en su configuración a la de un hombre de nuestro tiempo. Justo lo que necesitaba para equilibrar la suya, el ardid que le permitía, tras innumerables siglos seguir vivo, pero no sólo eso. Su configuración energética no era la de un hombre actual sino la de un hombre de su tiempo, algo que en miles de años no había pasado, y esa señal era inequívoca. Finalmente encontraba su presa, su tarea y lo que aquello significaba; la esperada antesala del fin.

N. se presentó con uno de los cientos de nombres por los que había sido conocido, y le indicó que lo siguiera. Nombró un destino, incomprensible y desconocido, y M. lo siguió azorado, feliz. Delante suyo, aquel indio rotundo, chaparro y en huaraches, marchaba decidido y con una actitud de segura autoridad. Le sonreía y le preguntaba sus opiniones sobre la vida. Lo embelesaba y lo aturdía. Cuando se quiso dar cuenta, M. no pudo jamás recordar cómo, habían llegado a su destino. Se encontraban en el interior de una casa, iluminada por la calidez de unas velas, y que a pesar de su desnudez, despedía una agradable sensación de hogar. N., entonces, lo invitó a tomar asiento.

De N., ahora que M. lo inspeccionaba más detenidamente, si algo lo abstraía era su mirada. La primera impresión, al verlo frente al kiosco de prensa donde se tropezaron, fue la de encontrarse frente a un regordete vendedor de tacos. Alguien vulgar y afable, y con un magnetismo más allá de lo físico. Sin embargo ahora, sus ojos oblicuos, profundos y poderosos, parecían haberse estilizado en el camino, y no sólo ellos. Mantenía el bigote, pero la faz se había afilado, como si hubiera adquirido una repentina y singular agudeza, alejada de la redondez primera. Incluso era más joven. En el choque no le había echado menos de cuarenta y cinco años, y quien tenía enfrente tenía aspecto de un treintañero fibroso, incluso, ahora se daba cuenta, se había equivocado al percibirlo bajito. Sus estaturas eran parejas. Si hubiera estado en sus cabales, hubiera advertido que no parecía ni de cerca, el mismo hombre. Mas la transformación no se convertiría en sospecha hasta el día siguiente. En esos instantes todo su cuerpo hormigueaba con un gustirrinín apático y feliz, y la inenarrable intensidad de lo vivido cercenaba cualquier análisis. Había una pregunta que le quemaba, como si sólo con formularla los temores de su vida se solventaran, y fue la que le lanzó.

-¿Qué es para ti la vida? –Acertó a preguntarle M.

-Mucho más que la fama, que es lo único que tú esperas. Aunque te puedo ayudar a abrazarla, y no sólo la que sueñas, sino más, mucho más. Claro que yo también necesito tu ayuda. Tengo un precio y tú tienes cómo pagarme.

Y no fue el contenido de la respuesta, sino la vibración de su estómago y un desatado sentimiento, lo que hizo saltar su tonta defensa.

-¿Fama, pero de qué hablas si yo ya soy famoso, me conoces verdad? Salgo en la tele a menudo, yo soy alguien, no como tú. ¿A ver quién eres, quién te conoce, a quién le importas, eres rico acaso? No, ¿verdad? ¡Eres un don nadie! ¿De qué hablas entonces? Es una broma, ¿no?

-No, la única broma es la vaciedad que anhelas por vida. Pero al final, serás alguien, a tu pesar, y de los más grandes. Tengo un regalo que hacerte. Tienes capacidades que desconoces, todos los hombres las tienen, pero tú tienes una puerta extra. El Infinito te ha señalado como su instrumento, y cuando desaparezca tu importancia personal, su grandeza brotará en ti. Yo soy tu camino, te abriré al poder, pero a cambio de un precio y una deuda. Necesito tu energía, y tu consentimiento para tomarla. Y sé que me la vas a dar, no depende de ti, el Infinito así lo dicta. Cuando lo comprendas, tú abrirás la puerta.

M. sintió un vaho de miedo que le relamía el ombligo y terminaba en su plexo solar. Sin embargo no pensó en huir, ni temió por su vida. Se asustó, pero también estaba plenamente halagado. Algo inefable lo colmaba.

-¿De qué hablas, yo no quiero ningún chingao pacto raro? Andas en la piedra güey, ¿no? ¿Quién eres? ¡Estás loco!, ¿quieres asustarme, no? ¿Eres el diablo?

Lo siguiente fue un ruido sordo. N. se movió tan rápido que cuando M. se quiso dar cuenta estaba a sus espaldas golpeándole el omoplato. Lo demás se difumina. Como si el recuerdo fuera el intento, lejano e imposible, de rememorar lo que otro ser humano, pasado y muerto, ha sentido.

En los años siguientes recordó con claridad su paseo despreocupado desde los callejones de Tepito hasta su hotel junto a Reforma, imbuido de una felicidad indescriptible y una seguridad desconocida, a pesar de la zona y de la hora. Recordaba con exactitud sorprendente el pelo gris, los ojos tristes y engarzados de arrugas de la señito que le vendió su gordita de chicharrones, cuando paró a mitad de camino. Recordaba hasta la niña que dormía y el nombre del lavatrastes, axión, su aspecto, de esos que parecen un bote de crema, redondo y achatado; y su contenido, escaso y con agua ocre por encima. Sin embargo no llegaba a poder decir qué hizo en las últimas horas, aparte de hablar. Sabía que la plática había tratado sobre la vida, el destino, el futuro y sobre el ritual de un extraño sacrificio salvador, pero no recordaba detalles. No sabía explicar ni cómo, ni qué había pasado, ni hecho durante tantas horas. Ni le importaba.

Al llegar a su habitación llamó a recepción y preguntó qué le podían subir de comer. Eran las cuatro a.m. y la cocina estaba cerrada, le informaron y le ofrecieron unos sándwiches. No le importaba, dijo, y exigió unos huevos rancheros, un café de olla y un agua de guayaba. Colgó, se tumbó en la cama y sólo se quitó los zapatos. Era la primera vez que no se deshacía de su disfraz nada más llegar a su recámara, se sentía cómodo, incluso con la peluca puesta. Encendió la tele. De la felicidad inefable pasó a un miedo desigual. Por unos minutos de zapping se descubrió indefenso, débil e ínfimo. Pensó en el futuro, y se sintió solo y ante un abismo. Presintió que iba a recordar, y algo en su interior le forzó el olvido.

M. era un joven alegre, a sus veinticinco años sentía que entendía lo que era la vida. Y sus circunstancias, embadurnadas de la dulce pleitesía de la fama, no ayudaban más que a reafirmarle en sus creencias. La vida es para unos pocos, para los tocados por un don, y él era uno de ellos; el resto no puede aspirar a más, sólo a ser lo que se es, una pobre hormiguita obrera.

Su metro ochenta, sus músculos, su mentón atractivo, su situación de rubio y güero, no le hacían pensar a menudo en nada que no fuera él. Cuando todo un país paga por ver tu foto en las revistas, te persiguen los paparazzi a todas horas y cada semana eres el invitado de alguno de los programas televisivos, no hay hueco para la humildad. Y el miedo que sentía era por eso mismo extraño. Por unos minutos, de nuevo, sintió el vértigo de saberse insignificante frente al mundo, aceptó que ni nada, ni él mismo podía ser tan importante. ¿Y si se moría mañana?, pensó, y el miedo a enfrentarse a la vida, por primera vez en años, lo atenazó. Comenzó a llorar, incluso sin fuste alguno pensó en suicidarse. Entonces recordó unas palabras de N.

-“El flujo del poder desata los sentimientos más contradictorios. No temas. El poder mismo te guiará…”

En ese mismo instante llamaron a la puerta, traían su comida. Después de ingerirla con voracidad, todo temor se disipó tan totalmente que no tardó en engancharse a un programa del corazón. Una de las invitadas era una compañera de serie, y sin darse cuenta su mente enlazó un hallazgo. Annie Cifuentes, la actriz invitada, siempre le había sugerido la imagen de una fresca putita inocente. Y con esta vaguedad encadenó una trama, unos personajes y una historia extensible en cientos de capítulos. La coherencia y la profundidad con la que podía bucear en sus personajes y la lógica sucesión de las escenas desfiló por horas, hasta completar más de 20 episodios y trazar cómo sería toda una primera temporada. Su fluidez mental se había convertido en una borrachera imposible que desbordaba los límites humanos, y que sin embargo él, un simple hombre, estaba alcanzando.

A pesar de la hora cogió su portátil y empezó a escribir con atropellada lucidez. Como si le dictaran. Le hubiera gustado escribirlo todo, pero sabía que no tenía tiempo, hubiera necesitado meses. Así que escogió los diálogos, y las escenas centrales de los episodios, para mostrar una comprensible imagen de la trama y de los personajes. Su lucidez era tan intensa que temía perderla. Sentía, entre texto y texto terminado, un temor ávido, ese de aquel que teme perder un tesoro. Levantarse al día siguiente y descubrir que la verdad de un sueño, se ha disuelto en la nada.

Mientras trascribía su mente ya conocía el camino a seguir. Esa semana tenía una entrevista en una de las productoras de TV, le iban a ofrecer un nuevo papel y a tratar los flecos del acuerdo, antes de la firma. Sebastián Montes, uno de los productores le había hablado hace un par de meses del proyecto de montar una productora independiente y de que estaba buscando proyectos innovadores para empezar. Se lo iba a ofrecer. Sabía que le iba a encantar.

A las ocho de la mañana su cuerpo se detuvo. El sol le deslumbró las ganas de un paseo, quería disfrutar del día. Se sentía como nuevo, como si todo el ajetreo de la noche no hubiera sido más que el mejor de los descansos. Algo comenzaba, lo percibía. No sólo iba a vender la serie, sino que en su venta iba a incluir una cláusula de copropiedad de la productora, pero esto era sólo el principio, tenía tantas ideas, tantos planes, tal ambición y tan inefable certeza. Su vida iba a brillar dos veces más que ninguna otra. Algo le había hecho N., sentía que habían acordado una especie de pacto, y lo único que tenía que hacer era disfrutar de esa magia, de ese poder o ese don, fuera lo que fuese, que le había entregado.

-“Déjate llevar, haz lo que creas, el Infinito te guiará. Simplemente recuerda que la vida que elegirás no vale nada, y el precio que pagarás será perderla ya que sólo así podrás ganarla. La grandeza, y a tu pesar, te espera…”

M. hace un último intento por recordar algo más, luego desiste; piensa que da lo mismo. Y la inquietud del olvido, aunque lo visita, no produce más que el solivianto vano de unos pocos días. La intensidad y la plenitud de los acontecimientos que en cascada le llenan las semanas siguientes hacen que el tiempo vuele. Y con él, el completo olvido.

(Continuará…)