El Hombre que Caminaba sobre la Luna

El Hombre de la Luna

El hombre corriente mira a la Luna y se imagina que la alcanza, el loco o el extraordinario da un paso más, y elucubra con el aspecto que tendrá su hogar visto desde la Luna misma. Hoy las sondas espaciales y los satélites han disuelto con realidad la osada maravilla de aquella imaginación. Pero hace unas décadas, cuando la ignorancia del espacio era norma, conocí a un hombre que poseyó tamaña osadía y que afirmaba, no sólo practicarla, sino haberla logrado.

Las habladurías del pueblo añadían, a las muchas otras hazañas que desparramaba en sus paseos, detalles que su desmemoria rechazaba con vehemencia. Porque aunque cada día que los veía los saludara como a desconocidos, no se dejaba embaucar por los añadidos que de sus propias historias oía, y aunque asombrado de que conocieran sus vivencias y anteponiéndose a su naturaleza huraña, para rectificar a sus paisanos les relataba, palabra por palabra, aquel sueño vívido que estaban deformando, sin añadir una coma y sin jamás variar un ápice su relato.

La primera vez, oí su imagen de labios de mi abuelo. Lo conoció en otro tiempo, y su coraje al relatar las burlas de los chiquillos, denotaba una cierta pena y una advertencia severa hacia nosotros, como previniéndonos de que si se enteraba de que alguna vez hacíamos lo mismo, se avergonzaría de que fuéramos sus nietos. Su descripción física y moral de aquel mozo que una vez fue su amigo, no evitó que yo lo imaginara anciano, decrépito y más mugriento que aquel trapero que con su mulo y su carreta, rondaba cada semana las calles del pueblo. Por eso me sorprendí tanto al conocerlo.

Sabía dónde vivía, su casa subida a un montículo y rodeada de lo que debió ser una amplia huerta y que entonces era una extraña mezcla de basura y malas hierbas, estaba al final de aquel baldío donde mis amigos y yo solíamos jugar, y del que nunca lo vimos salir. Rara vez encendía la luz, y cuando aquello ocurría no faltaba algún compañero de juego que empezara a relatar su locura y las veces que lo habían encontrado en el paseo del pueblo, extrañados de que aún no me lo hubiera topado. Yo entonces, azorado, concebía algún recado olvidado y los dejaba con el chisme a medio hacer, corriendo, sin saber muy bien por qué, dolido y con una incómoda sensación de culpa, que sólo se disipaba al vislumbrar mi casa.

Resulta curioso cómo al volver la vista atrás, refulgen los detalles pasados por alto. El día del encuentro había soñado mucho, pero su fuerza tan cotidiana en la niñez y hoy perdida, no parecía ser más que un juego desvinculado de la realidad que me encontraría esa tarde. Ahora sé que no era así, o acaso el sueño de aquel día, en el que alcanzaba la Luna, no es más que una creación urdida por mi juguetona memoria y la escurridiza lejanía del pasado.

Era domingo y como era costumbre me había arreglado para desfilar con los amigos y gastar la pequeña paga semanal en chuches y aviones de plástico, cuando, entre vuelta y vuelta por el paseo del pueblo, la chiquillería comenzó a correr para unirse a una pequeña congregación que seguía a un hombre. La distancia me impedía distinguir sus rasgos, pero un vuelco en el estómago me bastó.

Supe que era él, pero esta vez mi negativa no podía engañar a mi primo que no sólo se burló de mis huidas, sino que me agarró y a empellones me obligaba a unirme al espectáculo. Su corpulencia y edad, que nos separaba por dos años, se unió a las ganas que me tenía desde la mañana por una regañina recibida y de la que me creía causante. Forcejeé, pero a mitad de camino y cuando ya me sentía vencido, algo ocurrió. Siempre pensé que fue la manera en que destrozó mi avión de juguete recién adquirido, pero hoy recuerdo un comentario doliente como desencadenante de mi pronto violento y audaz. No sé muy bien el orden, sé que incluí arañazos, patadas y manotazos, pero lo que importó fue el resultado, y en éste él se vio en el suelo y yo en su pecho, poco antes de salir zumbando, con sus gritos y amenazas desvaneciéndose en mi carrera.

Había caído el sol cuando con las primeras sombras oí un ruido. Como solía, cuando me sentía triste, enfadado o incomprendido, me había escondido en mi refugio, una casa abandonada con un amplio jardín que por su fama rara vez y sólo en grupo los chiquillos se atrevían a visitar, pero que para mí significaba intimidad y una privacidad que sólo ese día tuve que compartir. Mi sien izquierda se aceleró y mi aguzado oído guió mis movimientos silenciosos al incorporarme y buscar un escondite. Pensé que sería mi primo o algún amigo, pero la figura que perfiló la luz de la Luna y que se sentó en el mismo lugar que yo había ocupado era la de un hombre, que aunque veía por primera vez, no tardé en reconocer.

—¡Hola, espero no molestarte! Yo también vengo a este lugar cuando necesito pensar, si te incomodo me marcharé, si no es así te puedes acercar, quizás nos haga bien un poco de conversación.

Tardé en salir, pero no por miedo. Me detuvo la revisión de sus rasgos, porque algo en esa afabilidad enigmática que parecía encauzar la luz Lunar, me resultaba demasiado familiar para ser la primera vez que lo veía. A pesar de que la edad era evidente en su plateado cabello, sus facciones tenían un algo intemporal y una expresión pícara de adolescente que no tardó en generarme confianza. Sin mediar palabra, y mientras él parecía escudriñar el plenilunio, me senté a su vera.

Debieron pasar minutos antes de que nuestros ojos se encontraran. Su mirada estaba clavada en la Luna, como si nada más existiera, como si hubiera olvidado que yo estaba allí o como si, de alguna forma, una parte de él se hallara muy lejos de allí. Al principio lo imité, pero la noche y sus estrellas no me cautivaban más que aquel rostro, al que terminé dedicando mi entera mirada, fascinado por aquella familiaridad que musitaba un inaprensible misterio.

—¡Qué maravillosa es la Luna!, ¿no crees? ¿Has estado allí…? No, claro, supongo que dirás que no, como todos esos que hoy se burlaban de mí. Pero tú eres diferente, lo siento, lo sé, ni siquiera te importuna mi ropa vieja y descuidada. Creerás que soy un loco, pero me resultas familiar ¿nos conocemos?

—No, no creo señor. Quizá me ha visto antes aquí, como dice que de vez en cuando viene…

—Lo recordaría, porque hasta este día siempre he venido en sueños, y los sueños son lo único que recuerdo con claridad. La vida de diario, no sé por qué, se me olvida, como si se hubiera tornado una pesadilla olvidadiza y difícil de recuperar. No sé si me entiendes.

—Claro, eso es lo que a veces me pasa a mí con los sueños y lo que creo que le pasa a la mayoría de la gente. Es como si los sueños se hubieran vuelto su única vida de verdad.

—No es cómo, es que los sueños también son realidad, lo que ocurre es que al despertar lo olvidamos. Yo sin embargo he conseguido lo que el hombre corriente sueña, quizá por eso me cuesta tanto recordar cuando estoy despierto y por eso escribo en papel cada uno de mis sueños. Por ejemplo mira arriba, ¿te gustaría visitar la Luna, verdad?, pues yo lo hago cada noche, pero aunque es maravillosa, lo más grandioso es ver la tierra desde allí arriba. Te voy a contar uno de mis sueños, escucha: “La agrisada superficie de la Luna posee miles de tonos multicolor cuando caminas sobre ella, pero es nuestro hogar, el azulado planeta Tierra, lo primero que capta nuestra atención…

Supongo que los ojos del niño que fui debían expresar fe y entusiasmo, porque su relato pormenorizado y alegre se demoró en detalles que no siempre yo exigía, pero que sin duda me hicieron pedir más y quejarme cuando, tras más de 13 relatos, afirmó que ya era tarde y se iba.

Mi ensimismamiento estaba tan apegado a la fantasía que desbordaba mi imaginación, que en el camino de regreso a mi casa, no reparé ni por un segundo en la hora. Descuido que mi madre y mi abuela, con sus alharacas dramáticas e indignadas, cuando me vieron enfilando la calle, me hicieron pagar con regañina y azotes por llegar cerca de la una de la noche. En mi defensa no aduje más que el altercado con el primo, y en lugar de la costumbre de llorar y quejarme, me mantuve sereno y sumiso, circunstancia casual que a partir de entonces me enseñó la estrategia perfecta para acortar los rapapolvos. Pero aquella noche la única prioridad era ir a la cama, el inflexible mandato de las matriarcas mientras el resto de la familia disfrutaba, a la puerta del hogar, del alivio nocturno del verano, no fue en modo alguno un castigo, sino la concesión de una urgencia placentera.

Nada más terminar el encuentro, mi mente sólo pensaba en dormir. Deseoso de seguir los pasos de aquel soñador y poder contemplar yo mismo aquellos templos gigantescos, que según él, habían construido los mismos dioses en la Luna, para después sumergirme en el océano y bucear entre los restos de civilizaciones perdidas, antes de que el hombre creara la historia. Pero los nervios, quizá por su advertencia de que dominar los sueños nos lleva a desapegarnos de la vida material, como era su caso, y el miedo de ser el causante de que la vergüenza y la mofa cayeran sobre mi familia, me produjo insomnio y una vez dormido, pesadillas.

Los días siguientes no fueron diferentes, aunque en la vigilia pasara horas sin fin imaginando la hazaña de sus relatos conmigo de protagonista o acompañante, porque las noches se llenaban de nervios y sueños extraños, muy diferentes de mis típicos sueños en los que conseguía volar y convertirme en el primer niño superhéroe. Esos días estuve raro, mi madre pensó que tal vez tenía anemia porque rehuía a mis amigos y siempre andaba solo y meditabundo. Lo cierto es que buscaba la soledad para, en el momento en el que nadie me observara, dirigirme a mi refugio, con la esperanza de que “el hombre de la Luna” volviese; pero nunca volvió.

La noticia de su fallecimiento me la dio mi primo semanas más tarde, con ese brillo malicioso que despedían sus pupilas cada vez que buscaba animales a los que maltratar. Supongo que fue la última vez que corrí al huir su nombre y, como no podía ser de otra manera, fui a mi refugio. No era el primer contacto con la muerte de mi corta vida, pero sí me sorprendió la hondura del golpe y el sentido llanto que solté aquella tarde. No podía quererlo como a mi tía o a mi abuelo, pero había soltado más lágrimas por él, que por ellos. Como si algo hubiera cambiado en mí en aquellos días, como si de alguna forma el total de la experiencia fuera un curioso y anómalo paso de aprendizaje y maduración. Por extraño que pueda parecer, el caso es que así fue, el niño juguetón que fui no dejó de serlo en lo esencial, pero cierta inocencia perdida y una madurez repentina aparecieron desde entonces en mi carácter.

Al abandonar mi refugio anduve sin rumbo fijo, aliviado, triste, y a la vez contento de haber disfrutado de aquel contador de fantasías vivaces y maravillosas, aunque sólo hubiera sido una larga tarde de verano. Aquel loco para todo un pueblo, que contaba sus visitas al interior de las cámaras secretas de las pirámides y sus encuentros con alienígenas, había sido para mí una especie de maestro, un ejemplo inasumible e inspirador, como mirarse en un espejo imposible e insensato que la benevolencia de un niño había transformado en magia. Aún hoy siento que de alguna forma me dio un regalo inefable. Quizá ese que explique mi tendencia a soñar con lo imposible y a contar historias, como si él y yo hubiéramos sido o fuéramos la misma persona.

Mis pasos, medidos por una voluntad inconsciente, me despertaron frente a su casa. Había alboroto y ruido de gente en su interior, supuse que serían sus herederos, ávidos de entrar en una casa a la que nadie había accedido en años. Fuera, había una pequeña lumbre que un hombre alimentaba con lo que parecían ser montones de papeles viejos y revistas. Imaginé que entre ellos estaría el pormenorizado relato de sus sueños, ese legado que orgulloso sentía que rehabilitaría su fama y que le otorgaría un lugar de honor entre los hombres de todos los tiempos, ese compendio de fantasías que un día prometió dejarme leer.

No pude dejar de intentarlo, aproveché que el hombre que alimentaba el fuego abandonó su puesto y salté la valla de la huerta para después correr sin dudar hasta el fuego, pero justo cuando me inclinaba a revisar el amasijo de papeles que aún estaban intactos, un grito de denuncia seguido de maldiciones me forzó a escapar por donde había entrado. Esperé agazapado a una prudente distancia, hasta que el atardecer hizo acto de presencia y con su llegada un viento repentino me hizo llegar un resto de papel quemado, que guardé. Sólo entonces el hombre descuidó su hoguera y se metió en la casa. Acercarme, sólo sirvió para atestiguar que sólo quedaban cenizas.

Aquel trozo de papel quemado, que todavía conservo, tornó mi vuelta a casa un tanto menos agridulce. Demoré su lectura hasta que estuve sólo y encerrado en el baño, y aunque su texto estaba incompleto, recordaba todas y cada una de las palabras que conformaban su relato.

Comenzaba así: “La agrisada superficie de la Luna posee miles de tonos multicolor cuando caminas sobre ella, pero es nuestro hogar, el azulado planeta Tierra, lo primero que capta nuestra atención…

A la memoria de G.

Autor: MartiusCoronado

Martius Coronado (Vva del Arzobispo, Jaén 1969). Licenciado en Periodismo, Escritor e Ilustrador. Colabora en Diario 16. Reflejo de la diáspora vital de vivir en Marruecos, USA, UK, México y diferentes ciudades españolas, ha ejercido de profesor de idiomas, jornalero, camarero, cooperante internacional, educador social y cómo no, de periodista en periódicos mexicanos como La Jornada, articulista de revistas como Picnic, Expansión, EGF and the City, Chorrada Mensual y El Silencio es Miedo, así como ilustrador o creador de cómics en diferentes publicaciones y en su propio blog: www.elpaisimaginario.com La escritura es una necesidad vital y sus influencias se mezclan entre la literatura clásica de Shakespeare o Dickens al existencialismo de Camus, la no ficción de Truman Capote, el misticismo de Borges y la magia de Carlos Castaneda, en cuyo homenaje creó: El Chamán y los Monstruos Perfectos, disponible en Amazon. Finalista del II premio de Literatura Queer en Luhu Editorial con la Novela: El Nacimiento del Amor y la Quemazón de su Espejo, un viaje a los juegos mentales y a las raíces de un desamor que desentierra las secuelas del Abuso Sexual.