Nosotros, Los Desenchufados

Ser “hijo de”, parece ser un obstáculo insalvable o una rémora que fuerza, al vástago del ilustre conocido, a demostrar doblemente su valía en el campo laboral o social; al menos si atendemos a las quejas públicas y estentóreas que de sus bocas salen.

No niego parte de sus razones, porque todo atributo conlleva la dualidad de una moneda, su adquisición se expresa en sus extremos, y es que un triunfo también conlleva una penitencia. Pero si la cruz del propio apellido y origen, fuera más desfavorable que sus prestaciones, no duden de que la mayoría acabaría abdicando de su nombre y ocultaría, con una nueva personalidad y alias, su vida. Pero como ello no ocurre, no cobijen en sus consideraciones ni la sombra de una duda.

Facilita mucho el vivir, y su consecuente coste pecuniario, que las puertas, que para el común de los mortales están cerradas, para ellos se abran. Entonces su inexperiencia se convierte en un grado con llave de acceso al camino que decidan tomar, y no solo para ellos, sino también para el de sus recomendados. Todo sin mayor mérito que el que suscita su insustancial fama. Pero no es por ella, no se engañen, sino por los favores futuros e imaginados que la genuflexión se orquesta. Porque fue ayer y será mañana, un privilegio social otorgado a los méritos, y torcido por la ambición; también de aquellos que a ostentarlo sueñan.

La posición y la posibilidad de escalar en la pirámide social, es un anhelo compartido por todas las comunidades y civilizaciones conocidas, pero nunca como hoy hubo una estratificación tan diversificada. En la antigüedad los estamentos y jerarquías se ganaban e instituían con la valía de una guerra, ocupando altura y posesión sobre tierras y gentes. Conformando así clases sociales definidas por su rol, pero estancas e impermeables al trasvase de miembros, porque nacer en una, implicaba rara vez morir en otra.

La historia moderna y occidental, nos contaron, ha sido el fruto de la lucha legítima de una mayoría por desheredar a unos pocos de sus privilegios intransferibles, para democratizar desde el nacimiento las posibilidades de todos. La nobleza y la monarquía no son ya lo que eran, pero la costumbre del poder no olvida sus mañas y quien lo alcanza conoce, sin duda, sus códigos y los usa para su propio beneficio y el de sus allegados. Alcanzar el privilegio implica querer mantener el sistema que lo hace posible. No cambiarlo para hacerlo accesible al resto.

Los famosos, su prole y sus conocidos, se han convertido en la nueva nobleza, como si el ciudadano medio necesitara saber que a pesar de lo descabellado que pueda parecer, él también puede llegar a serlo; eso al parecer es lo que para muchos significa la democracia. Pero a un lado y de misma raíz que ese endiosamiento voluntario del público moderno, olvidamos que también surge y se perpetúa una más mundana y cotidiana costumbre. Esa en la que el poder, a menor escala, también ejerce sus privilegios, desechando a aquellos que carecen de un padrino que los recomiende.

Tener un buen enchufe, sin necesidad de ser “hijo de”, burla el ideal democrático igual que lo hace esa rémora clasista que refleja el estatus del famoso. Su origen es tan antiguo como la civilización a la que pertenecemos y escenifica cómo las costumbres nos persiguen con su inercia a pesar de los cambios sociales y las supuestas superaciones logradas a lo largo de la historia.

España fue y sigue siendo tierra de “enchufismo”. Su uso asiduo por parte de los políticos nos indigna ahora, pero nuestro contexto cultural y social, en prácticamente todos los ámbitos, funciona bajo su signo. Reflejo de que ésta fue nación de oligarquías y círculos sociales cerrados que se retroalimentaban para que lo importante, de una forma u otra, quedase en familia.

Los Don Nadies de esta nación nos cansamos de llamar a puertas, insistiendo tozuda y torpemente por alcanzar, no un privilegio, sino la posibilidad de mostrar nuestra valía sin que suene la flauta. Algunos lo lograrán, pero a la gran mayoría ni se les presta la más mínima atención, a no ser que vengan avalados por una recomendación o un padrino. Muchos dirán que lo mismo ocurre en todos sitios, pero en mi experiencia laboral y de periodista en países como México o USA dice lo contrario. No digo que a un desconocido le hagan caso, pero sí me he encontrado que después de mandar algún escrito, y sin contacto alguno allí donde llamaba, a veces la respuesta era afirmativa, por el simple valor de lo que les dirigí; consiguiendo colaboraciones y hasta trabajo. Cosa que, en mi patria, nunca me ha ocurrido, al menos no con un trabajo reglado, sí quizá con colaboraciones; siempre y cuando éstas fueran gratuitas, claro.

La oligarquía de antaño sigue vigente y diversificada en los tics de los nuevos estamentos sociales, porque el acceso al poder se favorece, apadrina y reparte como un proceso natural y lógico de las relaciones sociales. La intercesión es más importante que los méritos, y en esa noble tradición, se refleja la cara oculta de una sociedad. No la de aquella que ocupa los medios de comunicación con fama y oropel, sino la real, la de muchos desenchufados. Esos mismos que terminaremos parados y desperdiciados. Claro que por culpa nuestra… ¿quién nos manda no tener un padrino?

Nacionalismo y Aceitunas

Cada vez que alguien, al describírsela a un extraño o recordarla, dice: <<Mi tierra>>, engarza sin saberlo, el sentimentalismo de la propia vida con un marco social, en el que la familia, los amigos y las costumbres crearon los cimientos de nuestros futuros odios y afectos. Sustrato indeleble de aquel tiempo y lugar que aún vive en nosotros, donde se edificó nuestra estructura cognitiva, sentimental y ética. Iniciación que forjó, casi por completo, el molde prefijado y único, que, desde entonces, nos guiará durante toda nuestra existencia.

La tierra, la propia tierra, es un concepto romántico a pesar del más enconado raciocinio que pudiéramos acaudalar, porque no es su realidad objetiva, ni su clima, ni su vegetación o flora, ni sus gentes, costumbres o gastronomía lo que significa nuestra tierra; sino la más pura y propia subjetividad. Su valía se iguala a la nuestra, y su idealización es tan generosa como la que ponemos al evocar la nostalgia de un recuerdo.

El nacionalismo es simple pertenencia y sentimiento, su fuerza y su verdad es el innegable valor de una comunidad que comparte idiosincrasia y terreno, otra cosa e intención es la instrumentalización política. El conflicto surge porque el carácter de lo propio hace imposible la objetividad. ¿Quién no antepone y alaba lo suyo frente a lo ajeno? Muchas veces sin conocimiento de aquello con lo que se compara. Debido a que conocer es vivir, y uno no puede vivir en muchos sitios. Si lo hiciera, probablemente, pudiera llegar a caer en la tentación de descreer de todo tipo de nacionalismo; incluso imaginar que un mundo unido es posible, no hoy, no mañana, pero quizá algún día.

La naturalidad de lo propio tiende, al primer contacto, a minusvalorar lo extraño, porque hemos aprendido a hacer y a ver todo bajo un prisma, que el forastero al diferir, pone en entredicho. Pero la diferencia, recuerden y no lo olviden, nunca se puede usar para justificar distingos, porque su excusa es la misma que erigió la esclavitud, creó el colonialismo y sigue alimentando el machismo. Ser diferente no debería nunca implicar que los derechos difieran, la fuerza no es una razón y por contra debería serlo la ética.

La realidad española está marcada por las diferencias regionales, las tierras del norte nada tienen que ver con el sur, y las gentes del interior, poco con las del mediterráneo o canarias. El marcado nacionalismo se revela en el idioma, la cultura, el clima y la propiedad de la misma tierra. La historia va unida a ella, y por ella se explican las ideologías y la misma economía que nos vertebra.

Yo me atrevo a hablar de la propia, aunque haya vivido en otras y no resida en ella, porque allí viví mis primeros años y su conocimiento, modesto y parcial, si alguna idiosincrasia poseo, debe proceder de aquella, mi tierra.

Ser jienense, implica en la mayoría de los casos, no poseerla. Nadie de mi familia está adornado con ese don, aunque mi abuela paterna murió reclamando los pinos y un molino de la herencia familiar, sin que ni ella ni sus hijos, pudieran hacerse nunca con ninguno de los dos reclamos. Tengo amigos que compraron unas decenas o centenas de olivas, pero pocos conocidos que por herencia familiar posean tierra.

Cuando uno viaja al norte, trabaja por allá y hace relación, descubre que las gentes desde el cantábrico hasta Castilla suelen ser propietarios de terrenos dentro de la familia, sino todos, una gran parte, quien más quien menos, tiene un pedazo de tierra. En Andalucía en general y en Jaén en particular, el estereotipado latifundio significa que los pocos que la poseen, tienen mucho frente a una mayoría que nunca tuvo nada más que la venta de su sudor.

Es muy fácil apoyarse en el comodín de un estereotipo cuando se desconoce directamente la realidad. Más aún, cuando por su condición de local, un señorito andaluz afirma que el típico desempleado andaluz no quiere trabajar y sólo quiere cobrar el subsidio agrario. Porque su condición de local facilita el juicio de valor que corrobora un prejuicio al que se sumarán muchos otros forasteros, obviando que es una parte del conflicto y que desconoce la realidad de aquellos a los que éste señala.

Esta mezquindad, tiene un origen que obviamos, aunque la generalidad del ciudadano conoce, pero cuya lejanía histórica parece no poder afectar al presente. Se nos olvida que, así como nosotros somos la suma de nuestros días, una sociedad también es fruto de su pasado. La mal llamada Reconquista dejó un reparto de tierras en el sur que aún es palpable, el latifundio y el poder cuasi omnipotente del señorito andaluz comenzó entonces y su perniciosa inercia sigue marcando la precariedad económica y la falta de horizontes del andaluz medio. Es por ello que sigue ganando el socialismo en las elecciones, como de igual forma en el norte ganan los conservadores, porque ellos, los norteños, sí poseen tierras; y la ideología va unida al patrimonio.

Les ponía el ejemplo de la provincia de Jaén y con ella seguiré. Su mar de olivos implica que cada año, al final de cada cosecha, los grandes propietarios ganen decenas o centenas de millones de euros, ganancia a la que se añadían las ayudas de la Comunidad Europea, mientras los pequeños propietarios obtenían un ingreso que debían administrar para sobrevivir el resto del año. Los jornaleros sin tierra, la gran parte de la población, sólo puede contar con el ingreso de la recogida de la aceituna, entre diciembre y febrero, porque el resto del año no hay más movimiento económico que el producido por el comercio local o el trabajo en la administración pública.

La ingente tasa de paro se explica por la nula inversión o diversificación económica, y es que aquellos que tienen dinero para afrontarla ni se la plantean: ganan demasiado como para molestarse. El resto, necesitado, no tiene ni propiedad con la que pedir un préstamo e idear un nuevo nicho de negocio, desalentado también por un mercado con poco nivel adquisitivo.

El círculo vicioso explica la tradicional e histórica tendencia a la inmigración. Hace siglos a América, luego a Europa y a los únicos enclaves industrializados del país, Cataluña durante gran parte del siglo pasado y a Madrid en las últimas décadas. Inmigración que sigue y seguirá, por las pocas perspectivas de futuro laboral. Si la crisis ha afectado a toda la nación, imagínense lo que supone conseguir alguno de los empleos precarios que poco a poco afloran, y es que éstos se encuentran en las grandes ciudades o en el turismo de costa. La crisis no se afronta en las mismas condiciones, cuando sobrevivir implica emigrar y un alquiler, lejos del cobijo de la casa familiar.

Resulta paradójico y triste oír cómo se apela a la unidad de España y a la corresponsabilidad presupuestaria, desde el gobierno central ante el denominado desafío soberanista. Cuando por décadas no se tuvo ninguna visión de estado para equilibrar las diferencias económicas de las regiones que la forman, ni por parte socialista ni conservadora. Porque son, en gran parte económicas, las razones que subyacen en el nacionalismo catalán o vasco para reclamar su independencia. Como demuestra su reiterada apelación a que ellos aportan más, que el resto de comunidades autónomas, al total nacional.

Súmenle los prejuicios asociados a los estereotipos regionales, la instrumentalización de sentimientos legítimos, el recordado maltrato sufrido durante la época franquista a su cultura e idioma, y el miedo democrático a una voluntad calificada como “inconstitucional” por el poder tradicional, para terminar de aderezar un conflicto de difícil solución.

Todo problema siempre tiene raíces más complejas y profundas de las aparentes, y en el caso de los diferentes nacionalismos ibéricos se pasa por alto que, con la llegada de la democracia, ninguno de los políticos que llegó al poder central tuvo nunca una idea clara de construcción de país. Si la hubieran tenido, quizá el peso del nacionalismo no habría terminado siendo un problema de bloques, y quizá andaluces como yo, no tendrían que emigrar de su tierra, al menos, no por obligación. Y tal vez, si Andalucía fuera una tierra con la riqueza mejor repartida, el sentimiento nacionalista y separatista aparecería, porque lo único claro es que éste no aparece si tu población se ve abocada a emigrar.

La Encrucijada Socialista

El retorno de Pedro Sánchez a la presidencia del PSOE ha sorprendido a la mayoría de medios de comunicación y a gran parte de la opinión pública. Su vuelta al primer plano político y mediático no estaba contemplada por los diferentes agentes del sistema

Cuando en octubre del año pasado se forzó su salida para facilitar el gobierno del PP, escenificando una crisis sin precedentes en el partido socialista, todo parecía indicar que el cambio de secretario general, tras una prolongada gestora que apaciguara las aguas, sería un simple trámite con urnas, para los promotores del “golpe institucional”. No por nada éste había sido apoyado e ideado por los barones y los grandes pesos históricos del partido, como si la militancia no contase a pesar de haber instaurado el sistema de primarias.

Resultaba ya entonces sospechoso que, en contra de lo anunciado en campaña y de su propia ideología, se fuera a apoyar a un gobierno del partido conservador y tradicional oponente, sin contraprestación alguna. Pagando un desgaste descomunal frente a sus votantes, con el peligro de que muchos de ellos acabaran en los nuevos partidos emergentes.

La objetividad de los hechos demostraba que más allá del aparente antagonismo entre los partidos que se habían repartido el poder desde la transición, el bipartidismo era la escenografía de un sistema político con dos caras, pero con intereses comunes, y el principal, entonces, era la pervivencia de un modelo amenazado por las nuevas formaciones políticas. Sólo así se podía comprender que el aparato del partido socialista iniciara ese movimiento, como si sus agentes ocultos actuaran más en nombre de los intereses creados por el sistema, que por la ideología que supuestamente encarnaban.

Pero la democracia, esta vez en forma de primarias, tiene un pequeño inconveniente cuando los que mueven los hilos del poder se olvidan de aquellos a los que representan, y es que sus afiliados, a pesar de sus dirigentes, siguen creyendo que pertenecen a un partido socialista. Por ello no es de extrañar que, una vez llegado el momento en el que pudieron expresar su opinión, ésta mostrara su apego al candidato que enarbolaba una sensibilidad más social y acorde a la esperada por un partido socialdemócrata.

Durante décadas la élite política ha creído que el votante medio podía ser dirigido, de hecho así fue, como demuestra la entrada en la OTAN o el proceso europeo en el que se ha primado la economía liberal frente a los principios socialdemócratas. Mientras no hubo crisis daba igual quien gobernara, Europa imponía los pasos y ni conservadores ni progresistas los pusieron en entredicho. Parecía que la venta completa de las numerosas empresas públicas, como decía el liberalismo, haría que se abarataran los servicios y se repartiera la riqueza; pero el incremento exponencial de la luz, por poner sólo un ejemplo, y los beneficios de empresas como Telefónica o Repsol, muestran que en realidad el país ha perdido unos ingresos que no han hecho más que incrementar la deuda pública y empobrecido a la hacienda pública, convirtiendo el impacto de la crisis en imparable.

La Comunidad Europea, en las últimas décadas de construcción, se olvidó del aspecto social. La crisis de los partidos tradicionales y, en especial, de los partidos socialdemócratas europeos tiene aquí su raíz, porque a pesar de sus supuestas intenciones han dejado que los principios del Estado del Bienestar queden subordinados a los del liberalismo globalizador y al de las grandes corporaciones. Su dejadez, cuando dicha tutela debía corresponder a la socialdemocracia europea, los señala.

La perspectiva del pasado ayuda a comprender las consecuencias del presente, y visto así ahora no extraña que durante los gobiernos de Felipe González se vendieran más empresas públicas que en ningún otro periodo, más de 120, y que dicha tendencia no ha cambiado, no importando qué partido gobernase. Lo que también demuestra que ninguna de las dos formaciones bipartidistas tenía o tiene una visión de estado propia, más allá de la que dicta Europa. Y aunque el españolito medio no sepa expresarlo, al sufrir los efectos continuados de la crisis, comienza a expresarlo al buscar nuevas formaciones políticas.

El reingreso a la secretaría general de Pedro Sánchez ejemplifica el enfado del votante tradicional con las élites del partido y la demanda de unas políticas más acordes a su credo, pero también insinúa la necesidad de cambios profundos en la socialdemocracia si quiere seguir siendo relevante en los años venideros, y no seguir perdiendo votantes.

A pesar de comenzar como un candidato oficial, Pedro Sánchez, quizá más por las circunstancias que por su propio planteamiento, se ha visto abocado a un papel que debe tender puentes con la nueva izquierda. Sin duda, las luchas internas dentro del PSOE no van a terminar aquí, cómo se resuelvan y una sabia lectura de las necesidades políticas por parte de sus correligionarios harán posible que el socialismo tradicional vuelva a tener un papel relevante; de no conseguirlo la derecha volverá a repetir legislatura y su importancia y rol, en el futuro panorama político, irá, sin duda, disminuyendo.

La Mística Esperanza de la Descendencia

Imagina que la humanidad fuera un ser vivo y que su supervivencia, a través de los milenios y las catástrofes, significara la salvación críptica de todos y cada una de sus partes. Un ente cambiante y longevo que utiliza cada muerte y nacimiento, para alcanzar a vislumbrar aquel propósito loable, olvidado y futuro, que le desvelará su papel en el Universo. Sé que aún te cuesta creer en ello, pero espera.

Hasta la llegada de ese precioso momento y de tu creencia en él, nos bastará con el amor propio y la querencia hacia nuestros seres queridos, para seguir deseando que un futuro mejor alcance a las generaciones venideras. Pero no por falta de fe, la mística inconsciente dejará de estar presente en esa mezcla de instinto, irracionalidad, generosidad y egoísmo que, sin saberlo, nos hace intuir que el bien de nuestros descendientes será el nuestro, aunque ya estemos muertos.

En la variada expresión del ser humano hay quien se obsesiona con dejar alguna huella que mantenga su recuerdo, incluso quien suspira por que la inmortalidad de sus hechos conmueva a los que aún están por llegar. Pero también hay una mayoría instintiva que premedita la burla de la muerte con el fruto de su propia sangre y carne, engendrando en la propagación de su apellido y genes, la posibilidad de ser en sus hijos aquello que su existencia no parió. Un consuelo, una vez llegado el decisivo tránsito de la cercanía del fin, tan natural y urgido para algunos como intranscendente para muchos; pero cuya propia apreciación poco importa. Porque nadie se sustrae a entremezclar sus sentimientos, ilusiones y anhelos con la esperanza de que la humanidad prospere.

La preocupación por legar un mundo más justo y sabio a nuestros descendientes es un ideal que se ha perseguido siempre. Enraizado en la cultura, la educación y el progresivo reconocimiento de la igualdad y los inherentes derechos universales que todo humano atesora por el simple hecho de pertenecer a la especie. Como toda meta utópica, su propósito no es tan importante como su persecución, porque la perfección no nos atañe y en nuestra diversidad siempre habrá expresiones contrarias y antagónicas, pero si la meta se conoce, se inculca y se interioriza, el avance hacia la utopía debería ser inexorable.

En su anhelo subyace quizá el único vestigio espiritual y místico que se permite el común del hombre moderno, porque más allá de ser creyente, agnóstico o materialista, ese desapego y generosidad de buenas intenciones, para los que queden tras nuestra marcha; suele ser compartido por cada ser humano. Claro que frente a él, hay un contrapeso que dificulta que ese sueño compartido se erija en meta primordial de nuestra sociedad. Un antagonista muy carnal y presente en todos, porque comparte el mismo origen. Y ese no es otro que el yo y el egoísmo de actuar en vida buscando nuestro único y propio interés.

Ese principio, como no podía ser de otra forma, ha regido y sigue estructurando las diferentes civilizaciones, porque la sociedad no es más que la suma de nuestras individualidades. El deseo individual, más allá de la abstracción generalista que lo formula, se circunscribe a la carne y al querer propio; el resto es economía y política. Si no me creen, diríjanse al resultado y admitirán que la suma de todos los deseos nunca ha traído la paz, porque cada uno mira por el suyo, y es una tradición muy humana la de prevalecer a costa del semejante.

Ahí se esconde el lógico y natural matiz, ese en el que los descendientes de la propia sangre sean los que reinen, y no los del semejante. La prueba la encontraremos en que pocos donan su capital, tierras, bienes y patrimonio a la generalidad del género humano, para que esa meta del bien común se alcance; tal vez sólo lo practiquen aquellos que no han tenido prole. Esta natural inercia, explica sin duda, cómo se retroalimentan las desigualdades. En un mundo en el que los poderes y papeles desempeñados están bien definidos, así como el reparto de la tierra y de su riqueza, ¿quién está dispuesto a ceder su poder por el bien de todos y no sólo por los de su propia estirpe?

El ser humano sabe distinguir su individualidad de la entidad social a la que pertenece, pero por mucho que de ella se desmarque o se sienta ajeno, no puede abandonar su impronta. Somos lo que hemos aprendido a ser, y no somos nada sin un grupo humano a nuestro alrededor. Siempre se puede huir, pero en la fuga y en el nuevo asentamiento de nuestra conciencia, vendrá indefectible y articulado, para lo bueno y para lo malo, todo el poso de la sociedad que nos ha amamantado; como lo escenifica el personaje de Robinson Crusoe y su versión cinematográfica y crítica de 1975 “Man Friday”. Habrá quien adopte y ejercite nuevos valores, formas y vínculos sociales, incluso quien se mimetice en comunidades diametralmente opuestas a la suya propia, pero tics y estructuras mentales primarias, seguirán brotando como si su naturaleza fuera innata.

Uno es lo que hace, y cualquier sociedad no está exenta a esa premisa. Cada presente no es más que el resultado de las transformaciones que el tiempo marcó en sus instituciones, valores, normas y creencias, como una suma de las decisiones individuales y los papeles jugados por cada miembro de las generaciones precedentes. El legado recibido se expresa en cada matiz y circunstancia económica, social, cultural y política que nos rodea. La multiplicidad de su expresión es finita, pero incalculable para que un mero individuo pueda ser consciente de todas sus causas y consecuencias. Su expresión por ello no puede ser única, sino tan múltiple como los seres humanos que la forman, porque cada persona filtra sus circunstancias únicas a través de su personalidad propia, para hacer que su transmisión de lo que es su sociedad sea igualmente singular. Cualquier resultado es posible, pero la probabilidad indica que seguiremos repitiendo los esquemas que perpetúan el orden establecido, porque uno repite lo que ha aprendido. Si el resultado actual ha creado riqueza y progreso sin precedentes, también ha sido a costa de que la mitad de la humanidad sufra una pobreza que nuestros descendientes, probablemente, seguirán consintiendo. Siempre existirán aquellos a quienes los deseos de sus difuntos no alcanzarán, porque han sido desposeídos de recursos naturales, educación, trabajo digno o inestimables influencias. Y cada cual seguirá deseando, que entre ellos, no estén los propios.

En las civilizaciones del pasado conocido, el número de las ideas y personas que moldeaban la concepción que del mundo se hacía cada individuo, eran contadas; el cambio se concebía lento. En la actualidad, la compleja variedad y la capacidad de los mensajes para alcanzar a la práctica totalidad del ser humano, nos ha convertido en un organismo impredecible. Cierto es, que la visión oficial se impone más que nunca, porque es fácil germinar cuando se susurra en cada oído, pero también lo es que se han exponenciado el número de jugadores, reglas y posibilidades. El cambio social se concibe ahora con cierto vértigo. Rapidez, que significa inquietud para el humano moderno, cuando piensa en el mundo que dejará a sus descendientes.

El progreso nos ha hecho, al parecer, más egoístas. Las maravillosas capacidades descubiertas por la ciencia, en lugar de concebirse como logros que debían llegar a toda persona, se han vertebrado como negocio, y su resultado no ha sido ni accesible para la totalidad, ni justo; hasta el punto de que nuestro hogar, el propio planeta, pueda pagarlo. ¿Nos bastará con concienciar y educar a los nuestros, para poder cambiar el escenario incierto?

En principio, parece insuficiente, pero hay que ser optimistas. Las carambolas de la existencia y la agilidad adquirida por nuestra sociedad, pueden crear nuevos valores, puntos de inflexión donde la realidad pueda ser transformada por una feliz coincidencia, o en su falta, por un simple humano; pudiera ser incluso, que fuera de nuestra propia sangre.

Una mujer o un hombre, tomados de uno en uno, son la expresión de la cultura que los crio. Toda novedad en ellos suele ser fruto de una variación de lo aprendido, y sin embargo el cambio, la mutación y la creación de nuevas sociedades demuestra que el ser humano evoluciona; no siempre hacia adelante porque los logros se pierden y los valores y creencias se transmutan en sus contrarios, pero sin duda la civilización humana no permanece inalterable. No temamos, pues, el cambio, porque será una decisión conjunta, pero intentemos dejar semillas en los nuestros para que la humanidad comience a luchar contra su egoísmo y abrace el ideal compartido, de un mundo más justo. La respuesta adecuada no debe ser sólo por los nuestros, sino también por los descendientes de los otros; quizá en su logro esté nuestra salvación.

Un jaguar no tiene para nosotros, más individualidad que la de representar a su propia especie, regenerada en cada camada, pero tan idéntica como debió de serlo para el primer ser humano que contempló a uno de sus ejemplares. A la luz de nuestros ojos un jaguar fue, será y es, nada más que eso, un animal sin más fin que perpetuar su especie; y nosotros a pesar de nuestra singularidad, ¿tenemos un fin diferente al suyo?

Si no lo tuviéramos nuestra extinción podría estar en proceso. Pero si creemos en nuestra singularidad, no debería sernos difícil imaginar que las personas, a pesar del pragmatismo y del moderno auge de la individualidad, seguimos poseyendo un sentimiento mágico de la existencia, presintiendo que de una forma u otra, si los nuestros perviven y mejoran, nosotros lo seguiremos haciendo aunque la muerte sea ya nuestro estado natural. Tal que si el total, fuera una expresión de futura esperanza para la conciencia de todos los unos que lo formaron, a la par que, por virtud de lo incognoscible, aquellos que nos dejaron, desde el otro lado seguirán nutriendo a la humanidad.

Quizá, como muchos escolásticos se quejen, sólo será razón del instinto. Pero quizás, ¡quién sabe!, tal vez sean ellos los que estén equivocados, y ese atisbo de superstición sea un acicate y una promesa de que la utopía es posible. La pervivencia de la raza humana está en juego y puede que para salvarla debamos volver a creer en ese lazo mágico y místico que aún sigue susurrándonos que el bien común, es la única y acertada respuesta. ¡Al menos, procuren como yo, imaginarlo!

La Tardanza del Inmigrante

La tardanza ha pautado mi destino. Al menos su simbolismo me hizo sentir que siempre, fuese cual fuese la meta social, laboral o sentimental que afrontara, llegaba tarde. Nunca fui el primero en nada y atisbar en la mayoría de los otros, su llegada y mi distancia, debió hacerme perder la noticia de mis victorias. Esas que nunca celebré y que hoy pretendo enjugar en estas letras.

La vida nos enseña, o al menos a mí así me susurró, que un propósito satisfecho vale mil veces y una vez menos que un propósito vacío. Siempre que ese hueco duela con el deseo de ser llenado, aunque su imposibilidad se niegue. Si su inercia perdura, ésta nos dará sentido mientras abracemos su nebuloso y anhelado quizá.

Ser pobre, cuando estudiar es un sueño imposible, es un peso doloroso, pero la falta de letras no alza muros inexpugnables que detengan la intención que el hambre, la guerra y la necesidad nos infunde. Yo fui paciente, trabajé duro y supe ahorrar a pesar de la carestía. Pasé fatigas de gusto y comodidad, pudiendo sufragarlas; todo por tal de juntar un dinero que pudiera convertirse en mi llave de salida. La rutina vital, cuando por más de media vida había vivido sumido en la miseria junto a mis padres y hermanos, no era diferente y unos años más no iban a representar un obstáculo insalvable. Atestiguar como algunos amigos y vecinos lograban una suma importante o menuda, y marchaban, no me alteró. Sabía que cuando llegara mi turno, algo en mi interior lo sabría; y así fue.

Abandonar la única tierra que uno ha conocido es un mal trago cuya melancolía se acrecienta a cada paso, porque la separación de los lazos afectivos y el gusanillo de la memoria, nos revelan que en realidad la existencia es un trámite solitario. Aunque en su contrapeso la ilusión del logro que nos hemos propuesto llene de sentido y futura recompensa, para nuestros seres queridos, nuestro hipotético y triunfante regreso. El camino, comenzado con mixtura de ilusión y vértigo, no tarda en mostrarse muy diferente a lo conjeturado. La fortaleza que uno creía poseer, pronto y en especial al caer la noche, nos abandona, y solo al compartir las dudas con los compañeros de viaje el coraje se restaura.

El dinero no duró más que para un mes y dos fronteras, muchos se daban la vuelta, otros se quedaban paralizados en tierra extraña, sin saber reaccionar como si sólo un milagro los pudiera salvar. Yo no lo había imaginado así, pero no dejé de creer. El camino, con sus gentes y su novedad, te habla, te maltrata, se ríe de ti, pero también ofrece manos invisibles y tangibles si no dejas de soñar, y yo me agarre a ellas, por tozudez si quieren, por suerte o tal vez por instinto de supervivencia; pero sin duda alimentado por el sueño de mi voluntad.

Trabajé, no quiero recordar ya los oficios ni los lugares, durante más tiempo del previsto para malograr intentos en camiones comerciales, barcos y asaltos de vallas fronterizas, sin dejarme vencer por el fracaso. La violencia y las palizas sufridas por parte de los policías de terceros países conseguían desanimar a unos pocos, pero para el resto la vuelta a casa no era una opción; la quimera de llegar a Europa se termina convirtiendo en la única posibilidad, esa por la que uno acepta, incluso, apostar la vida.

Al final conseguí pagar mi lugar en una patera, la aglomeración y el frio no fue lo peor, sino la negrura y el sonido del mar, como si fuera un túnel interminable dispuesto a devorarnos. En esas horas perpetuas, los nervios, la emotividad y el miedo, llenan las cabezas de un silencio denso. Los llantos, rezos y los repentinos ataques de confesiones inconexas y apremiantes, no distraen el juicio individualizado y propio que la posibilidad del fin o el éxito nos impone. A pesar del miedo vivido, no dejo de recordar con cierta querencia aquel instante, no por el repaso vehemente y grandilocuente de lo vivido, sino sobre todo porque de alguna forma, la presencia cercana de la muerte, me hizo vislumbrar el escurridizo e inefable sentido de la vida. Hallazgo que quedó inconcluso cuando avistamos tierra y la carrera por abrazar el sueño comenzó.

Llegar a la meta no significó ni tregua ni descanso. Creí como muchos que lo peor había pasado, quizá uno ya no tenía que arriesgar su vida, pero huir y esconderse de las autoridades nunca había sido tan absoluto. Aquella tierra prometida no era un oasis de trabajo y oportunidades, no al menos como lo habíamos fantaseado. Pero a pesar de las condiciones laborales y legales, los sacrificios rendían un dinero que finalmente pude mandar regularmente a mi familia.

Al pasar de los años, el orgullo se dibuja en mi rostro. He tardado en formar un hogar con hijos y esposa, en obtener mi permiso de conducir y en presumir de coche propio, incluso he podido terminar una carrera universitaria, aunque tuviera que esperar a cumplir los cuarenta y cinco años, y aún no sea dueño de una casa. Sin embargo, ya no importa que me costara casi una década ser ciudadano legal de este primer mundo que se demoró en aceptarme, y que sólo hace menos de un año pudiera viajar a la tierra que me vio nacer, para comprender que todo aquello que dejé, afectos, memorias y personas, han dejado de ser parte de mí; al menos como yo de ellos, mutados por el tiempo, el cambio y la inercia de nuestras propias existencias, convirtiéndonos en una anécdota sentida y esporádica, que nació en el pasado y que no tiene lugar en su presente diario.

Hubo una época en que aquella tardanza por encontrar mi lugar en el mundo, oteada en mi juventud y desplegada en mi madurez, me hizo sentir desgraciado y derrotado, antes incluso de que intentara perseguir mi sueño. El tiempo y mi subjetividad han comprendido que la tardanza no es la antesala de la derrota, sólo la muerte cierra todas las puertas, porque mientras permanezca en nosotros un mínimo aliento, cualquier fracaso se puede tornar una victoria.

Hoy reconozco la valía de mis logros, no por la valentía y el coraje de haber cruzado países y mares, considero que en similares circunstancias muchos europeos hubieran hecho lo mismo, sino porque en su consecución me he convertido en mejor ser humano. Agradezco lo conseguido, pero no por ello he dejado de anhelar. He descubierto que la satisfacción es a veces la más sutil de las derrotas, porque en su innegable aceptación se enmaraña la pérdida rutinaria y apática del sueño amado; ese que tan amargo poso deja a los ciudadanos del primer mundo, que colmados de bienes materiales olvidan el aspecto puramente humano y afectivo de la vida.

Una victoria no es más que un gozo finito que se desinfla en su intento por dar un sentido completo a cualquier existencia. Y lo material, ahora que las necesidades básicas tanto económicas como afectivas están cubiertas, no es más que la tardía comprensión de que vivir es un tesoro plagado de joyas dejadas por aquellos que compartieron con nosotros parte del trayecto.

Mi triunfo es inmaterial y su tardío abrazo resulta aún lejano para aquellos que todavía no han comprendido que acumular bienes y patrimonio nunca debe ser el fin de una vida. La solidaridad, cooperación y desapego de los inmigrantes que fueron mis compañeros momentáneos me hicieron ver que en realidad no importa llegar tarde, y que la demora importante es la que sufre esta mayoría contemporánea de ciudadanos del Primer Mundo que sólo anhelan la materia, olvidando en su vivir la renovación de sueños y la búsqueda de un sentido a su existencia. En mi caso, mi victoria no ha sido la de emigrar felizmente, sino encontrar en el proceso un nuevo sueño, y ese es el de crear una ONG que oriente y ayude a los inmigrantes ilegales que, como yo, por primera vez llegan a este continente. Sé que sólo es un pequeño paso, quizá tardío, pero sin duda necesario; y en la tardanza de mi nuevo anhelo, espero fatigarme.

Y si el Don de la Profecía Volviera a Ser Común…

Muchos quieren creer que es una moda pasajera de internet, producto más de la casualidad y de la histeria que de un hecho comprobable, por mucho que en los últimos tiempos hayan aparecido videntes que se autodenominan profetas, y que ést@s hayan acertado con precisión quirúrgica muchos de los acontecimientos mundiales actuales.

Todo empezó cuando Pitia Eleusicá, una conocida tarotista y médium griega, predijera a mediados de septiembre pasado la victoria de Donald Trump en las elecciones americanas. La atención mediática que le otorgó el cumplido vaticinio fue aprovechado por la pitonisa para dejar tres augurios más que iban de lo sorprendente a lo inesperado, y de allí a pesar de “los aciertos”, a lo que todas las opiniones oficiales consideran irreal, pero que ha creado en las redes sociales una ola de credulidad y miedo, a partes iguales.

Inquietantemente los dos primeros se han cumplido. El inicial pronosticaba su propia muerte y la unía en hora y fecha al deceso de una figura histórica, Fidel Castro, coincidencia que se produjo el pasado 25 de noviembre. La segunda anunciaba la aparición repentina en los cinco continentes de jóvenes que reclamarían su condición de profetas, aportando detalles de las fechas de cada uno de los anuncios, sus nombres y su misión, ocultando estos pormenores hasta el momento en el que cada uno de ellos se pronunciara. Nueva coincidencia que certificó el notario encargado por la adivinadora a tal efecto, y que el pasado lunes abría por quinta vez el sobre donde se hallaba el nombre y el país de la última profeta que ha aparecido, sin que pudiera hallarse en ninguno de los casos, ni el más mínimo error.

La sombra del fraude ha sido, hasta el día de hoy, la única explicación esgrimida por los medios de comunicación y los principales portavoces oficiales de las grandes potencias mundiales, que sin explicar el cómo de una manera conjunta o verosímil, denigran la tercera profecía, así como las nuevas que los anunciados profetas han ido augurando; quienes en su mayoría han denunciado presiones de los gobiernos y organismos mundiales, primero para dejarse comprar y luego para que cesen su actividad. Y es que la tercera y última profecía habla de un complot de los grandes poderes económicos para, en menos de un lustro, desencadenar una III Guerra Mundial cuyo fin sería barrer a gran parte de la población del planeta e implantar un nuevo sistema global.

La falta de una fecha precisa dio primero pie a la mofa, pero más aún cuando en ella se hacía referencia explícita a que tras su inicio harían acto de presencia los antiguos dioses griegos que vendrían de las estrellas y que desvelarían que ellos son el origen del misterio que se oculta tras el fenómeno Ovni. El propósito de su llegada sería parar el horrible devenir de la humanidad y evitar un holocausto que aún así, para entonces ya habría causado la muerte de gran parte del ser humano y la civilización tal y como la conocemos, según los nuevos profetas.

La preocupación y las cábalas de medio mundo se reparten por igual y los nuevos augures ya han empezado a lanzar sus predicciones por internet, en muchas de ellas al parecer se confirma a la pitonisa griega y se habla de fechas más precisas, pero la mayor parte de sus detalles han sido vetados por los medios de comunicación, así como han caído las webs que las contenían y ya cuatro de ellos han sido detenidos por diferentes motivos. La última, desaparecida y oculta desde hace semanas, dijo que una nueva oleada de profetas aparecerá pronto y que no podrán hacerlos callar, y de manera críptica terminaba: ya llegó el Anticristo, ya queda poco.

Las Consecuencias de Atender sólo a los Síntomas

consecuencias

La actualidad mundial y la escalada de cambios sin precedentes a nivel político, social y económico parece corroborar que estamos viviendo un punto de inflexión histórico: una nueva forma de terrorismo global, con ejército y control de amplios territorios en oriente medio; oleadas diarias de inmigrantes y refugiados que Europa se niega a auxiliar; calentamiento global y cambio climático palpable y sin visos de solución; crisis económica planetaria y pérdida de derechos sociales y laborales; aparición de una nueva derecha en el viejo continente con tintes racistas y con grandes posibilidades de acceder al poder en Francia y en otros países; incluso el confirmado desembarco de un racista con ademanes fascistas a la presidencia de la gran potencia mundial, como ha sido el triunfo de Donald Trump.

Los analistas y los medios de comunicación de medio mundo no saben encontrar ni respuestas concluyentes ni explicaciones, y el ciudadano medio está confuso, como si la cascada de acontecimientos fuera un juego inexplicable del azar del que sólo cabe esperar su fin espontáneo. Sin embargo algunos otros apuntan a las similitudes históricas que desencadenaron la II Guerra Mundial, fruto de la crisis económica del 29, el aumento de las desigualdades económicas que propiciaron el surgimiento de los fascismos y que, como todos sabemos, terminó desatando la guerra más salvaje conocida en nuestra historia.

Las teorías e hipótesis que intentan vislumbrar el brumoso porvenir hablan de conspiraciones bien orquestadas para implantar un nuevo orden mundial, de la inminente llegada de los alienígenas, o incluso de correlaciones astronómicas repetidas a las vividas el siglo pasado justo antes de la gran guerra, para explicar el cúmulo de acontecimientos ominosos; lo único cierto es que todo síntoma debe proceder de una fuente y quizá si analizamos sin prejuicios la actuación del ser humano en las últimas décadas, seremos capaces de encontrar esas causas.

Las leyes universales siempre se cumplen, y aunque la lógica parezca guiarnos, nos deslumbran más la inercia cultural, el contexto y los sentimientos que la razón. En ese cúmulo, perdemos la guía de un principio que anunció el hermetismo ocultista y que confirmó la ciencia: “Toda causa tiene una consecuencia, y toda consecuencia procede de una causa.”

Es costumbre asentada en nuestras instituciones y gestores atender únicamente a los signos externos más evidentes de un problema. La promesa de una lucha denodada y vehemente contra los enemigos visibles copa las campañas electorales, los anuncios institucionales y las declaraciones dirigidas a los medios de comunicación y a los ciudadanos; no importa que hablen de educación, droga, guerra, paro, desahucios, urbanismo, economía, cultura o medioambiente.

Sin embargo, no hace falta más que indagar en la profundidad del contexto tratado, para advertir que la complejidad y suma de efectos forma una causa raíz que rara vez se intenta desentrañar. Es más, el disfraz de sus síntomas se convierte entonces en la genuina estratagema que delata la falta de una voluntad fidedigna por hallar una auténtica y duradera solución. Tamaña hazaña, sería el acto de una sociedad madura y sabia, pero la nuestra no contempla la posibilidad de analizarse en hondura, porque hacerlo recetaría unos cambios que afectarían a la estructura de la propia identidad y ello, para la civilización contemporánea basada en las reglas del puro intercambio capitalista, es una blasfemia que no se tolera y que se castiga con persecuciones mediáticas y etiquetas de “enemigos” y “desestabilizadores”, para aquellos que osen señalar a las primigenias raíces de un problema.

África y el Tercer Mundo sufren la pobreza, los eternos conflictos armados o la desigualdad social y económica, por sus malos dirigentes que no saben administrar sus riquísimos recursos naturales, y no por las grandes corporaciones del Primer Mundo que proporcionan armas y apoyo encubierto a diferentes facciones para generar sus grandes beneficios, una vez conseguido el derecho de explotación de sus riquezas. Y así las oleadas de inmigrantes están formadas por ingenuos jóvenes que creen que pueden conseguir con facilidad lo que han visto en la tele, sumado a sus ansias de aventura; no porque la extrema necesidad, la guerra o la ausencia de salidas los aboquen a ello.

Los ejemplos podrían desfilar sin descanso, los hay generales pero también específicos. La amalgama de acontecimientos se nutre de prejuicios y las consecuencias del paro y la crisis simplifican aún más las quejas. La demanda de respuestas hace renacer los nacionalismos y la xenofobia; no es la optimación de beneficios y la deslocalización de la industria hacia países con mano de obra barata y leyes menos estrictas, el origen del desempleo y los recortes sociales, frente a un sistema financiero que siempre se rescata y gana, sino la llegada del extranjero que viene a quitar el trabajo. Y no sólo eso, sino que termina generando delincuencia, porque los que vienen no son buena gente; olvidando que el robo no lo genera el origen cultural, sino el económico y que la delincuencia común nunca surge en las clases altas, porque se nutre de la mera necesidad.

En esta incierta penumbra, amplificada por el crisol poliédrico de fuentes, opiniones, noticias y expertos de la actualidad tecnológica, política y económica, la realidad del día a día se antoja indescifrable, como si los sucesos históricos fueran producto de la casualidad y de la providencia y no de los pasos instituidos por la humanidad y ejecutada por sus gobernantes y diferentes sociedades.

Les pongo un ejemplo, cuando viví en México por primera vez, allá por el año 1995 la generalizada pobreza y la abismal fractura social me sorprendió, sobre todo porque el pueblo parecía asumirlo como algo inevitable. En ocasiones se podía notar una rabia interior, pero no había quejas, aunque siempre pensé que aquel clima social era una olla a presión que de alguna forma se desataría. Hoy el poder de los cárteles de la droga y su control de amplias zonas del país es consecuencia directa de aquella sociedad desequilibrada económicamente, la semilla se sembró durante décadas y hoy se notan sus síntomas. Igual correlación se puede aplicar a la guerra de Irak y al apogeo del Daesh, o a la pobreza impuesta al tercer mundo y a las oleadas de inmigrantes, o al cambio climático tras décadas de maltratar el medioambiente.

El proceder crea consecuencias, también para una sociedad, si éste fue adecuado recogeremos sus beneficios sino es de ilusos culpar a la mala suerte. La lógica de actuación del mundo contemporáneo no difiere demasiado de aquel propietario que durante años y ante una gotera no se preocupa más que de poner envases que recojan el goteo, hasta que un día el edificio entero se viene abajo.

El problema y las consecuencias que vivimos son producto de la dejadez a la hora de pedir cuentas y soluciones tangibles y a futuro a aquellos que nos gobiernan, porque al final las consecuencias las pagamos y las seguiremos sufriendo tod@s; a menos claro que pronto tomemos conciencia.