El Olvido de la Carne

El Olvido de la Carne

El hombre moderno ha transformado la vida en una circunstancia a la que no hay que buscarle el sentido, más allá de vivir el momento. El sabio e iniciado de la antigüedad, por el contrario, practicaba y enseñaba la indagación, porque la vida es un camino, y el tiempo escaso para develar las razones de nuestra existencia. Para él la vida material era un tránsito caracterizado por su naturaleza olvidadiza.

El olvido es la primera flaqueza que acontece a la carnalidad. El efímero escapismo del momento nos invade sobre los detalles de nuestro nacimiento, a pesar de ser sus protagonistas. Padecimiento que se repite en los años posteriores, borrando un rastro que, como mucho, deja una neblina de flashes inconexos y sentidos. Como si los recuerdos no nos pertenecieran. Hasta que en algún punto de la niñez, aparece una conciencia y un sentido de la individualidad que los años y el crecimiento simplifican y enaltecen como el origen de lo que somos.

A sus rescoldos acudimos para revivir lo que una vez fuimos, con la emoción del que intenta vislumbrar el inenarrable sentido de la vida, escarbando en su mágica mixtura de amarguras y nostalgia. Somos lo que hemos vivido, lo sabemos, lo presentimos y llamaríamos loco a quien nos lo negara, pero a pesar de estar presentes, poco podemos atestiguar de lo sucedido. El metafórico ayer puede estar plagado de memorias vívidas, lúcidas y detallistas si quieren, pero de entre la suma de horas, meses y años trascurridos, no podemos extraer como prueba, ni el completo total del más nimio día. Sólo bosquejos de momentos, sin detalles completos de la hora a la que nos levantamos, la ropa que llevábamos puesta, lo que comimos o los juegos mentales que durante esas horas poblaron nuestra cabeza.

Dicen los neurólogos que el olvido es una estrategia evolutiva que nuestro cerebro usa para ahorrar energía y enfocarla en el presente. Sin duda la demandante realidad, no promueve el conteo y la formulación de un catálogo minucioso de lo vivido, pero ello no creo que justifique, ni sea el origen de nuestra inmensa capacidad de olvido. Me niego a ser tan simple y parcial. Las hipótesis de la ciencia no son más que simples conjeturas, sobre una complejidad desconocida. Un único punto de vista siempre yerra, porque no contempla aquellas perspectivas que desconoce.

Pero si al pragmatismo se alude, para cada uno de nosotros olvidar representa una pequeña muerte. Irrecuperable, como el tiempo y la vida, que se escurren en nuestro abrazo. Lo inmaterial no puede ser calibrado por las leyes de lo físico, y esa incuestionable certeza; se nos olvida. Y como esa desmemoria, muchas otras nos adornan.

El hombre moderno vive como si la muerte no le alcanzara. Ha aprendido a actuar como un inmortal que planifica su futuro, y para quien la muerte es esa eventualidad dramática que acontece a otros, y en la que sólo cabe pensar si se llega a viejo.

No ha olvidado, pero actúa como tal. A ello le han enseñado.

El universo en su escala de tiempo, sin embargo nos recuerda que nuestro paso por esta condición, no dura más que un parpadeo. Los sabios de la antigüedad se esforzaban en enseñar que la muerte camina a nuestra vera, y que recordarlo era el mejor aliado de aquel que busca el conocimiento. Primero para conocerse a sí mismo, después para indagar en las razones y el propósito de nuestra existencia.

La modernidad ha olvidado sus enseñanzas y entronizado al materialismo, simbolizado en el culto al dinero, al consumismo y a esa imagen de eterna juventud que intenta negar la evidencia de que el tiempo se nos acaba, y a la par nos distrae de poder centrar nuestra atención en lo verdaderamente importante. Eso que para cada uno puede ser diferente, pero que sólo reconocemos cuando sentimos la cercanía de la muerte.

La irrupción de la desgracia, nos otorga una dolorosa oportunidad. La fatalidad en forma de enfermedad o de muerte inesperada, nos fuerza a reevaluar las inercias y las prioridades en las que hasta ese momento hemos cimentado nuestro vivir. Y la obligada vista atrás nos hace recriminarnos por no haber incidido en aquello que ahora se nos presenta como primordial. La vida es una opción múltiple y de elección propia, y nuestra forma de afrontarla no dista mucho de la de nuestros modelos; hasta que la adversidad nos brinda una fría y novedosa perspectiva. El dinero y la materialidad son opciones, pero dudo mucho de que en la nueva formulación de prioridades, éstas desbanquen a una madre, unos hijos, un amor o un sueño incumplido. Claro que una cosa es darse cuenta, y otra lograr hacerlo. Las promesas, inclusive las trascendentes y ofrecidas a uno mismo, también se olvidan.

La inmortalidad o la invulnerabilidad frente a las desdichas, al menos a día de hoy, no se pueden comprar con dinero. Truman Capote, que tantos ricos conoció, decía que no hay nada que diferencie a un millonario de una persona común, en lo referente a sufrimientos, inquietudes y quereres; la única diferencia se encuentra, afirmaba, en la frescura de los ingredientes de sus comidas. Y a pesar de todo, el triunfo y el dinero siguen apareciendo en nuestra sociedad, como las únicas respuestas.

La religión, que una vez fue la expresión sagrada de la búsqueda del sentido de la existencia más allá de la materia, ha sido arrinconada por su dogmatismo anacrónico y el fanatismo de libro cerrado que durante siglos guió a sus creyentes a imponer un reino en esta tierra, desvirtuando la indagación personal y propia sobre lo ignoto, a la temida acusación de herejía. Generando creyentes que sólo atienden a las formas exteriores y a la imposición de sus creencias, y muy olvidados ya de la doctrina secreta de aprendizaje, espiritualidad y ética, como camino para vislumbrar las razones del ser.

La muerte es un olvido. Su tratamiento intelectual se reduce a la nada o a la creencia. Un concepto del que aducimos no tener experiencia, para evitar su juego dialéctico. Desmemoriados de que ya hemos vivido en propias carnes su concepto. No por la muerte de los otros, sino por las propias. Porque la muerte no ocurre en un instante, sino que se traza a cada paso. Aquel que fuimos murió, sus gestos, su vehemencia, su ingenuidad y su entorno, yace en nuestros recuerdos. Desmembrado y efímero, víctima del olvido.

Si el tiempo lo concede, la vejez desnudará nuestras excusas y nos enfrentará al inexorable abismo. En esa encrucijada no nos quedará más que mirar de frente a la vida y su sentido, maldiciendo que el tiempo se acaba y nos quedó mucho por escarbar. Sólo entonces, comprenderá el hombre moderno que la vida es mucho más que las tontas distracciones que lo ocupan.

El pragmatismo científico nos diría que ya estamos muertos, sólo es cuestión de tiempo, lo sabemos y sin embargo nunca tenemos tiempo para buscar el sentido de la vida. La maravilla del ser, se escurre y a su introspección, que fue la más hermética y sagrada de las enseñanzas, no habremos dedicado más que ramalazos.

La existencia carnal no es más que un tupido disfraz marcado por el olvido. Un velo que nos impide recordar que nuestro origen es muy anterior al día de nuestro alumbramiento, tal y como nos dirían los maestros de las escuelas mistéricas en las que estudiaron Pitágoras, Salomón y Platón. Un olvido, que sólo olvidando la materia, podía dar acceso a descorrer el velo de Isis y poder vislumbrar, con ello, nuestra verdadera naturaleza y el sentido de nuestra existencia.

Quizá hemos perdido para siempre los procesos que guiaban a los iniciados en su aprendizaje. Pero las enseñanzas del misticismo antiguo, siguen ahí y son más necesarias que nunca para humanizar el mundo actual. No es una cuestión de creer o no en ellas. Sino de seguir su ejemplo, para indagar y valorar más el regalo de la vida, y pelear menos, por cosas transitorias y sin valor. Como hará el anciano que un día seremos, que mirará en su pasado y se reprochará por haberse olvidado tantas veces, de lo que de verdad era importante.

Autor: MartiusCoronado

Martius Coronado (Vva del Arzobispo, Jaén 1969). Licenciado en Periodismo, Escritor e Ilustrador. Colabora en Diario 16. Reflejo de la diáspora vital de vivir en Marruecos, USA, UK, México y diferentes ciudades españolas, ha ejercido de profesor de idiomas, jornalero, camarero, cooperante internacional, educador social y cómo no, de periodista en periódicos mexicanos como La Jornada, articulista de revistas como Picnic, Expansión, EGF and the City, Chorrada Mensual y El Silencio es Miedo, así como ilustrador o creador de cómics en diferentes publicaciones y en su propio blog: www.elpaisimaginario.com La escritura es una necesidad vital y sus influencias se mezclan entre la literatura clásica de Shakespeare o Dickens al existencialismo de Camus, la no ficción de Truman Capote, el misticismo de Borges y la magia de Carlos Castaneda, en cuyo homenaje creó: El Chamán y los Monstruos Perfectos, disponible en Amazon. Finalista del II premio de Literatura Queer en Luhu Editorial con la Novela: El Nacimiento del Amor y la Quemazón de su Espejo, un viaje a los juegos mentales y a las raíces de un desamor que desentierra las secuelas del Abuso Sexual.