Nosotros, Los Desenchufados

Ser “hijo de”, parece ser un obstáculo insalvable o una rémora que fuerza, al vástago del ilustre conocido, a demostrar doblemente su valía en el campo laboral o social; al menos si atendemos a las quejas públicas y estentóreas que de sus bocas salen.

No niego parte de sus razones, porque todo atributo conlleva la dualidad de una moneda, su adquisición se expresa en sus extremos, y es que un triunfo también conlleva una penitencia. Pero si la cruz del propio apellido y origen, fuera más desfavorable que sus prestaciones, no duden de que la mayoría acabaría abdicando de su nombre y ocultaría, con una nueva personalidad y alias, su vida. Pero como ello no ocurre, no cobijen en sus consideraciones ni la sombra de una duda.

Facilita mucho el vivir, y su consecuente coste pecuniario, que las puertas, que para el común de los mortales están cerradas, para ellos se abran. Entonces su inexperiencia se convierte en un grado con llave de acceso al camino que decidan tomar, y no solo para ellos, sino también para el de sus recomendados. Todo sin mayor mérito que el que suscita su insustancial fama. Pero no es por ella, no se engañen, sino por los favores futuros e imaginados que la genuflexión se orquesta. Porque fue ayer y será mañana, un privilegio social otorgado a los méritos, y torcido por la ambición; también de aquellos que a ostentarlo sueñan.

La posición y la posibilidad de escalar en la pirámide social, es un anhelo compartido por todas las comunidades y civilizaciones conocidas, pero nunca como hoy hubo una estratificación tan diversificada. En la antigüedad los estamentos y jerarquías se ganaban e instituían con la valía de una guerra, ocupando altura y posesión sobre tierras y gentes. Conformando así clases sociales definidas por su rol, pero estancas e impermeables al trasvase de miembros, porque nacer en una, implicaba rara vez morir en otra.

La historia moderna y occidental, nos contaron, ha sido el fruto de la lucha legítima de una mayoría por desheredar a unos pocos de sus privilegios intransferibles, para democratizar desde el nacimiento las posibilidades de todos. La nobleza y la monarquía no son ya lo que eran, pero la costumbre del poder no olvida sus mañas y quien lo alcanza conoce, sin duda, sus códigos y los usa para su propio beneficio y el de sus allegados. Alcanzar el privilegio implica querer mantener el sistema que lo hace posible. No cambiarlo para hacerlo accesible al resto.

Los famosos, su prole y sus conocidos, se han convertido en la nueva nobleza, como si el ciudadano medio necesitara saber que a pesar de lo descabellado que pueda parecer, él también puede llegar a serlo; eso al parecer es lo que para muchos significa la democracia. Pero a un lado y de misma raíz que ese endiosamiento voluntario del público moderno, olvidamos que también surge y se perpetúa una más mundana y cotidiana costumbre. Esa en la que el poder, a menor escala, también ejerce sus privilegios, desechando a aquellos que carecen de un padrino que los recomiende.

Tener un buen enchufe, sin necesidad de ser “hijo de”, burla el ideal democrático igual que lo hace esa rémora clasista que refleja el estatus del famoso. Su origen es tan antiguo como la civilización a la que pertenecemos y escenifica cómo las costumbres nos persiguen con su inercia a pesar de los cambios sociales y las supuestas superaciones logradas a lo largo de la historia.

España fue y sigue siendo tierra de “enchufismo”. Su uso asiduo por parte de los políticos nos indigna ahora, pero nuestro contexto cultural y social, en prácticamente todos los ámbitos, funciona bajo su signo. Reflejo de que ésta fue nación de oligarquías y círculos sociales cerrados que se retroalimentaban para que lo importante, de una forma u otra, quedase en familia.

Los Don Nadies de esta nación nos cansamos de llamar a puertas, insistiendo tozuda y torpemente por alcanzar, no un privilegio, sino la posibilidad de mostrar nuestra valía sin que suene la flauta. Algunos lo lograrán, pero a la gran mayoría ni se les presta la más mínima atención, a no ser que vengan avalados por una recomendación o un padrino. Muchos dirán que lo mismo ocurre en todos sitios, pero en mi experiencia laboral y de periodista en países como México o USA dice lo contrario. No digo que a un desconocido le hagan caso, pero sí me he encontrado que después de mandar algún escrito, y sin contacto alguno allí donde llamaba, a veces la respuesta era afirmativa, por el simple valor de lo que les dirigí; consiguiendo colaboraciones y hasta trabajo. Cosa que, en mi patria, nunca me ha ocurrido, al menos no con un trabajo reglado, sí quizá con colaboraciones; siempre y cuando éstas fueran gratuitas, claro.

La oligarquía de antaño sigue vigente y diversificada en los tics de los nuevos estamentos sociales, porque el acceso al poder se favorece, apadrina y reparte como un proceso natural y lógico de las relaciones sociales. La intercesión es más importante que los méritos, y en esa noble tradición, se refleja la cara oculta de una sociedad. No la de aquella que ocupa los medios de comunicación con fama y oropel, sino la real, la de muchos desenchufados. Esos mismos que terminaremos parados y desperdiciados. Claro que por culpa nuestra… ¿quién nos manda no tener un padrino?

Nacionalismo y Aceitunas

Cada vez que alguien, al describírsela a un extraño o recordarla, dice: <<Mi tierra>>, engarza sin saberlo, el sentimentalismo de la propia vida con un marco social, en el que la familia, los amigos y las costumbres crearon los cimientos de nuestros futuros odios y afectos. Sustrato indeleble de aquel tiempo y lugar que aún vive en nosotros, donde se edificó nuestra estructura cognitiva, sentimental y ética. Iniciación que forjó, casi por completo, el molde prefijado y único, que, desde entonces, nos guiará durante toda nuestra existencia.

La tierra, la propia tierra, es un concepto romántico a pesar del más enconado raciocinio que pudiéramos acaudalar, porque no es su realidad objetiva, ni su clima, ni su vegetación o flora, ni sus gentes, costumbres o gastronomía lo que significa nuestra tierra; sino la más pura y propia subjetividad. Su valía se iguala a la nuestra, y su idealización es tan generosa como la que ponemos al evocar la nostalgia de un recuerdo.

El nacionalismo es simple pertenencia y sentimiento, su fuerza y su verdad es el innegable valor de una comunidad que comparte idiosincrasia y terreno, otra cosa e intención es la instrumentalización política. El conflicto surge porque el carácter de lo propio hace imposible la objetividad. ¿Quién no antepone y alaba lo suyo frente a lo ajeno? Muchas veces sin conocimiento de aquello con lo que se compara. Debido a que conocer es vivir, y uno no puede vivir en muchos sitios. Si lo hiciera, probablemente, pudiera llegar a caer en la tentación de descreer de todo tipo de nacionalismo; incluso imaginar que un mundo unido es posible, no hoy, no mañana, pero quizá algún día.

La naturalidad de lo propio tiende, al primer contacto, a minusvalorar lo extraño, porque hemos aprendido a hacer y a ver todo bajo un prisma, que el forastero al diferir, pone en entredicho. Pero la diferencia, recuerden y no lo olviden, nunca se puede usar para justificar distingos, porque su excusa es la misma que erigió la esclavitud, creó el colonialismo y sigue alimentando el machismo. Ser diferente no debería nunca implicar que los derechos difieran, la fuerza no es una razón y por contra debería serlo la ética.

La realidad española está marcada por las diferencias regionales, las tierras del norte nada tienen que ver con el sur, y las gentes del interior, poco con las del mediterráneo o canarias. El marcado nacionalismo se revela en el idioma, la cultura, el clima y la propiedad de la misma tierra. La historia va unida a ella, y por ella se explican las ideologías y la misma economía que nos vertebra.

Yo me atrevo a hablar de la propia, aunque haya vivido en otras y no resida en ella, porque allí viví mis primeros años y su conocimiento, modesto y parcial, si alguna idiosincrasia poseo, debe proceder de aquella, mi tierra.

Ser jienense, implica en la mayoría de los casos, no poseerla. Nadie de mi familia está adornado con ese don, aunque mi abuela paterna murió reclamando los pinos y un molino de la herencia familiar, sin que ni ella ni sus hijos, pudieran hacerse nunca con ninguno de los dos reclamos. Tengo amigos que compraron unas decenas o centenas de olivas, pero pocos conocidos que por herencia familiar posean tierra.

Cuando uno viaja al norte, trabaja por allá y hace relación, descubre que las gentes desde el cantábrico hasta Castilla suelen ser propietarios de terrenos dentro de la familia, sino todos, una gran parte, quien más quien menos, tiene un pedazo de tierra. En Andalucía en general y en Jaén en particular, el estereotipado latifundio significa que los pocos que la poseen, tienen mucho frente a una mayoría que nunca tuvo nada más que la venta de su sudor.

Es muy fácil apoyarse en el comodín de un estereotipo cuando se desconoce directamente la realidad. Más aún, cuando por su condición de local, un señorito andaluz afirma que el típico desempleado andaluz no quiere trabajar y sólo quiere cobrar el subsidio agrario. Porque su condición de local facilita el juicio de valor que corrobora un prejuicio al que se sumarán muchos otros forasteros, obviando que es una parte del conflicto y que desconoce la realidad de aquellos a los que éste señala.

Esta mezquindad, tiene un origen que obviamos, aunque la generalidad del ciudadano conoce, pero cuya lejanía histórica parece no poder afectar al presente. Se nos olvida que, así como nosotros somos la suma de nuestros días, una sociedad también es fruto de su pasado. La mal llamada Reconquista dejó un reparto de tierras en el sur que aún es palpable, el latifundio y el poder cuasi omnipotente del señorito andaluz comenzó entonces y su perniciosa inercia sigue marcando la precariedad económica y la falta de horizontes del andaluz medio. Es por ello que sigue ganando el socialismo en las elecciones, como de igual forma en el norte ganan los conservadores, porque ellos, los norteños, sí poseen tierras; y la ideología va unida al patrimonio.

Les ponía el ejemplo de la provincia de Jaén y con ella seguiré. Su mar de olivos implica que cada año, al final de cada cosecha, los grandes propietarios ganen decenas o centenas de millones de euros, ganancia a la que se añadían las ayudas de la Comunidad Europea, mientras los pequeños propietarios obtenían un ingreso que debían administrar para sobrevivir el resto del año. Los jornaleros sin tierra, la gran parte de la población, sólo puede contar con el ingreso de la recogida de la aceituna, entre diciembre y febrero, porque el resto del año no hay más movimiento económico que el producido por el comercio local o el trabajo en la administración pública.

La ingente tasa de paro se explica por la nula inversión o diversificación económica, y es que aquellos que tienen dinero para afrontarla ni se la plantean: ganan demasiado como para molestarse. El resto, necesitado, no tiene ni propiedad con la que pedir un préstamo e idear un nuevo nicho de negocio, desalentado también por un mercado con poco nivel adquisitivo.

El círculo vicioso explica la tradicional e histórica tendencia a la inmigración. Hace siglos a América, luego a Europa y a los únicos enclaves industrializados del país, Cataluña durante gran parte del siglo pasado y a Madrid en las últimas décadas. Inmigración que sigue y seguirá, por las pocas perspectivas de futuro laboral. Si la crisis ha afectado a toda la nación, imagínense lo que supone conseguir alguno de los empleos precarios que poco a poco afloran, y es que éstos se encuentran en las grandes ciudades o en el turismo de costa. La crisis no se afronta en las mismas condiciones, cuando sobrevivir implica emigrar y un alquiler, lejos del cobijo de la casa familiar.

Resulta paradójico y triste oír cómo se apela a la unidad de España y a la corresponsabilidad presupuestaria, desde el gobierno central ante el denominado desafío soberanista. Cuando por décadas no se tuvo ninguna visión de estado para equilibrar las diferencias económicas de las regiones que la forman, ni por parte socialista ni conservadora. Porque son, en gran parte económicas, las razones que subyacen en el nacionalismo catalán o vasco para reclamar su independencia. Como demuestra su reiterada apelación a que ellos aportan más, que el resto de comunidades autónomas, al total nacional.

Súmenle los prejuicios asociados a los estereotipos regionales, la instrumentalización de sentimientos legítimos, el recordado maltrato sufrido durante la época franquista a su cultura e idioma, y el miedo democrático a una voluntad calificada como “inconstitucional” por el poder tradicional, para terminar de aderezar un conflicto de difícil solución.

Todo problema siempre tiene raíces más complejas y profundas de las aparentes, y en el caso de los diferentes nacionalismos ibéricos se pasa por alto que, con la llegada de la democracia, ninguno de los políticos que llegó al poder central tuvo nunca una idea clara de construcción de país. Si la hubieran tenido, quizá el peso del nacionalismo no habría terminado siendo un problema de bloques, y quizá andaluces como yo, no tendrían que emigrar de su tierra, al menos, no por obligación. Y tal vez, si Andalucía fuera una tierra con la riqueza mejor repartida, el sentimiento nacionalista y separatista aparecería, porque lo único claro es que éste no aparece si tu población se ve abocada a emigrar.

La Encrucijada Socialista

El retorno de Pedro Sánchez a la presidencia del PSOE ha sorprendido a la mayoría de medios de comunicación y a gran parte de la opinión pública. Su vuelta al primer plano político y mediático no estaba contemplada por los diferentes agentes del sistema

Cuando en octubre del año pasado se forzó su salida para facilitar el gobierno del PP, escenificando una crisis sin precedentes en el partido socialista, todo parecía indicar que el cambio de secretario general, tras una prolongada gestora que apaciguara las aguas, sería un simple trámite con urnas, para los promotores del “golpe institucional”. No por nada éste había sido apoyado e ideado por los barones y los grandes pesos históricos del partido, como si la militancia no contase a pesar de haber instaurado el sistema de primarias.

Resultaba ya entonces sospechoso que, en contra de lo anunciado en campaña y de su propia ideología, se fuera a apoyar a un gobierno del partido conservador y tradicional oponente, sin contraprestación alguna. Pagando un desgaste descomunal frente a sus votantes, con el peligro de que muchos de ellos acabaran en los nuevos partidos emergentes.

La objetividad de los hechos demostraba que más allá del aparente antagonismo entre los partidos que se habían repartido el poder desde la transición, el bipartidismo era la escenografía de un sistema político con dos caras, pero con intereses comunes, y el principal, entonces, era la pervivencia de un modelo amenazado por las nuevas formaciones políticas. Sólo así se podía comprender que el aparato del partido socialista iniciara ese movimiento, como si sus agentes ocultos actuaran más en nombre de los intereses creados por el sistema, que por la ideología que supuestamente encarnaban.

Pero la democracia, esta vez en forma de primarias, tiene un pequeño inconveniente cuando los que mueven los hilos del poder se olvidan de aquellos a los que representan, y es que sus afiliados, a pesar de sus dirigentes, siguen creyendo que pertenecen a un partido socialista. Por ello no es de extrañar que, una vez llegado el momento en el que pudieron expresar su opinión, ésta mostrara su apego al candidato que enarbolaba una sensibilidad más social y acorde a la esperada por un partido socialdemócrata.

Durante décadas la élite política ha creído que el votante medio podía ser dirigido, de hecho así fue, como demuestra la entrada en la OTAN o el proceso europeo en el que se ha primado la economía liberal frente a los principios socialdemócratas. Mientras no hubo crisis daba igual quien gobernara, Europa imponía los pasos y ni conservadores ni progresistas los pusieron en entredicho. Parecía que la venta completa de las numerosas empresas públicas, como decía el liberalismo, haría que se abarataran los servicios y se repartiera la riqueza; pero el incremento exponencial de la luz, por poner sólo un ejemplo, y los beneficios de empresas como Telefónica o Repsol, muestran que en realidad el país ha perdido unos ingresos que no han hecho más que incrementar la deuda pública y empobrecido a la hacienda pública, convirtiendo el impacto de la crisis en imparable.

La Comunidad Europea, en las últimas décadas de construcción, se olvidó del aspecto social. La crisis de los partidos tradicionales y, en especial, de los partidos socialdemócratas europeos tiene aquí su raíz, porque a pesar de sus supuestas intenciones han dejado que los principios del Estado del Bienestar queden subordinados a los del liberalismo globalizador y al de las grandes corporaciones. Su dejadez, cuando dicha tutela debía corresponder a la socialdemocracia europea, los señala.

La perspectiva del pasado ayuda a comprender las consecuencias del presente, y visto así ahora no extraña que durante los gobiernos de Felipe González se vendieran más empresas públicas que en ningún otro periodo, más de 120, y que dicha tendencia no ha cambiado, no importando qué partido gobernase. Lo que también demuestra que ninguna de las dos formaciones bipartidistas tenía o tiene una visión de estado propia, más allá de la que dicta Europa. Y aunque el españolito medio no sepa expresarlo, al sufrir los efectos continuados de la crisis, comienza a expresarlo al buscar nuevas formaciones políticas.

El reingreso a la secretaría general de Pedro Sánchez ejemplifica el enfado del votante tradicional con las élites del partido y la demanda de unas políticas más acordes a su credo, pero también insinúa la necesidad de cambios profundos en la socialdemocracia si quiere seguir siendo relevante en los años venideros, y no seguir perdiendo votantes.

A pesar de comenzar como un candidato oficial, Pedro Sánchez, quizá más por las circunstancias que por su propio planteamiento, se ha visto abocado a un papel que debe tender puentes con la nueva izquierda. Sin duda, las luchas internas dentro del PSOE no van a terminar aquí, cómo se resuelvan y una sabia lectura de las necesidades políticas por parte de sus correligionarios harán posible que el socialismo tradicional vuelva a tener un papel relevante; de no conseguirlo la derecha volverá a repetir legislatura y su importancia y rol, en el futuro panorama político, irá, sin duda, disminuyendo.