El Negado Adiós

El Negado Adiós

Mi abuela murió anoche. En los últimos años había jugado a representarme los detalles ideales de su velatorio y entierro. No porque anhelara la llegada de ese momento, sino porque su edad no debía tardar en borrar ese nexo tan querido de mis raíces, y su adiós, sabía que representaba un último acto simbólico de aquella, que una vez había sido, una familia unida. Prefiguraba, que como hubiera sido su deseo, sus hijos, nietos y bisnietos la despedirían en su humilde casa, como reconocimiento al dichoso pasado, que allí como familia vivimos. La quise con locura, como creo que debí corresponder a su mirada siempre entregada, siempre devota y feliz por mi presencia. Hoy su casa, símbolo de la familia que fuimos, ya no podrá despedirla.

La abuela Lala era un cielo, y no sólo para sus nietos y bisnietos. Las familias, por poco, tienen muchas ramificaciones, digamos pues que una de las ramas principales y todos sus brotes le pertenecían. Era nuestra gran reina madre. Habiendo ganado sus derechos, con dedicación y amor. Cada festividad, cada verano multitudinario se celebraba en su casa. Una casa sencilla, eternamente blanqueada del frente al patio, y aunque pequeña e incómoda, para todos parecía ser el único lugar donde se fraguaba la felicidad. Creo no haber sido nunca más feliz que durante aquellos años que albergaron mi infancia y adolescencia.

Haría tres años que no la veía. Desde que me había trasladado a vivir a la capital, no visitaba con asiduidad mi tierra. Había salido huyendo del pueblo con rencor hacia su asfixia y la falta de perspectivas laborales. Supongo que la altanería de saberme parte de otro mundo, llenaba mi presente y no dejaba lugar a la nostalgia. La razón que me llevó a volver, fue un inevitable papeleo, según recuerdo.

Mi madre por ese entonces la cuidaba, y al enfrentarla, me apenó el reconocimiento de mi independencia. Los hechos de mi fuga hacia nuevos horizontes, le habían dejado claro que ya no la necesitaba. Una madre pierde su función cuando los hijos abandonan el hogar, y yo había sido el último. Al verla me sentí culpable. Me justificaba pensando que era joven todavía, y que en el futuro, la resarciría brindándole un poco más de mi presencia. Está ahí, me dijo mi madre señalando la cocina. Ve a verla, está muy mal la pobre, ¡con lo buena que ha sio…!

Mi queridísima Lala estaba frente a uno de los fogones. Jugaba a las cocinicas con un cazo lleno de agua y una comida inexistente. Ya estaba muy vieja, todo lo anciana que la existencia podía figurárseme. Pasaba de los noventa, y su pequeña figura de poco más de metro cincuenta, mostraba no sólo la delicadeza de la edad, sino de su sencilla existencia. Nunca quiso ser más de lo que había sido, una profesional de la familia: hija, madre, esposa y abuela.

Aún no me había visto. Su tembleque azaroso, buscando en los armaritos de la despensa, la mostraba translúcida, perdida. Recuerdo que quise rememorar lo que conocía de su vida, como si de esa forma pudiera reivindicarla, reconocer mi amor y su valía. Quise imaginarla cuando con apenas doce años entró a servir a la casa de Don Emilio San Juan; o cuando un hombre pagao les avisó de la muerte de su mama Anatolia, en el calor de un agosto. Ella y mi abuelo tuvieron que fatigar, con un solo mulo, los más de sesenta kilómetros para llegar a su pueblo, o cuando sus doce hermanos le celebraban la Ajoharina; pero me vio.

–¡Mi nene, mi nene…! –Sus ojos brillaron como solían. Su abrazo y mis besos me emocionaron.

–¡Hijo, ayúdame a buscar la harina! Van a llegar y tengo que preparar la Ajoharina.

–¡Ay abuela!, pero ¿quién va a venir? Si no va a venir nadie.

–¡Pos quién va a ser! –Con su genio– Padre, madre y los nenes.

–¡Ay abuela si están muertos…!

–¡Sí qué pronto los enterráis! –Con su chufla– Si han estao aquí esta mañana y van a venir a por mí, ¡que ya no me quedo más! ¡Me voy a mi casa! Encima papa Luis está enfermo –tenía sus recursos, no en vano llevaba más de tres años inventando excusas para escaparse– ¡Mira que no avisarme!

–Están muertos, están muertos abuela. ¡Todos, todos están muertos! –Me descreía primero con sus ojos grises y luego con su empecinamiento.

–¡Calla que se m´hace tarde! –Retomaba su búsqueda.

–¡Abuela deja eso, ya cocinará mi madre!

–¡Ay sí, que ya estoy vieja, ya he cocinao mucho, me he desvivio por toos! –Sentándose– Pero esta tarde me voy, ¿dónde se habrán metio las gríngolas de mis hermanas? Con lo tarde que es.

–Ha llamao la Luisa, se han ido con los novios en las motos.

–¡Anda que siempre estáis de guasa conmigo!, como ya soy vieja. Mira –Palpándose unos dientes inexistentes, salvo raíces y restitos desportillados– si ya no tengo dientes. ¡Con la buena dentadura que yo he tenio siempre…!

La miré pensando en su aspecto cinco años atrás. Había perdido cierta lozanía en su cara, un dentadura completa y ganado un temblor continuo que se acentuaba en sus manos. Pero sus rasgos, pequeños, proporcionados, queridos; seguían transmitiendo bondad. Sólo sus ojos, más grandes que nunca, estaban perdidos.

Calmó el resuello del nervio y de su mirada. Entonces le hablé sosteniendo su mano.

–Abuela yo he venio avisarte que han llamao tus hermanas –Sonrieron sus ojos, y sus encías picaronas– que ya se ha hecho noche y que vienen mañana. Que no te preocupes, que mañana vienen y os vais.

-¿Sí… sí? –Con mi brazo de asidero y recuperada la mirada– Sí, ¿de verdad? Bueno entonces me quedo esta noche, pero mañana me voy. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

–¡Si te lo había dicho abuela!

–¿Sí..?, no me acuerdo. Hijo, ¿sabes lo que pasa? Es que se me ha ido la pelota.

Esperé a que sus ojos terminaran de calmarse para invitarla a ir con mi madre, le tendí mi brazo. No tardó en aceptarlo para apoyarlo en sus pasos cortos y seguros. Siempre tuvo buenas piernas, su vecino el general, siempre le decía que le pagaba lo que quisiera por cambiárselas. Tras la guerra, había tenido que huir de su pueblo porque mi abuelo había sido rojo y trabajado en el Ayuntamiento durante la República, refugiándose en un cortijo en medio de la sierra, con sus hijos y marido. Vender lo que criaban para comprar lo necesario, suponía andar más de una veintena de kilómetros cada día. Sus piernas aún lo agradecían. Seguía siendo pudorosa y no era de las que las van enseñando por ahí, pero en esos días que me quedé, las vi. Seguían aparentando no más de cuarenta años, cortejanillas (pequeñas), como ella diría, pero formadas y bonitas, sin manchas, piel de naranja, o variz alguna.

A la noche mi madre y yo hablamos por primera vez como amigos, por primera vez en años tras el mutuo enfado y constante enfrentamiento desde mi adolescencia. Tal y como solíamos hacerlo cuando yo era niño. Pero esta vez, la retomada costumbre fue deliciosamente mágica, aunque dolorosa. Llevaba casi tres años seguidos cuidando a mi abuela, y por las pistas de un día, me imaginé la condena. Sólo desde hacía unos meses mi tía, su hermana, empezó a colaborar; una semana cada una, media pensión para cada cual.

Sentí mi egoísmo, no por natural, menos culpable. Hacer mi propia vida, también significaba eludir mi responsabilidad ante mi abuela. Egoístamente había dejado a mi madre con toda la carga, y en dos días volvería a hacerlo. A la muerte de mi padre, mi madre aprendió que los quereres y los amigos, en su gran mayoría, no quieren problemas. El inconveniente es tuyo si te ves sin ingresos y con hijos por criar. Parte de la sangre y pocos más respondieron para dar ánimos y aliento. Pero a parte de mi tía materna y de un tío paterno, cuya ayuda fue afectiva, su verdadero apoyo económico fue mi abuela, mi abuelo y la Chacha.

La Chacha Luisa era la hermana menor de mi abuela, la de la Naricilla, solía llamarla con sorna. Refiriéndose al accidente que de adolescente le dejó quemada y diminuta esa parte de su anatomía. La mayor parte de su vida había estado cocinando otros y viviendo en casas de familiares. Una solterona no llega nunca a tener hogar propio. El mundo la había hecho egoísta. Avara con el dinero de una pensión que con tanto trabajo y servicio a los señoritos, se había ganado. Acostumbrada a que sólo ella pensara en sí misma. Pero a su forma nos quería, el calor y el apego de sus últimos años lo tuvo con nosotros, y nosotros con ella. Sólo una casa tuvo en propiedad, heredada de otra hermana; la vendió y le dio el dinero a mi madre, para que pudiera sacar su vida y la de sus hijos adelante. Mi tía y mi tío, los hermanos de mi madre, callaron entonces, quizá aliviados de que no tuvieran ellos que dar un dinero para ayudar a su hermana. Pasados veinte años, empezaron a reprochárselo a mi madre.

La estrategia era indigna. Parecían haberse guardado la carta, porque ahora querían algo. Su queja escondía ese objetivo primordial que suele enfrentar a las familia, no en vano el dinero es la encrucijada que termina por desnudarnos. Querían vender la casa de mi abuela.

Aquella noche mi abuela dio guerra. No cejó de levantarse, al principio intentando abrir más de cinco veces la puerta de la calle. Luego haciendo un absurdo hatillo por maleta y llamando a gritos a su hermana Luisa; el último nexo de su época, quien había muerto un año antes. Finalmente reclamando una cena, que decía no haber comido. Mi madre tuvo que levantarse a cada reclamo. Comenzó calmada y terminó fuera de sus casillas. Comprendí que abrumada por años de ese castigo exasperante que día tras día afrontaba y que inexorablemente se reflejaba en su cara.

Al volver a la cama, tras intentar ayudar, me vinieron a la cabeza las palabras de mi madre, compartidas horas antes, sobre si aquella demencia senil era sólo fruto del destino, herencia o si había alguna razón explicable en su pérdida de juicio. Tardé, pero finalmente, una vez que mi abuela se calmó, cerca de las cuatro de la mañana, me quedé dormido.

A la mañana siguiente le dije a mi madre que me iba a quedar con ella toda la semana, con la condición de que, sabía que no iba a cumplirlo, ese mismo mes se viniera a pasar unos días con nosotros. Sonrió, sobre todo con su mirada. Me pidió echarle un ojo a la abuela, ahora sonoramente dormida, y fue al mercao.

Cuando volvió le pedí las llaves de casa de la abuela. Llevaba años cerrada y sentí la nostalgia de visitarla. No reconocí la calle. No era sólo que las encaladas casas hubieran crecido hasta las dos plantas, sino que frente a sus nuevos colores chillones, su blancura, ya perdida, parecía desnudarla. El asfalto que había sustituido el empedrado le quitaba calor, pero no era eso. La calle fue una arboleda, debía ser muy niño, pero un recuerdo vívido me la retrata entre los claroscuros de los rayos de sol y sus hojas. Una imagen enturbiada por el filtro difuso del pasado, ensoñada y recreada tal vez por las adicciones que se sueñan con el tiempo; pero tan real como la fuerza que un recuerdo atesora. Sí, la calle tuvo árboles. Cada vecino había plantado el suyo, dejándose llevar por la moda, la envidia o quizás la añoranza de los árboles que rodeaban el porche de los cortijos, donde muchos habían nacido.

Me dio por pensar que nosotros, la generación siguiente, sólo veíamos la utilidad de aparcar el coche, y no sólo eso, sino que renegábamos de nuestro origen. La calle no se llenaba de sillas, puertas abiertas, chiquillería; ni podría ya unirse en revuelo ante la llegada del hijo de la Antonia o de mi prima Toñi. Destilaba más dinero, más frío.

Por fin abrí la puerta y entré. La fachada, blanqueada con simple cal, parecía colar dentro la anacronía que representaba, y que fuera esta y no otra, la que hacía que la casa siguiera igual. El tiempo es engañoso y sutil, se va y regresa con todo el peso de los hechos. Aquel día me hizo comprender que la felicidad no tiene tiempo y es sólo un recuerdo. Entre esas paredes, sobre sus baldosas fui feliz, demasiado feliz.

En el salón, una bruma de ecos recorría mi cabeza. Salté sobre el colchón provisional que cada verano ocupaba con mis primos, abrí la habitación donde durmieron mis padres, mis tíos, mi prima y su marido; y salí al patio. Busqué la parra, recordé la piscina de plástico, las cenas, el frescor de la manguera, las parlanchinas siestas. Pero fue en la habitación de mis abuelos, con sus muebles antiguos y orgullosos de su pobreza, cuando entendí.

La madera negra, todavía olía a ellos. La cómoda todavía retenía sus pequeños tesoros, cajones en los que tantas veces rebuscamos reliquias de plumas, mecheros, libretas, cartas e incluso linternas que iluminaban el juego de una pertenencia extraña, atrayente y de otra época. Una época que salvaguardaba mi abuela cuando sacábamos el reloj del chache Gabrelete o las pulseras de su hermana Felisa; aquellos desconocidos por los que tanto se enojaba con nosotros. Habían sido su mundo, reducido ahora a amarillentas fotografías de boda.

No la había comprendido hasta entonces. No encajaba en la dulzura infinita de mi abuela, esa peca de mal genio. Ahora sentía que sus bisnietos, sus nietos, sus hijos y yernos; mi mundo, era sólo una parte del suyo. Pero ahora, mi mundo también yacía en aquella habitación. Gracias a su recolecta de fotos de mi infancia, de mis padres, tíos, sobrinos, primos; de viejos cajones con ropas de aquellos que fuimos niños y ya habíamos crecido. Muestras de una época que yo había vivido, y aunque la mayoría de objetos eran inservibles, comprendía su negativa a tirarlos.

Ya no quedaba nadie, la casa reflejaba el vacío de mi abuela y sus causas. Si dedicas toda la vida a vivir por los demás, a adecuar tus tiempos a sus llegadas, a ser sólo, eso en corazón y en alma; ¿qué te ocurre cuando tu papel ya no existe? Desde la muerte de la Chacha su demencia senil se había acelerado, no era tan curioso que al cambiar los papeles con mi madre, pasar a ser cuidada, a ser hija, le hiciera suspirar por el más antiguo de sus pasados.

Como si inconscientemente pidiera reunirse con aquellos que fueron su familia. Como cualquier niña, recurría a sus padres, a sus hermanos. Los resucitaba y anhelaba cada día lo imposible, volver a su casa. No importaba que razonaras con ella, que contaras sus años y los que hacía que habían muerto los suyos. Lo admitía, pero decía: Ya, ese ya sé que se murió, pero yo hablo del otro papa Luis.

En tres semanas había que llevarse aquello que quisiéramos, el nuevo comprador la iba a tirar para edificar una planta más. La decisión de la venta la habían tomado sus legítimos herederos por mayoría; mi madre fue la única que se opuso. Mi abuela no pudo opinar, su opinión no valía, aunque sabían que la habría destrozado ver su casa vendida. Pero a mí me dolía que unos pocos, por dinero, vendieran unos recuerdos que pertenecían a tantos. Sin esperar siquiera a que su propietaria recibiera en ella su último adiós.

Hoy años más tarde, camino de su adiós definitivo, intento rememorar el velatorio que siempre imaginé y que nunca se producirá; aquel que ella se merecía. La espera un tanatorio público, no su habitación con la ventana entreabierta, con el jazmín y la dama de noche despidiéndola, con las fotos de sus seres queridos velándola. No, y tampoco se producirá el desfile de vecinas con el rictus de drama y la elocuencia chismosa y grandilocuente del pasado compartido y el sentido cariño. No, y lo peor es que ni un tercio de la totalidad de sus consentidos nietos y bisnietos, harán acto de presencia. Y no, no será su cocina la que prepare el último caldo a repartir en la madrugá.

Ahora, aunque muerta, creo que debe estar enfadada. Sé que su despedida no será como la imaginaba. Pero también sé que su enojo será corto, nunca pudo enfadarse en serio con los que amaba. Sin embargo aquella rama que por entero le perteneció, en cierto modo está rota. Por mi parte no entiendo la premura de querer deshacerse del pasado, rechazo el derecho de unos pocos a disponer de un trozo de vida que fue de tantos, y borrar, inconscientemente quiero creer, por unas monedas lo que nos unía.

Comprendo que el centrifugado del devenir nos separe. Yo también seguí su llamado al abandonar el pueblo. Quizá, será que por fin comprendo que amo mis raíces, que no reniego de mi pasado y que gracias a Dios, aún me queda familia a la que demostrárselo. Y al menos, aunque no como imaginé, yo estaré allí para despedir a mi abuela. Y así cómo ella mantuvo el recuerdo de los suyos, yo mantendré el que ella nos legó. Porque la muerte borra la vida, pero no su ejemplo, y hasta que la muerte nos difumine, su legado seguirá en mí, imborrable y, quién sabe si quizás, también eterno.

Autor: MartiusCoronado

Martius Coronado (Vva del Arzobispo, Jaén 1969). Licenciado en Periodismo, Escritor e Ilustrador. Colabora en Diario 16. Reflejo de la diáspora vital de vivir en Marruecos, USA, UK, México y diferentes ciudades españolas, ha ejercido de profesor de idiomas, jornalero, camarero, cooperante internacional, educador social y cómo no, de periodista en periódicos mexicanos como La Jornada, articulista de revistas como Picnic, Expansión, EGF and the City, Chorrada Mensual y El Silencio es Miedo, así como ilustrador o creador de cómics en diferentes publicaciones y en su propio blog: www.elpaisimaginario.com La escritura es una necesidad vital y sus influencias se mezclan entre la literatura clásica de Shakespeare o Dickens al existencialismo de Camus, la no ficción de Truman Capote, el misticismo de Borges y la magia de Carlos Castaneda, en cuyo homenaje creó: El Chamán y los Monstruos Perfectos, disponible en Amazon. Finalista del II premio de Literatura Queer en Luhu Editorial con la Novela: El Nacimiento del Amor y la Quemazón de su Espejo, un viaje a los juegos mentales y a las raíces de un desamor que desentierra las secuelas del Abuso Sexual.