La Importancia Personal de una Mota de Polvo

La Mota de Polvo

Los males del mundo son muchos, pero su causa múltiple, en mi humilde opinión, tiene una base única. El hombre se ha tomado demasiado en serio su afán de modelar el mundo, como si dicha capacidad lo hiciera superior al mundo mismo. Una mujer, si fuera el caso de que una civilización matriarcal hubiera triunfado, habría exhibido otros defectos, pero sin duda nunca hubiera actuado así. El principio creador del planeta Tierra está emparentado al hecho de ser madre, y eso es algo que nunca podrá interiorizar un hombre. Menos aún, si su idilio ofuscado con el dinero y el dominio lo abisma a destruir su propio ecosistema.

Los hechos y las consecuencias de los seres humanos nos nublan con sus variados orígenes, pero el hilo conductor es demasiado evidente y burdo para contemplarlo. Su evidencia misma lo descarta, porque admitirlo nos señala, y reconocernos como el problema parece estar fuera de nuestra misma naturaleza. Los años, la evolución, la cultura y la religión misma parecen habernos inculcado que somos lo más. El culmen coronado, cuya existencia es prueba y aval suficiente para mirar al resto de la vida y a las cosas que nos rodean, con desdén; no por nada estamos hechos a imagen de Dios. No ha de extrañar por tanto, que nuestra conciencia y poder creador nos induzcan a actuar como si el resto de lo creado, existiera para servir a nuestro antojo.

Un niño no repara en el juguete, sino en el juego, y sólo cuando éste se rompe comprende el doble alcance de su entretenimiento.

Un poco de perspectiva, en dosis repetidas, aplacaría la exacerbada Importancia Personal que sufre el ser humano. Pero la problemática radica en la imposibilidad pragmática de hacerla realidad y viajar al espacio para tomar conciencia directa de nuestra insignificancia. Los hechos convencen más que la teoría, y está claro que no nos basta con el puro conocimiento. La ciencia y la astronomía calculan que 200.000 millones de estrellas pueblan La Vía Láctea, y que como ésta, otras 200.000 millones de galaxias existen en el Universo que podemos contemplar. El cálculo exponencial tiende al infinito si añadimos los planetas y satélites que albergará cada estrella, más aún si presuponemos que más allá de las nebulosas que puede captar el telescopio Hubble, podrían existir miríadas de incalculables otras.

«Un punto azul pálido», como la famosa foto que en 1990 tomo el Voyager I del planeta Tierra antes de abandonar el Sistema Solar, no es lo que somos. Ese grano de polvo en mitad de la penumbra cósmica, como describiría Carl Sagan la instantánea en su libro del mismo título (Pale Blue Dot), es un todo que nos alberga, y nosotros dentro de él no somos más que una mínima parte. Aunque tendemos a olvidarlo y a creernos que poseemos la totalidad de lo que el planeta aloja.

El Orbe celestial, la naturaleza y la vida exhiben un equilibrio que el ser humano ha parecido olvidar, invadido por una entropía que confunde la libertad con el egoísmo y el bien común con el interés propio y a corto plazo. Una sociedad no es más que la suma de sus sujetos y el egoísmo general no puede ser más que fruto de los ajenos. La individualidad ha olvidado al grupo, y el pesar no incumbe si no es propio. Supuestamente el ser humano es un animal social, pero los avances logrados se vertebran sobre disposiciones sociales que no igualan su uso, sino que lo supeditan a reglas de posesión, interés y dominio. Cuando hasta el último rincón del planeta tiene dueño y éste es particular y no común, se comprende que millones de congéneres pasen hambre cuando existe la capacidad de que todos se nutrieran suficientemente, o que la desesperada inmigración que huye de la guerra y la miseria sea considerada una cuestión de seguridad y de ilegalidad, en vez de entonar el mea culpa y admitir que una civilización basada en la desigualdad no puede autodenominarse, igualitaria, democrática y libre.

La jerarquía, la dominación y abuso del propio igual, principia en el desamparo particular. Una persona no puede pararse a pensar en el otro si la lucha por ser y afirmarse parece ser una carrera individual plagada de espejos que sólo piensan en sí mismos. La Importancia Personal de aquel que escala en la pirámide jerárquica le puede otorgar el poder y la riqueza que la suma de miles de sus congéneres nunca tendrán, pero su ego ha interiorizado su valía como indiscutible y merecida, por lo que jamás se parará a pensar y actuar en favor de los otros. Cómo cambiaría la civilización humana, si aquellos que tienen el poder de transformarla, los famosos y multimillonarios, ejercieran de portavoces de aquellos que no tienen voz ni poder, y su implicación en campañas aparentemente bienintencionadas, que sólo sirven para aderezar su imagen y ego, los ocupara más de lo que sus apretadas agendas les permiten.

La armonía del Universo no se refleja en el hombre, quizá ese y no otro sea el órdago que debe enfrentar la humanidad si quiere pervivir y trascender esa exagerada Importancia Personal que nubla nuestro entendimiento. Aún no hemos traspasado los límites de nuestra maltratada mota de polvo y nuestro ego sigue empeñado en creerse el más preciado tesoro de la existencia.

El tiempo corre y en su totalidad no somos más que un guiño. Un atisbo de luz que el tiempo borrará, inducido tal vez por los derroteros que nuestra propia naturaleza marca, a menos que comprendamos e interioricemos que el equilibrio y el balance del Universo debe reflejarse en nosotros, y no sólo como individuos, sino principalmente en la suma que nos hace sociedad. Porque sólo así podremos sobrevivir y justificar que nuestra Importancia Personal, tiene un mínimo atisbo de verdad. Claro está, si es que en realidad lo tiene.

El Monopoly Europeo

El Monopoly Europeo

Las expectativas de futuro dibujan horizontes que la realidad suele contrariar, las menos de las veces con escenarios mucho más generosos de lo previsto. Es el caso, para ambas situaciones, de lo que significaba Europa en aquel entonces para los países que en 1981 y 1986, tras la firma de los tratados de adhesión, se incorporaban a la Comunidad Económica Europea; Grecia primero, Portugal y España después. La contrariedad del ciudadano medio respecto al total que marca el hoy, contrasta con una élite que ha visto superados sus sueños en cuanto a la cuota de poder, control y dinero obtenido en el proceso.

Los años y el escenario económico y social, han devuelto a los primeros a una carestía de la que creyeron escapar con su ingreso. Con el agravante de que su rumbo, cedido tras la entrada al club por sus políticos, está dictado por aquellos a los que iban a emparentarse como iguales, y además las perspectivas auguran una involución lenta, pero segura.

En el caso español, desde la pérdida de las últimas colonias, Cuba y Filipinas, Europa había permanecido por casi un siglo como una referencia ajena. Distancia que la dictadura franquista, con su autarquía y aislamiento había situado como ejemplo de inalcanzable modernidad, progreso y sociedad equitativa a la que todo progresista aspiraba a parecerse algún día. La llegada de la democracia y el posterior ingreso en la Comunidad Europea, pareció cumplir el sueño: la entrada a un mercado amplio y diversificado activó la economía, los ingresos del Estado y la percepción de que las mejoras sociales y económicas nos terminarían acercando a nuestros ricos vecinos del norte.

Los lustros siguientes profundizaron esa pertenencia con fondos europeos destinados a crear infraestructuras, acotar la producción ganadera, determinar el futuro agrícola e imponer la progresiva venta de los grandes sectores públicos, como la electricidad y el gas, la telefonía, los transportes, los hidrocarburos, la banca, el tabaco, la alimentación, la automoción y un largo etcétera. Todo bajo el afilado sesgo político de que la liberalización del mercado mejoraría la eficiencia empresarial, estimularía el ahorro y por consiguiente, la creación de riqueza y la generación de empleo. Así al parecer se cimentaba el Estado del Bienestar, ese que Inglaterra, Holanda, Alemania o Francia disfrutaban, desposeyéndose de los sectores claves y entregándolos a las inmaculadas intenciones del gran poder financiero, que sin duda velaría por nuestro futuro.

La idea europea de construir una comunidad de países para preservar la paz y promover la convivencia y la cooperación como mejor arma contra la amenaza de una nueva confrontación como la sufrida en la II Guerra Mundial, comenzó con el único punto de unión, la economía y el mercado. Y al parecer por ellos sigue dirigida, sacrificando en el camino los derechos ciudadanos, y desechando las políticas del bienestar y el pleno empleo keynessiano, que en teoría eran sus objetivos finales.

Es curioso cómo con el cambio de nombre, tras el Tratado de Maastricht de 1992, se empezaron a entrever unas intenciones claramente vertebradas en torno exclusivamente a ese adjetivo que entonces desaparecía. Como si una culpabilidad diferida, preclara y anticipada buscara escamotear la atención de aquello que en exclusiva y totalmente pretendía. El culpable escabulle la prueba condenatoria, y el portavoz de las élites transformado en político europeo habla de unión, cooperación y sociedad, cuando quiere decir Euro, control del déficit público y flexibilidad laboral.

Si la política exterior y de seguridad común no se ha logrado, menos iba a pretender profundizar en una Europa social el crucial Maastricht, que instauraba las vacías elecciones europeas, pero que fijaba su único objetivo en una unión económica y monetaria a la que había que acceder sin superar el 3% del déficit público, conteniendo la deuda pública y la inflación, o dicho de otra forma, inducía a la venta de las empresas públicas para cuadrar balances momentáneamente y desproteger el futuro.

En el caso español, hasta ahora 120 empresas se han vendido, con Felipe González entre los años 1982 y 1996 se consiguieron 13.200 millones, con Aznar entre 1997 y 2004 unos 30.000 más. Zapatero intentó entre 2004 y 2011 ceder la gestión a manos privadas de los aeropuertos de Madrid y Barcelona y vender el 30% de la Lotería, pero ninguna operación fructificó. El gobierno de Rajoy ha puesto la mitad de AENA a la venta, con un valor total que ha bajado desde la tasación de 19.000 millones del 2011 al de hoy estimado entre 12.000 y 16.000 millones. En Renfe se ha comenzado con el anuncio de que manos privadas competirán ofreciendo los servicios del AVE, y en la próxima agenda se contempla la venta de Loterías y Apuestas del Estado, así como de Correos y Puertos del Estado.

La complejidad burocrática y tecnocrática que rige los destinos de los socios europeos anunciaba que la unión monetaria significaría un paso determinante que ayudaría a la mejora económica y social. Sin embargo la primera consecuencia para el ciudadano español fue la de una inflación encubierta que nos hizo perder poder adquisitivo, ya que lo que costaba cien pesetas se convirtió en un euro, perdiendo sesenta pesetas respecto al cambio oficial establecido. Una generosa donación colectiva para un sistema financiero, que una vez llegada la crisis hubo que ser rescatado con dinero público, aumentando así una deuda y un déficit institucional que carecía, por ejemplo de los ingresos que sus empresas públicas y ya vendidas le hubieran generado. Ingresos que hubieran contenido los recortes y la pérdida de derechos ciudadanos.

Telefónica, por poner un ejemplo, sólo en 2010 generó 10.167 millones de beneficio, y su valor actual es superior a los 60.000 millones de euros. No es fortuito que en 2006, tras reiterados apremios de la Comisión Europea, el ejecutivo español derogara la “golden share”, acción de oro, que era el derecho de veto que el Estado se reservaba sobre compañías privatizadas. Lo que certifica que los hechos macroeconómicos actuales, pueden haber aprovechado la coyuntura de la crisis, pero no por ello dejan de ser fruto de una sola perspectiva que se viste con el nombre de Europa, la financiera. Esa que pone como única institución rectora de la política monetaria al Banco Central Europeo, fuera de todo control democrático, y que curiosamente no puede prestar dinero a los Estados, pero sí a la banca privada que será la que les preste a los mismos Estados a un mayor interés. Utilizando ese dinero también para eso que se dio en llamar “prima de riesgo”, que no es sino el préstamo al galopante déficit público de los países que con recortes y pérdida de ingresos han afrontado el rescate de ese mismo sector estratégico. Un perfecto y financiero círculo vicioso.

El españolito pensó que ingresar en Europa haría crecer la industria, la prosperidad y la diversidad económica. Pero Europa no vino a sembrar industrias, sino a ganar mercados y a especializarnos en ser sus proveedores de vacaciones, con sol, bares y burbuja inmobiliaria en torno a la costa, como única industria patria. Y lo peor es que impuso la venta de las mejores propiedades, creando un panorama desalentador por el incremento de la desigualdad y en cierto modo a una población indefensa. Como si fuera el juego del Monopoly en el que las mejores propiedades ya estaban adquiridas, y encima nos han forzado a que aquellas que nos quedaban, tuvieran que ser vendidas. Dejándonos sólo en propiedad, el trascurso de las vueltas y la inevitable ruina.

Quien niegue la mala fe de nuestros políticos, no les podrá por menos señalar que su capacidad y gestión ha sido irresponsable, tanto así que pareciera que fueron simples canales de voluntades interesadas. Esas que siguen azuzando los recortes y la flexibilidad laboral como única salida a la crisis, sin darse cuenta de que, como decía el economista norteamericano Robert Reich, las desigualdades están arruinando la economía.

Los Maniqueos Ojos del Tiempo

Los Ojos del Tiempo

Los hechos nunca vienen solos. La mescolanza que da sabor a su significado, viene afilada con prejuicios y valores culturales inherentes y compartidos por todos, pero elegidos, descartados y aferrados, por la historia personal de cada uno. La directa implicación justifica que en caso de conflicto el yo barra hacia su terreno, pero su efecto no se circunscribe a lo vivido, sino que abarca e impregna incluso los datos que sobre el lejano pasado conocemos.

Es aventurado suponer que por el hecho de pertenecer a un grupo social, el desconocido que acabamos de conocer responda por completo a la imagen que por lo aprendido y la experiencia, tenemos del grupo social al que pertenece. Pero más descabellado será encontrar a uno que no cumpla con ninguna de las premisas, que por su cultura ha mamado. Aquello que somos está impregnado inexorablemente por la civilización y la sociedad en la que nacemos y nos desarrollamos. Nuestro libre albedrío mental depende en exceso de las opciones digeridas.

Elegir siempre es más difícil, sobre todo cuando no te han alentado a crear un pensamiento crítico y propio. Ante la duda y el miedo, uno recurre a lo conocido, obviando si hace al caso, a la lógica y a la propia ética. Porque aquello que cuestiona nuestros valores se percibe como un ataque directo a nuestra persona, y en el fondo afirmar nuestra validez, importa más que la verdad. Lo opuesto conllevaría aceptar que lo que somos y creemos, está erigido en criterios que deben cambiarse y nos forzaría al abismo de hallar respuestas y soluciones originales. Una madurez extinta en nuestra sociedad y por extensión mucho más difícil de encontrar en la expresión individual de un ser humano.

La Historia debería enseñarnos. Lo haría si fuéramos un único ente que acumula, tropieza, aprende y termina sintetizando su experiencia en guías flexibles, que sin necesidad de remplazo se amoldan a nuevas circunstancias. Pero las estructuras mentales que nos cimentan como sociedad, son tan rígidas como la interpretación que hemos aprendido a hacer del pasado. La objetividad de sus datos se obvia detrás del oropel patriótico y religioso, como si vencer y pertenecer aniquilara la capacidad de ver la iniquidad detrás de algunos de los hechos históricos que dieron lugar al grupo social al que pertenecemos.

El Descubrimiento de América, por la simple elección del término descriptivo de aquel acontecimiento, expresa con su ejemplo la intencionalidad y la visión que de sí mismos tenían y quisieron trasmitir los conquistadores. La vieja máxima de que la Historia la escriben los vencedores no es un hecho puntual, sino una inercia que sigue impregnando la forma en la que desde el presente se contempla y analiza el ayer.

El nacionalismo español más rancio, sigue vanagloriado de aquel imperio gestado por la conquista de Al-Andalus, ejemplo de tolerancia entre judíos, cristianos y árabes y oasis preservador de la cultura clásica, y por la casi e inmediata colonización de América, sin que el genocidio, la destrucción de civilizaciones y la imposición de creencias, cultura, esclavitud y la opresión instaurada, fueran causas suficientes y objetivas como para sentir vergüenza de una grandeza levantada a fuerza de masacres, intolerancia y dominación.

Claro que la percepción de similares procesos y sentimientos ocurren en todos los países y en aquellos que de uno forma u otra se sienten sus herederos, ya sea en acontecimientos como el Imperio Británico, la conquista del Oeste norteamericano, la colonización de África o la Guerra de Vietnam. Su justificación siempre es la misma y parece ganar coherencia, cuanto más alejados sean los hechos: No se puede juzgar lo ocurrido con los ojos y los valores del presente. Como si la cruda evidencia se pudiera descargar de responsabilidad por el simple hecho de aducir que el ser humano del pasado fuera una especie de adolescente que no supiera lo que hace. Pero el hombre es el mismo, así como el valor de la injusticia, la opresión, la guerra y la muerte.

El apego y el aprendizaje de la cultura occidental nublan y tergiversan la autocrítica y el juicio imparcial. La historia de la Iglesia Católica está plagada de luchas encarnizadas entre las diferentes herejías y formas de entender el mensaje de Jesús, y la evolución del cristianismo ortodoxo. Pero es a partir de que Constantino la adopta como religión del Imperio Romano en el año 325, que el Cristianismo se enarbola para justificar la persecución del paganismo, destruyendo templos y escritos, y exterminando a todo aquel que no creyera en su fe, especialmente hasta el siglo V, pero sin cambiar la dinámica en el primer milenio. No es de extrañar que luego la Inquisición y la conquista de América excusaran sus atrocidades detrás de la noble causa de que todo se realizaba a mayor gloria de Dios.

Un cristiano titubeará para reprochar a la Madre Iglesia, aquel comportamiento, y de nuevo se escudará en la estratagema de que eran otros tiempos y que la barbarie regía el mundo. Sin atreverse a admitir que la barbarie es un hecho objetivo, porque hacerlo le haría contemplar que la historia de nuestra civilización está plagada de su uso y que somos el fruto de esa práctica. Inercia que no ha desaparecido y que explica los grandes desequilibrios e injusticias del planeta, ocultos tras un discurso maniqueo y que tan bien nos han inculcado. Porque no hay mejor forma de ocultar la verdad que hacer cómplice y heredera a la sociedad entera.

La barbarie, nos han hecho creer, era cosa de otra época, y que la Iglesia o la Civilización Europea no pudo hacer otra cosa, sino participar de ella. Tal vez porque la barbarie triunfó cuando se exterminó la cultura clásica y sus valores éticos, místicos y culturales, para desde entonces implantar su modelo al mundo. La generalidad de la barbarie en las culturas antiguas no debe hacernos olvidar que somos el fruto de aquella tendencia, y que aunque nos califiquemos de libres, democráticos y justos, los hechos siguen probando lo contrario.

Tal vez el verdadero cambio comience cuando la generalidad social aprenda que el pasado y la historia se deben analizar por los hechos objetivos, y que ser justo, libre y democrático, implica tender a cambiar un panorama indigno, fruto de aquella barbarie que sigue haciendo de este planeta, un mundo injusto.

La Libertad Perdida en el Camino

La Libertad Perdida

El efluvio del futuro tiende a positivizar nuestras previsiones, haciéndonos inferir que el porvenir no puede traer más que cambios positivos, como si avanzar fuera un hecho tan inevitable y físico, como la fuerza de la gravedad. Las desgracias y los accidentes nos muestran la inevitabilidad de los hechos, pero a menos que nos toquen directamente, nuestra visión general, seguirá creyendo en el avance, sobre todo si pensamos en términos sociales, tal que la globalidad por ser la suma de los totales individuales, nunca pudiera significar un resultante y evidente paso atrás. Y sin embargo, si la Historia no deja de mostrarnos ejemplos de nuestro común y cultivado error, será que la despreciada memoria del hombre, aún sirve para algo. Siempre y cuando, se la tome en consideración.

No hace mucho ser niño en España era una condición despreocupada, libre y desvinculada del mundo adulto por el simple hecho de salir a la calle y jugar, sin más vigilancia y frontera que la hora de la comida. Hoy los padres no se pueden permitir tal lujo. La sobreprotección y la conciencia de los peligros latentes frente a la despreocupada ignorancia de antaño, es un hecho que nos gobierna, cediendo padres y niños no sólo libertad, sino la felicidad que se desprende al ejercerla.

Parecido sinsabor nos ha legado la evolución de un mundo tecnológicamente más avanzado y una globalización que ha cambiado no sólo los ocios y la economía, sino y sobretodo la base del contacto humano. Creando un atrezzo accesible para todos, pero distanciado. Sin necesidad de ejercitar en su uso, el recurso de la presencia, y otorgándonos así lo imposible; y en cierto modo deshumanizándonos.

Mayor distancia genera la necesaria digestión del presente, para conciliar aquello que afirman que somos y la agridulce divergencia que las nuevas condiciones nos producen. Vivimos en una sociedad que se jacta de ser libre, que reconoce los derechos humanos y que bajo el pregón de su defensa, las últimas generaciones hemos crecido y, sobre todo, creído. Pero por mucha fe que le tuviéramos a la justicia, la igualdad y la democracia, su lucha por el medioambiente, los derechos laborales, o la galopante brecha entre ricos y pobres, muestra una desasosegante falacia entre lo que afirma ser nuestra sociedad y aquellas prioridades por las que realmente lucha. Decirlo y pensarlo te hace antisistema, justificarlo delata que en el reparto de su injusticia no te fue tan mal. Pero incluso ser un Don Alguien no evita que en muchas ocasiones sientas, que los avances objetivos de la modernidad, paradójicamente no nos han hecho más felices, y sí una población mucho más manejable.

No cuadra que en un mundo con más posibilidades que nunca, la percepción de la libertad y las opciones para desarrollarla sean menores a las de las décadas anteriores, quizá porque sobrevivir se ha vuelto más costoso y el margen para intentar cambiar nuestra propia suerte cada vez depende menos de nuestra propia voluntad. Como si una tela de araña nos hubiera atrapado poco a poco, con un mayor número de regulaciones y condicionantes que en teoría garantizan nuestra libertad y seguridad, pero que en la práctica recortan y restringen la elección de nuestro rumbo, con un factor diferencial que incide cada vez más en la importancia del aspecto monetario.

Cada palmo de nuestro planeta tiene dueño, e igual ocurre con sus recursos naturales. Un ser humano sólo puede ser libre si posee algo, y cuanto más valorada y representativa para la civilización sea su posesión, más libertad efectiva podrá ejercer, de lo contrario su libertad siempre estará a expensas de la que le permitan los otros. El esclavismo moderno ni necesita ni quiere poseer a la persona, le basta con poseer el resto, y los hombres desposeídos no tardarán en ofrecerse, sin poder discutir las condiciones.

Los servicios públicos, aquellos considerados esenciales para el desenvolvimiento y el desarrollo de una vida digna, como la electricidad, el agua, la sanidad, la educación o la vivienda, se privatizaron y se privatizan con la supuesta bondad de propiciar que el libre mercado reduzca su coste, a pesar de que las pruebas de su efecto demuestran lo contrario; lo que nos devela una clara intencionalidad. La bajada de sueldos y la forzada asunción por parte de la ciudadanía del coste de una deuda causada por la élite financiera, que puede arriesgar y despilfarrar, pero que nunca pierde; otra.

Pero la irrefutable verdad está en el total, tras décadas de extensivo florecimiento del modelo democrático, capitalista y libre. El premio alcanzado sólo ha servido para ampliar los extremos: un 1% de la población mundial posee la mitad de la riqueza mundial, y la mitad de los habitantes de éste, nuestro mundo, no llega a igualar la riqueza de 86 de los más ricos del planeta. Indignante y obtuso, si consideramos que la presión fiscal en el mundo civilizado se ha ido incrementando para sentar las bases de una sociedad más equitativa y justa; cuya veracidad la crisis, ha desnudado.

La desilusión y la desafección hacia el sistema y los políticos, no es simplemente un estado de ánimo, como pretenden hacernos creer los medios. Estructurar y dar coherencia a un discurso, siempre es difícil desde el puro sentimiento, pero como todo en la vida aunque no pueda verbalizarlas, un ciudadano medio sabe que las causas de sus males las produce el mal funcionamiento del sistema, y esa toma de conciencia, no es simplemente un humor pasajero. Saber nos cambia, y en semejantes circunstancias, volver a la ignorancia primera, no es factible.

Todo comienza en la cabeza, hace unas décadas la libertad y la fe en el porvenir social de nuestra civilización, nos hacía sentirnos confiados y libres. Ahora, parecemos haber tomado conciencia de que las buenas palabras, no sirven de nada si no vienen avaladas por los hechos. Ni antes, ni ahora, creerlo, hizo que los hechos fueran fundamentales, simplemente basta con que lo crea nuestra cabeza.

Periodismo: Bajo el Control de las Corporaciones

Periodismo Corporativo

Un ideal es esa deliciosa entelequia, tan inalcanzable como necesaria, que guía nuestras intenciones en tiempos de dudas. Su regla sirve para mesurar nuestra moral, ética y acciones, para que apoyados en su idea construyamos los puentes que dirijan nuestra intención, sabiendo que alguna vez podremos tocarla, pero nunca instalarnos en ella.

La objetividad y la imparcialidad siempre han sido los dos pilares arquetípicos sobre los que se edificó el quehacer periodístico, su realidad no se exige, pero se supone su intención. La ética y la deontología profesional del periodista rara vez se ponen en duda, porque hacerlo sería tildarlo de subjetivo y parcial, y sin embargo los medios en los que ésta o éste desarrollen su actividad sí pueden serlo, y de hecho lo son, arropados por los eufemismos de su línea editorial, su ideología y sus intereses comerciales y publicitarios. En el fondo, justifican otros, están en su derecho, porque a excepción de aquellos de carácter público, el resto de medios de comunicación no son más que empresas privadas, y como tales deben buscar su rentabilidad y beneficio.

El cuarto poder siempre se ha movido por querencias. Su labor de contrapeso frente al poder político, económico y social, como vigilante y garante de la legalidad y denunciador de irregularidades le ha otorgado a veces el aura de héroe honesto, desinteresado y popular, como si de un Robin Hood moderno se tratara. Su faceta idealista y ética la popularizó Hollywood con películas como Deadline-USA con Bogart de protagonista allá por los años cincuenta, o con Todos los Hombres del Presidente, y la caída de Nixon en los setenta. Pero también el cine nos había adelantado su otra cara, marcada por el puro interés económico, la prepotencia y la manipulación con Ciudadano Kane, personaje basado en William Randolph Hearts, aquel magnate de la prensa amarillista que por intereses económicos y políticos propició la guerra hispano-americana a finales del siglo XIX, acusando a España del hundimiento del acorazado Maine y propiciando con su manipulación mediática, el cambio de un imperialismo español caduco a uno nuevo y estadounidense, que no sólo se apropió de Cuba, sino del importantísimo Canal de Panamá, y cuya tradición intervencionista ha sembrado tantos ejemplos sangrientos en la historia latinoamericana de los últimos cien años, y luego por extensión en el resto del mundo.

En sus comienzos un hombre solo, cargado de ideales y de esfuerzo, podía montar un periódico o una radio, aglutinando los esfuerzos y la colaboración de otros, pero en el último siglo, los procesos empresariales y económicos han forzado a que los diferentes medios de comunicación, para poder competir y evitar la desaparición, se hayan tenido que integrar en corporaciones. Muchas con magnates como Rupert Murdoch o Silvio Berlusconi a la cabeza, y en muchos otros casos con múltiples propietarios e intereses cuyas participaciones e identidades se ocultan en la compleja red financiera global, enlazando así, intereses comerciales, publicitarios, políticos, financieros e ideológicos.

La cara idealista ha prestado su imagen y su protagonismo ético como mera fachada para que el pragmatismo y el poder, queden en segundo plano y dirijan en la sombra las grandes herramientas que mueven los hilos de la opinión pública. Porque montar un periódico, una radio, y no digamos una cadena televisiva, es una empresa cara y al alcance de muy pocos; y aquellos que eran los objetos pasivos de la vigilancia, paradójicamente, son ahora los que deciden la dirección del foco mediático. Una vez más el capitalismo retuerce la realidad y la modela a su antojo, imagen y conveniencia. No por nada todos los medios españoles importantes pertenecen a corporaciones como Vocento, Prisa o Planeta, reuniendo a radios, revistas, canales televisivos y periódicos. Pero la prueba más esclarecedora de lo que eso significa la vivimos hace unos meses, cuando todos los periódicos aparecieron con una misma portada, pagada por la publicidad del banco más importante del país. La independencia y la veracidad son importantes, siempre y cuando no entren en conflicto con aquel que sostiene mis ingresos.

Los grandes anunciantes saben que serán tratados con mimo, porque lo contrario puede significar la retirada de la publicidad, lo que para un medio puede significar la ruina. La destitución de Pedro J. Ramírez, fundador y antiguo director del periódico El Mundo, también muestra cómo el Estado ejerce la misma presión, retirando la publicidad institucional y forzando a que un antiguo aliado que mantuvo la conspiración del 11-M y la tesis del PP durante años de que era ETA, en contra de las pruebas y de las sentencias judiciales, terminó siendo señalado y cabeza de turco por publicar y dar eco al escándalo Bárcenas y la contabilidad B del partido en el gobierno.

El diario El Mundo escenifica como pocos esa labor soterrada y muestra cómo los poderes financieros y políticos se unen para hacer del cuarto poder, un instrumento útil a sus intereses y maquinaciones. Su aparición en 1989 y la figura de su fundador, el susodicho Pedro J., que venía de Diario 16, un periódico de ideología progresista, fue durante años la plataforma perfecta para desprestigiar y desgastar al PSOE, e ir preparando el desembarco en el gobierno del PP. Sus lectores creyeron durante años que estaban comprando un periódico de centro izquierda, cuando su accionariado y gran parte de sus propietarios, procedían de la derecha más tradicional, hecho que el tiempo ha probado.

Otra figura muestra los derroteros y el devenir de la televisión en España y en el mundo, y que tanto ha calado en la actitud de los medios hacia el poder establecido y es esa general tendencia a no traspasar la delgada línea de lo políticamente correcto. Jesús Hermida trajo en los ochenta fórmulas televisivas americanas con formatos para las mañanas, las sobremesas y las tertulias de debate que aún se mantienen. Su forma de hacer creó escuela y de sus programas salieron muchos presentadores y presentadoras que aún siguen en activo y que los nuevos tanto imitan. Su secreto, no tocar temas peliagudos, sino ser complaciente con los famosos y aprovechar la fama del entrevistado, que sabe que no será cuestionado con dureza, para en un juego de reflejos, aumentar la fama propia por el calibre de los invitados y participantes en el programa. Algo que curiosamente quedó al descubierto y creó indignación con su famosa entrevista al depuesto Rey Juan Carlos, por no poner sobre la mesa temas candentes, lo que podía suponerse por su trayectoria y que aquellos que hoy día lo imitan, criticaron.

El periodismo heroico y comprometido con la labor de denuncia, es cada día más escaso, engullido por los intereses de las corporaciones a las que pertenecen, a menos claro que den audiencia y ratings, en programas maniqueos de tertulias políticas.

Corren malos tiempos para la libertad de prensa. Lo políticamente incorrecto y la disidencia a expresar lo que los poderes fácticos no desean, ha quedado relegado a internet, porque no hace falta mucho dinero para montar una Web. Pero al menos, hasta que no ideen nuevas formas de controlarlo, en los huecos de la red, aún pervive el ideal del vigilante y su deseo claro de contrarrestar los intereses creados con la verdad incómoda. El inconveniente es que su alcance nunca se podrá equiparar al de un canal televisivo, al menos, por ahora.

Los Impuestos y el Nacimiento de la Corrupción

Impuestos y Corrupción

Leía hace poco en diferentes artículos, de la prensa tradicional, cómo la implantación de un sistema impositivo moderno, había jugado un papel preponderante y decisivo en el desarrollo del estado del bienestar en Europa en general y específicamente en España, tras el fin de la dictadura y la llegada, con la Transición, de la Democracia.

Dichos análisis y opiniones tendían a rescatar y alabar, no sólo el proceso, sino el sistema político español desarrollado en las últimas décadas. Dando a entender que la crisis y la corrupción que han puesto en entredicho el modelo, no son más que situaciones coyunturales y atípicas que en nada afectan a la validez del sistema y que su aparición es ajena a dicho proceso. Como si los problemas actuales fueran fruto de una terrible casualidad, más achacable al inescrutable capricho del azar, que a la acción del hombre.

Ciertamente el franquismo utilizaba un sistema tributario que con escasas variaciones seguía una tradición imperante desde mitad del siglo XIX, es decir se basaba en la idea de que el Estado no debía intervenir en la sociedad más allá de proveer de infraestructuras básicas y tener suficiente dinero para mantener el ejército, el orden público y la diplomacia. El resto quedaba a expensas de la iniciativa privada y la iglesia, pensamiento que no por casualidad ha retornado con el nuevo e imperante ultra liberalismo. Todo ello se traducía en escasas y poco fiables estadísticas sobre la riqueza, por lo que la recaudación fiscal era reducida, el fraude, acorde con la falta de inspecciones regladas, generalizado, y consecuentemente, el reparto de impuestos escandalosamente injusto. Un ejemplo de su escasa recaudación sería el IRPF de la época, el llamado Impuesto General sobre la Renta, que en el año 1972 de las más de 350.000 declaraciones efectuadas, sólo recibió ingresos de unas escasas 30.000.

La presión fiscal en España allá por 1975, muy alejada del resto de Europa, era casi de un 19%, prácticamente la mitad de la actual. La modernización impositiva comenzó dos años más tarde con Los Pactos de la Moncloa y la primera ley de medidas urgentes de Reforma Fiscal. Un año más tarde llegaba el IRPF, luego los impuestos especiales sobre alcohol, tabaco y electricidad, los impuestos para las corporaciones locales con el IBI, el IAE y el IVTM; y finalmente en el 86 se implantaba el IVA.

Las transformaciones sociales, políticas y estructurales, no se pueden explicar sin ese aumento de la recaudación pública, algo indudable, pero se echaba en falta también, el intento al menos, de dilucidar qué efecto y peso ha tenido ese incremento ingente de recursos públicos, en las realidades incómodas que ahora descubrimos y que nos muestran que la desigualdad que en los ochentas y noventas pareció remitir, hoy es más abismal que nunca. Quizá porque los cimientos y las bases a los que fue dedicado el gasto público, no eran ni tan sólidos, ni tan bien planificados como hasta ahora pensábamos.

Los resultados hablan por los hechos, no sólo por los conocidos, sino por los que nunca se sabrán. A pesar de la palabrería económica y política o la grandilocuencia tanto de la Unión Europea, como del Estado Español y los medios, la incuestionable conclusión es que ha existido una mala gestión, desgraciadamente sólo descubierta ahora por la crisis. No puede ser casualidad que la deuda pública española ya casi haya igualado el total del P.I.B. anual (un 96%), lo que en la práctica supone que todo lo que generamos en un año como país, es el total de nuestra deuda; con el agravante de que su previsión a futuro, es que el porcentaje negativo seguirá creciendo.

El supuesto Estado del Bienestar que habíamos sufragado durante décadas, se ha esfumado, como si nunca hubiera existido, tal vez porque durante todo este tiempo los recursos que a él se dedicaban, sufrían desvíos que implican una corrupción mucho más amplia y profunda, que la anecdótica y conocida por todos en el día a día de los medios. El total así lo afirma, y las auditorias e investigaciones, que sospechosamente ningún partido tradicional apoya, pueden sacar a la luz detalles probatorios de que el engranaje ocultaba repartos y usos del dinero público con fines privados, gracias a prácticas originadas en el mismo nacimiento del sistema.

El sistema franquista fue la base sobre la que se construyó la Democracia. Un régimen donde los amiguismos y las cuotas de poder y de influencia estaban bien delimitados, y con esas fuerzas fácticas como piezas fundamentales, se empezó a cimentar el nuevo periodo, no tanto en el aspecto ideológico, pero sí en el económico, ya que la Transición nunca se propuso desmantelarlas o poner en tela de juicio su poder y procedencia.

La inercia, siempre me gusta recordar, es la fuerza más difícil de contrarrestar, y su influencia no desaparece en un instante. Es fácil imaginar cómo las formas de hacer y los repartos de obras públicas debieron marcar la codicia de aquellos primeros años. El Estado tenía más dinero que nunca, y los promotores, los intermediarios y los empresarios seguían apegados a las viejas prácticas. No sería por falta de dinero, por lo que no se llegara a acuerdos satisfactorios para todas las partes. Tendencia que pervivió y que muestran las numerosas tramas de corrupción que en la actualidad conocemos, y que el supuesto enriquecimiento de Pujol y su comisión del 5% sobre las concesiones de obra pública durante décadas, indicarían que las tramas como la Púnica o la Gürtel, no son invenciones modernas, sino inercias del pasado franquista y alimentadas por unos ingresos públicos inmensos, comparados con el periodo anterior.

La bonanza económica desviaba el foco de los continuos desfalcos y su suma hace hoy que la cantidad adeudada se asemeje a la de un desahuciado cuyas propiedades ya no son suyas, sino del banco, y que la diferencia entre todos sus ingresos de un año y sus gastos, no sirvan más que para pagar una parte de los intereses. Con el resultado, en números contables, de que el país entero pertenece a los acreedores y el pago de la deuda, a corto y medio plazo, se antoja impagable. Todo gracias a una clase política que en un desliz inconsciente, se delata cuando lanza el mensaje de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, culpando al pueblo de la que durante décadas fue su práctica; con sueldos, pensiones, adjudicaciones, venta de las grandes empresas públicas, muy por debajo de su precio real de mercado como Telefónica, injerencias en la banca y promoción de obra pública, que a resultas ha dejado vacías las arcas gubernamentales y cuyo restitución económica pertenece en forma de sacrificio al ciudadano. No así la acumulación de sus patrimonios que están salvaguardados y a buen recaudo, tras hacer de lo público un negocio.

Resulta irónico, cuando uno revisa los actuales libros y los escritos de los académicos de historia, ver cómo achacan que las razones de la II Guerra Mundial se encuentran en las crecientes desigualdades económicas y sociales que se vivieron en la época, lo que ayudó al auge de los autoritarismos, y que Europa comprendió que debía aumentar el gasto público e invertir en lo que luego se llamó el Estado del Bienestar. Irónico, porque sorpresivamente estamos desandando el camino.

Hace tiempo las teorías de la conspiración hablaban de que para la implantación del “Nuevo Orden Mundial” las élites que gobiernan el mundo habían planeado una nueva guerra global, lo que solucionaría el problema demográfico y su crecimiento exponencial previsto para las próximas décadas, así como el consumo acelerado de los recursos del planeta.

Esperemos que simplemente sea, una casualidad más.

La Vacuidad del Arte Moderno

ArteModerno

El arte moderno se convirtió hace mucho tiempo en un escenario exclusivo, donde conviven la genialidad y la promocionada vacuidad. Es fácil revestir cualquier cosa, de propuesta original que deambula entre la coartada abstracta y la búsqueda de nuevas expresiones figurativas, para ocultar su mero valor de producto y su carencia, en la mayoría de las ocasiones, del más mínimo gramo de arte.

Las fronteras indescifrables que lo trafican, donde el marchamo de las galerías, los críticos, los museos y los organismos oficiales que protegen y subvencionan la cultura, se erigen en jueces irrefutables que criban y otorgan su dictamen para que el foco mediático y la promoción señalen al último artista de vanguardia y desechen la paja de los advenedizos que no merecen tal consideración; no es más que una escenificación compleja y arbitraria, de un mercado destinado a que las élites inviertan y gasten miles de millones cada año. A ese mero pasatiempo ha reducido nuestra civilización el arte, a un caro e inalcanzable, juego de ricos.

Sólo basta una visita a ARCO, o a alguna otra de las ferias internacionales de arte contemporáneo que tienen lugar en el mundo, para darse cuenta de los derroteros del arte y de lo alejado que queda ya el valor que la pintura y escultura tuvo como expresión, indagación y reflejo del hombre y de su sociedad. Bueno, a menos que exceptuemos el valor “dinero” y la moral de negocio, que rige todo y que ha terminado por desvirtuar la figura simbólica del artista, que tan transgresora y aleccionadora fue para muchos hasta el siglo pasado.

No afirmo que hayan dejado de existir creadores dotados, ni sensibilidad, ni indagación, ni capacidad de transmitir aspectos inefables de la existencia con un cuadro, una instalación de video o un performance; la creación ha existido y seguirá existiendo como necesidad de expresarse. Sus canales y el engranaje de la sintaxis pueden enriquecerse y diversificarse sin que ello impida la comunicación y el feliz hallazgo de una persona que pueda transmitir la vieja cuestión del sentido de la vida con lo nuevo. La necesidad de transmitir prevalece y siempre hallará jugadores que sepan jugar con las nuevas reglas. Pero lo que acuso es que, además de constreñir el arte al más puro mercadeo, camuflado en la opacidad y dificultad de sus reglas, se venden apariencias, cajas huecas y ausencia de intención o mensaje, más allá de la pose. Y no como excepción de la norma, sino como norma media, entre aquellos que viven del arte.

He conocido a escritores con talento, a dibujantes con el inequívoco don de crear vida sin rectificar un trazo y a músicos que podían improvisar sobre un tema que acababan de escuchar, y sin embargo el único conocido que triunfó con exposiciones y ventas de cuadros para museos incluso de New York, nunca tuvo la más remota idea de lo que era el arte.

Su nombre se me ha olvidado, pero no la incomodidad que siempre me causaba su presencia. Le gustaba hablar de la modernidad, mezclando conceptos antagónicos y dislates culturales, más por ignorancia que por exceso de ego. Afirmarse era su machacona estrategia, y aunque intentara comprender las respuestas a las diatribas que generaba, y fallase porque confundía a Dalí con un escritor, la borrachera lo tornaba gritón, irrespetuoso y violento defensor de sus aseveraciones insostenibles. Asumir su homosexualidad lo terminaba confundiendo con su cinto en forma de diadema en medio de la pista de baile de la discoteca del pueblo, y no tardaba en ejecutar su insufrible y perenne conato de striptease.

Supongo que aquella palabrería vacía fue el disfraz perfecto, que aderezado de su trazo naif y carente de la más mínima técnica, hizo posible su logro. Quizá para muchos, una simple excepción que no por ello quita valor al resto, pero que sí escenifica, en mi opinión, la poca incidencia que llega a tener el verdadero valor y valía de una persona y la mucha importancia que tiene un envoltorio, aunque sólo sea eso. No es tanto serlo, sino parecerlo y que alguien dirija hacia él, el foco mediático, que por su mera presencia ya confirma y difunde, una ya “indudable” valía.

Si una galería importante, si un crítico de prestigio, si una fundación de larga tradición, señala a un artista, su condición no se pone en duda y su valor de mercado crece exponencialmente; y eso evidentemente, pasó con aquel conocido.

La vida, después, me hizo conocer a pintores reconocidos que sí tenían una propuesta consistente, un recorrido y una intención creativa que justificaba su fama, no sé si sus precios, pero al menos demostraban que no todo era pose y envoltorio.

Sin embargo sigo pensando que poco ha cambiado el panorama artístico desde que en 1961, Piero Manzoni, artista conceptual italiano, expusiera y vendiera a altos precios, para criticar el mercadeo del arte, sus noventa latas cilíndricas de cinco centímetros de alto y seis centímetros y medio de diámetro, conteniendo cada una de ellas 30 gramos de “Mierda de Artista”, con especificaciones en varios idiomas de que ésta había sido conservada y producida al natural. Lo más irónico es que al parecer, aún no se ha probado su contenido, que según Agostino Bonulami amigo del artista, no era más que yeso, ya que sus compradores, coleccionistas y fundaciones de renombre, no quieren malograr unas piezas que no han hecho más que revalorizar su coste de mercado. Porque como decía, no importa tanto en el arte moderno su mensaje, sino su inflada apariencia.

La Mentira crea el Mundo

Mentira

La mentira es el maquillaje que aplicamos a la realidad. Su primer uso, no pretende más que aderezar de color y acercarle, a aquel que nos escucha, la explicación de lo que hemos vivido. Nos vence, ganados por el efecto de poder transmitir los hechos y los sentimientos que nos generaron, la tentación de adicionar a lo ocurrido; para así de una forma naif, pensar que la empatía podrá recomponer en la mente del otro, un total más verdadero. Edulcorada, cualquier realidad parece mucho más real, sobre todo si nos la cuentan.

Descubrir su utilidad vino más tarde. Cuando los hechos del niño que fuimos, sonaron como si fueran otros, y no los nuestros, al oír su reflejo en voces ajenas. La vehemencia de poder transmitir los detalles inefables, en realidad sólo sirvió para enseñarnos que los hechos nacen en nuestra boca, a menos claro, que no seamos el único testigo. El rubor primero nos delató, pero también nos introdujo en el deleitoso placer de la fabulación, porque si el otro nos cree, quién puede negar una realidad por mucho que sólo haya surgido en nuestra cabeza, si nadie puede probar lo contrario.

Todos mentimos, aunque sólo a unos pocos nos martillee el rubor de la conciencia justo después de crear la falacia. La mayoría se nos escapan sin propósito, malicia o planificación previa, como tics aprendidos e inconscientes que buscan satisfacer las expectativas de aquel que nos escucha. Mentir es preservar la idea del mundo que compartimos y aprendimos como un bien social, para no distorsionar la imagen que de nosotros tienen y confirmar la que nuestros congéneres, tienen de ellos mismos. La cruda realidad se reserva para la intimidad del cómplice, siempre y cuando, hablemos del otro. Nadie habla sólo con verdad, pero de igual forma el mentiroso compulsivo, de vez en cuando, se sorprende por dejar escapar los atisbos de aquella verdad, que tan veladamente, disfraza en su planificada patraña.

Pero aunque todos la practiquemos, sólo una minoría cincela con ella las construcciones intencionadas de sus pasos. Sopesar su uso para estructurar una intención, moldea la imagen que de nosotros mismos queremos transmitir. Para muchos mentirosos significa diseñar un yo más acorde con aquel que quisieran ser, admitiendo que su verdadero ser los avergüenza. En el fondo, estos embusteros, simplemente utilizan la falsedad para crearse una coraza protectora, un aislamiento ficticio que los distancie de una realidad que ellos intuyen amenazante. La mejor defensa es ocultar aquello que son, para que sus debilidades no puedan ser objeto de un ataque. No es la maldad la directriz que los guía, sino el ominoso descubrimiento que significaría para ellos, que el mundo los conociera realmente. Su amenaza y los problemas que puedan desencadenar, nunca son planeados, sino producto del choque que tarde o temprano producen la casualidad y la inexactitud sembrada.

El peligro comienza con aquellos que no mienten sólo para reinventarse, sino como estrategia para alcanzar sus propósitos. Porque si desprecian la culpa, son inteligentes y nada dejan al azar, harán de todo aquel crédulo de buena fe que se les acerque, una simple marioneta. Nadie más que él mismo le importa, y en su embriagado egotismo no existe lugar para la piedad, la amistad o la empatía. Arruinarán prospectos, rivales y voluntades que interfieran en sus planes.

Y sin embargo, la verdadera amenaza aún necesita de una pizca de paradójica naturaleza humana, y en ella el fabulador, termina creyendo su quimera. El mitómano maquilla la realidad y en su omnipotente potestad, ésta se transforma en la única verdad existente, como si el mundo fuera un tapiz que se creara a su antojo. Aunque su costumbre proceda de la falta de autoestima, su proceder puede justificar la mayor de las infamias, y en sus subterfugios creerse héroes por perpetrar un justo asesinato. Su juego puede ser inocuo si conocemos su necesidad, pero a su lado, las consecuencias más imprevisibles, pueden afectarnos.

Pero procura descubrirlos, si son de aquellos que al poder aspiran, porque una vez alzados como portavoz público usarán los medios de comunicación para doblar la verdad y la justicia a su único interés, y no dudarán en sacrificar a la misma sociedad que los encumbró, si a su verdad se opone.

Entre ellos se encontraron y hallarán muchos líderes políticos, porque siempre el poder establecido se suma a esa estrategia que determina la calculada línea, entre verdad y mentira. La realidad no es sino aquella verdad que el poder dispone. Deslindar la falacia de los hechos, debería ser fruto de una mera comprobación lógica. Dicen que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, pero si así fuera, el mundo estaría dirigido por una verdad incontestable y prístina y un pueblo sabio y desfacedor de falacias; y como así no ocurre, será debido a que como dice el pesimista dicho, “todo –al menos lo importante– es mentira”.

La Inercia Suicida o el Abismo Capitalista

Inercia Suicida

Las conductas autodestructivas pueden ser inusuales en los individuos, pero existen. Beber hasta asfixiarse en la búsqueda de la propia conmiseración, puede ser una costumbre semanal que el protagonista achacará a una simple necesidad de diversión y que justificará por el sentido de liberación que le aporta. Pero tras veinte años de práctica y una salud dañada, no aducirá más que un lacónico: “¡Es mi vida!”, y su inercia será imparable.

Una sociedad no debería remedar semejante ceguera, y menos cuando extendida por todo el planeta, se autoproclama avanzada; su suficiencia no sólo acabará con ella, sino con el planeta mismo. La civilización actual, desgraciadamente, responde a ese patrón. Sólo hace falta contemplar la sobrexplotación de los recursos naturales, la imparable contaminación resultante, el cambio climático, la deforestación y las proyecciones demográficas previstas para las próximas décadas, para vislumbrar que una Tierra no será insuficiente para satisfacer las promesas de consumo y necesidades creadas. Su ilógica inercia, gobernada por la economía, nos abisma, y lo peor es que la estructura del sistema parece impedir un cambio de rumbo. No al menos hasta que ya sea demasiado tarde.

La interdependencia económica del mundo actual diluye los principios éticos, democráticos y ecológicos, anteponiendo y guiando cualquier tipo de acción política bajo el prisma puramente económico. El mundo civilizado no se puede permitir el lujo de dejar de comerciar con un mercado de más de mil millones de consumidores, aunque a la pena de muerte y a la falta de derechos laborales y humanos, se sume un sistema industrial altamente contaminante. El progreso globalizado y demócrata, no se detendrá en esas minucias, quizá porque a pesar de que a su ética no le importe, aunque quisiera, no podría. El motor de nuestra civilización siempre necesita nuevas víctimas. Desarrollar nuevos productos, crecer, ampliar mercados, diversificarse y aumentar la eficiencia y el beneficio, no es sólo una opción, sino al parecer, la única ley.

Orientar la Globalización hacia metas sustentables, sostenibles para el medio ambiente y respetuosas con los derechos humanos, colisiona con el poder financiero que sólo atiende al negocio, a la reducción de costes y al beneficio a cualquier precio, sin importar la brecha social y económica creciente y la paradoja de que aunque exista la capacidad de alimentar y curar muchas enfermedades, gran parte de la población mundial sufra hambre y muera por dolencias curables.

La crisis no ha hecho más que incidir en esa única vía, forzando aún más el imperio y mandato de unas instituciones económicas que han aprovechado la coyuntura para exigir austeridad e imponer recortes en sanidad, educación y reducir los derechos laborales. Como si el ejemplo asiático y la industria de los países del tercer mundo, con sueldos ridículos y jornadas de trabajo interminables, fuera el modelo que quieren extender, igualándonos a todos a la baja. Utilizando la excusa de competir con sus bajos costes de producción, para ocultar su verdadera motivación, que no es otra que la de subyugar a una población mundial que, poca oposición ofrecerá si, aún y con trabajo, mucho le cuesta llegar a subsistir y pagar los bienes esenciales para vivir, como la luz, el alimento, la educación y la sanidad.

La esfera política y financiera nos ha hecho creer que sus directrices son las únicas que se pueden y deben aplicar para paliar la crisis, pero la historia nos dejó un ejemplo que pocos se aventuran a reflejar. El New Deal estadounidense que aplicó el presidente Roosevelt tras la depresión y el crack del año 29, caracterizado por estimular la economía con grandes obras públicas, aumentar el control sobre los bancos, fomentando la concesión de créditos y protegiendo a los inversores de los fraudes, facilitando las subvenciones al sector industrial, devaluando la moneda para fomentar las exportaciones, fijando un salario mínimo y el número de horas de la jornada laboral, medidas que fomentaron el alza de los sueldos y consecuentemente un aumento del consumo y la producción. También se impulsó una legislación orientada a corregir las desigualdades sociales, lo que creó, mediante la Social Security Act, el primer seguro de desempleo y de pensiones. Su resultado, aunque no devolvió la actividad económica a los niveles anteriores a la crisis, disminuyó el paro existente y palió los efectos de la depresión, generando un ambiente de optimismo y mejorando las condiciones sociales y laborales.

Algunos comentaristas comparan el alcance de la crisis actual con aquella del 29, curiosamente las medidas de austeridad implementadas hoy en la mayoría del mundo, son de signo opuesto a las desarrolladas en aquellos años, salvo las emprendidas por el gobierno de Obama, que orientadas a reactivar la economía parecen haber dado mejor fruto que los recortes.

Imagínense ahora un acuerdo entre empresarios y gobiernos de todo el mundo, para aumentar considerablemente los sueldos de los trabajadores. Su resultado incrementaría el poder adquisitivo y consecuentemente dispararía el consumo de todos los productos y servicios, acrecentando la producción y venta del tejido empresarial, lo que al fin y a la postre haría aumentar su beneficio y propiciaría la creación de nuevos puestos de trabajo, necesarios para satisfacer la nueva demanda.

Millones de nuevos consumidores del Tercer Mundo, por primera vez con un sueldo digno, adquirirían coches, casas, ordenadores, ropa, móviles y todos esos productos y servicios que su supervivencia diaria y enquistada actual, no les permite. Tal vez la palabra crisis quedaría atrás y la justicia, tomarían un nuevo significado, con la inclusión al sistema de tantos millones de seres humanos que ahora están excluidos y explotados.

Y sin embargo, las soluciones no sólo deben ser justas, sino creativas, innovadoras y valientes; y para nada simplistas. La inercia, de esa inesperada bondad imaginada, aumentaría la velocidad con la que destruimos el medio ambiente, y la bonanza de hoy apresuraría la destrucción del mañana.

El callejón sin salida parece evidente, y la inercia suicida nos mesmeriza, esperemos que no lo suficiente como para impedirnos encontrar una justa y equilibrada solución. Sino las generaciones futuras nos maldecirán por una inercia, que el futuro hará, irresoluble.

La Política del Interés

La Política del Interés

El interés crea los vínculos más confiables. Mientras el fin se sustente, no cabe el miedo a una respuesta incierta. Pero así como los tiempos, las necesidades y la capacidad de satisfacerlas, cambian con ellos, y descubren la falsa sustancia de acuerdos que sólo eran tácitos para una de las partes. El otro, hasta un instante antes, creía que era amistad.

El afecto se diluye en la defensa de uno mismo, es parte de lo que somos. Anteponer lo ajeno, se aplaude y se alaba en la tragedia, pero se olvida y se paga con un mero instante de gratitud, en la mundana intimidad del día a día. Nadie es igual a otro, y esa inexactitud, se refleja en las expectativas y rotos compromisos que justifican las razones de una amistad traicionera. Los límites de uno, son las necesidades traspasables del otro. Y los reproches, simples formas de ser.

Las crisis tienen la virtud de modificar nuestra visión del mundo. Sufrirlas nos fuerza a calibrar los detalles que, durante la bonanza, pasamos por alto. Quien nada tiene, podrá deslindar las sutilezas que engarzan las relaciones de aquellos a los que conoció, cuando tenía. Si observa en los balances de sus recuerdos, hilará una motivación que sólo ahora puede sopesar, y entre las trazas de mezquindad y egoísmo, también se hallará a sí mismo. Porque todos rompemos la ecuanimidad a nuestro favor, en algún momento.

Pero la disección descarnada, esconde un invaluable hallazgo, pues objetiva los rasgos que prueban la generosidad, la nobleza y el interés más disimulado. Su aprendizaje nos puede hacer más cínicos, escépticos y fríos, pero también más empáticos, sensibles y sabios. Las relaciones humanas terminan mostrando al ser humano, una vez comprendidas las directrices, finalidades, razones y concesiones que guían sus actos.

Sin embargo resulta, cuando menos irónico, cómo la emotividad florece y ataja con celeridad las amistades probadamente interesadas, y por el contrario permanece impasible y acepta el intrínseco interés de las relaciones sociales de un grupo, sin objetar la necesidad de un cambio. Sólo su completo rechazo, nos hace reclamar.

Los políticos se explican por sí mismos, solo atendiendo a esa pertenencia. El mismo corporativismo explicará las actitudes de los banqueros, los médicos, los periodistas, los policías, los pescadores o los mineros. El interés mutuo subyuga cualquier cambio. Pero con la sutil diferencia de que son ellos los que trabajan para nosotros y no al revés. Evidencia que desautoriza sus privilegios, maneras y hermetismo; pero sobre todo deslegitima su interés, porque cuando debería representar el de los ciudadanos, se aferra al de un clasismo que por manejar el inmenso presupuesto público, se arroga unas condiciones que se asemejan más a las prerrogativas de la antigua nobleza, que a representar realmente los intereses del ciudadano medio.

No es sólo cuestión de corrupción, sino de intereses contrapuestos. No puedes llamarte representante de aquellos cuya situación y problemas nada tienen que ver contigo, y defender los intereses de una minoría financiera, haciendo que los costes de la mala gestión tanto pública como privada, recaiga sólo en los hombros de aquellos por cuyos intereses, no sólo obtuviste tu puesto, sino que juraste velar.

Tú interés como político, te delata. Tu sentido de pertenencia lo justifican tu sueldo, tus coches oficiales, tus cócteles, tu cotización a la seguridad social y tu pensión. Tu día a día, te acerca más a la élite, con la que te codeas, que al pueblo, a los que sólo recibes en actos públicos, donde el político es el centro, y en muchas ocasiones la única voz.

Las ideologías sobran, cuando los hechos hablan. El servidor público no puede pedir a aquellos a quienes sirve, que sufran el rigor en exclusiva sin ser él, el primer y más sufrido ejemplo. Eludir el sacrificio público y notorio, hará más evidente que la primera injusticia proviene de su condición privilegiada. No ha de extrañarse entonces, que los intereses de los votantes, viren hacia otro lado.

Las relaciones personales nos van haciendo expertos en decodificar el interés inherente en toda amistad, y en su cotidiana repetición aprendemos a deslindarnos de aquellos cuyas intenciones e intereses van en nuestra contra. Aunque conscientemente no podamos formular las conclusiones, ni trasladar idénticas resoluciones de los individuos, a los grupos sociales, ello no quiere decir que no las percibamos. Si quieren quizá, inconscientemente. El interés delata a las personas, y la desafección del pueblo hacia su clase política, simplemente obedece a que éste detecta que el interés de sus representantes desvela intereses que no los incluyen. Prioriza los de una minoría, cuyo objetivo nada tiene que ver con el servicio público, y sí con el servilismo.

Indigna oír y ver, el acento de los medios en el peligro que supone la llegada de la extrema izquierda al gobierno de un país europeo, y la vulgaridad de olvidar denunciar el proceso que ha llevado al pueblo griego a esa situación social y económica extrema, donde la dignidad del ciudadano ha valido mucho menos que la deuda. Eso al parecer es la democracia y la Unión Europea, no muy diferente y en escala, a la figura de un mafioso de barrio, al que no le importa cómo pagues.

Oponerse, utilizando el derecho democrático al voto, parece ser para los medios, una temeridad. Quizás, y sólo quizá, porque sus intereses sean otros.