La tardanza ha pautado mi destino. Al menos su simbolismo me hizo sentir que siempre, fuese cual fuese la meta social, laboral o sentimental que afrontara, llegaba tarde. Nunca fui el primero en nada y atisbar en la mayoría de los otros, su llegada y mi distancia, debió hacerme perder la noticia de mis victorias. Esas que nunca celebré y que hoy pretendo enjugar en estas letras.
La vida nos enseña, o al menos a mí así me susurró, que un propósito satisfecho vale mil veces y una vez menos que un propósito vacío. Siempre que ese hueco duela con el deseo de ser llenado, aunque su imposibilidad se niegue. Si su inercia perdura, ésta nos dará sentido mientras abracemos su nebuloso y anhelado quizá.
Ser pobre, cuando estudiar es un sueño imposible, es un peso doloroso, pero la falta de letras no alza muros inexpugnables que detengan la intención que el hambre, la guerra y la necesidad nos infunde. Yo fui paciente, trabajé duro y supe ahorrar a pesar de la carestía. Pasé fatigas de gusto y comodidad, pudiendo sufragarlas; todo por tal de juntar un dinero que pudiera convertirse en mi llave de salida. La rutina vital, cuando por más de media vida había vivido sumido en la miseria junto a mis padres y hermanos, no era diferente y unos años más no iban a representar un obstáculo insalvable. Atestiguar como algunos amigos y vecinos lograban una suma importante o menuda, y marchaban, no me alteró. Sabía que cuando llegara mi turno, algo en mi interior lo sabría; y así fue.
Abandonar la única tierra que uno ha conocido es un mal trago cuya melancolía se acrecienta a cada paso, porque la separación de los lazos afectivos y el gusanillo de la memoria, nos revelan que en realidad la existencia es un trámite solitario. Aunque en su contrapeso la ilusión del logro que nos hemos propuesto llene de sentido y futura recompensa, para nuestros seres queridos, nuestro hipotético y triunfante regreso. El camino, comenzado con mixtura de ilusión y vértigo, no tarda en mostrarse muy diferente a lo conjeturado. La fortaleza que uno creía poseer, pronto y en especial al caer la noche, nos abandona, y solo al compartir las dudas con los compañeros de viaje el coraje se restaura.
El dinero no duró más que para un mes y dos fronteras, muchos se daban la vuelta, otros se quedaban paralizados en tierra extraña, sin saber reaccionar como si sólo un milagro los pudiera salvar. Yo no lo había imaginado así, pero no dejé de creer. El camino, con sus gentes y su novedad, te habla, te maltrata, se ríe de ti, pero también ofrece manos invisibles y tangibles si no dejas de soñar, y yo me agarre a ellas, por tozudez si quieren, por suerte o tal vez por instinto de supervivencia; pero sin duda alimentado por el sueño de mi voluntad.
Trabajé, no quiero recordar ya los oficios ni los lugares, durante más tiempo del previsto para malograr intentos en camiones comerciales, barcos y asaltos de vallas fronterizas, sin dejarme vencer por el fracaso. La violencia y las palizas sufridas por parte de los policías de terceros países conseguían desanimar a unos pocos, pero para el resto la vuelta a casa no era una opción; la quimera de llegar a Europa se termina convirtiendo en la única posibilidad, esa por la que uno acepta, incluso, apostar la vida.
Al final conseguí pagar mi lugar en una patera, la aglomeración y el frio no fue lo peor, sino la negrura y el sonido del mar, como si fuera un túnel interminable dispuesto a devorarnos. En esas horas perpetuas, los nervios, la emotividad y el miedo, llenan las cabezas de un silencio denso. Los llantos, rezos y los repentinos ataques de confesiones inconexas y apremiantes, no distraen el juicio individualizado y propio que la posibilidad del fin o el éxito nos impone. A pesar del miedo vivido, no dejo de recordar con cierta querencia aquel instante, no por el repaso vehemente y grandilocuente de lo vivido, sino sobre todo porque de alguna forma, la presencia cercana de la muerte, me hizo vislumbrar el escurridizo e inefable sentido de la vida. Hallazgo que quedó inconcluso cuando avistamos tierra y la carrera por abrazar el sueño comenzó.
Llegar a la meta no significó ni tregua ni descanso. Creí como muchos que lo peor había pasado, quizá uno ya no tenía que arriesgar su vida, pero huir y esconderse de las autoridades nunca había sido tan absoluto. Aquella tierra prometida no era un oasis de trabajo y oportunidades, no al menos como lo habíamos fantaseado. Pero a pesar de las condiciones laborales y legales, los sacrificios rendían un dinero que finalmente pude mandar regularmente a mi familia.
Al pasar de los años, el orgullo se dibuja en mi rostro. He tardado en formar un hogar con hijos y esposa, en obtener mi permiso de conducir y en presumir de coche propio, incluso he podido terminar una carrera universitaria, aunque tuviera que esperar a cumplir los cuarenta y cinco años, y aún no sea dueño de una casa. Sin embargo, ya no importa que me costara casi una década ser ciudadano legal de este primer mundo que se demoró en aceptarme, y que sólo hace menos de un año pudiera viajar a la tierra que me vio nacer, para comprender que todo aquello que dejé, afectos, memorias y personas, han dejado de ser parte de mí; al menos como yo de ellos, mutados por el tiempo, el cambio y la inercia de nuestras propias existencias, convirtiéndonos en una anécdota sentida y esporádica, que nació en el pasado y que no tiene lugar en su presente diario.
Hubo una época en que aquella tardanza por encontrar mi lugar en el mundo, oteada en mi juventud y desplegada en mi madurez, me hizo sentir desgraciado y derrotado, antes incluso de que intentara perseguir mi sueño. El tiempo y mi subjetividad han comprendido que la tardanza no es la antesala de la derrota, sólo la muerte cierra todas las puertas, porque mientras permanezca en nosotros un mínimo aliento, cualquier fracaso se puede tornar una victoria.
Hoy reconozco la valía de mis logros, no por la valentía y el coraje de haber cruzado países y mares, considero que en similares circunstancias muchos europeos hubieran hecho lo mismo, sino porque en su consecución me he convertido en mejor ser humano. Agradezco lo conseguido, pero no por ello he dejado de anhelar. He descubierto que la satisfacción es a veces la más sutil de las derrotas, porque en su innegable aceptación se enmaraña la pérdida rutinaria y apática del sueño amado; ese que tan amargo poso deja a los ciudadanos del primer mundo, que colmados de bienes materiales olvidan el aspecto puramente humano y afectivo de la vida.
Una victoria no es más que un gozo finito que se desinfla en su intento por dar un sentido completo a cualquier existencia. Y lo material, ahora que las necesidades básicas tanto económicas como afectivas están cubiertas, no es más que la tardía comprensión de que vivir es un tesoro plagado de joyas dejadas por aquellos que compartieron con nosotros parte del trayecto.
Mi triunfo es inmaterial y su tardío abrazo resulta aún lejano para aquellos que todavía no han comprendido que acumular bienes y patrimonio nunca debe ser el fin de una vida. La solidaridad, cooperación y desapego de los inmigrantes que fueron mis compañeros momentáneos me hicieron ver que en realidad no importa llegar tarde, y que la demora importante es la que sufre esta mayoría contemporánea de ciudadanos del Primer Mundo que sólo anhelan la materia, olvidando en su vivir la renovación de sueños y la búsqueda de un sentido a su existencia. En mi caso, mi victoria no ha sido la de emigrar felizmente, sino encontrar en el proceso un nuevo sueño, y ese es el de crear una ONG que oriente y ayude a los inmigrantes ilegales que, como yo, por primera vez llegan a este continente. Sé que sólo es un pequeño paso, quizá tardío, pero sin duda necesario; y en la tardanza de mi nuevo anhelo, espero fatigarme.