El Día del Despertar

El Día del Despertar

(Cap. 1º- Parte 1ª- Novela: El Chamán y los Monstruos Perfectos)

Cuentan que un día, hace muchos, muchos más años que los que sumarían todos los seres humanos que existieron y existirán, cuando era todavía no más un principiante y no la infinita variedad de la que todos, hoy, formamos parte, Dios, conocido primigeniamente con el más apropiado nombre de el Infinito, no soportó ni un milenio más el eterno aburrimiento que suponía su todopoderosa rutina y se soñó un pasatiempo. Comprendió, en aquel primer instante del principio, o del final del fin, que serlo todo cuando se es sólo uno, es ser nada; así que decidió ser muchos.

La diversidad si se practica es un hábito obsesivo, y como buen jugador se dejó guiar por la adictiva sabiduría recién hallada. Él, el grandísimo, fue transfigurándose en polvos estelares, quásares y galaxias; y supo que ya no podía parar. Se gustó al sentirse diferente y variado, y no cejó, excitado como estaba por el fuego de las estrellas, que sólo lo consolaban. Pensó, milagrosamente, en llenar ese vacío que aún sentía con agua, aire, tierra, y miríadas de cosas que aún desconocemos. Descubrió que la tarea de crear, le generaba nuevas y perpetuas necesidades; y a ellas se entregaba. Durante esa breve eternidad que duró el despertar, fuimos trozos de su conciencia. Felices de saborear la plena libertad, jugando a transformarnos en alter-egos de las partes de su ser, hasta que decidió probarse en carne, y en ella, finalmente, nos soñó.

El mundo desde entonces es una incógnita irresoluta, llena de soluciones mágicas y caminos intangibles, inimaginables e infinitos. Una verdad mística vislumbrada y explorada por el hombre antiguo, que el hombre moderno ha olvidado. La hormiga ególatra y prepotente, que ahora somos, creyó, al percibir y aislar un hilo de la realidad, que ese método exitoso que podía apresar en libros, pariría dogmas y explicaciones irrefutables sobre la razón del infinito. Tomó un camino, no ha más de un ayer, y lo trasmitió por generaciones. Pero olvidó muchos otros que exploró por decenas de miles de generaciones, y que desde entonces se han ido desvaneciendo, perseguidos por la ciencia y sus hallazgos.

El ser humano moderno crecido de su conocimiento obvia algo, hallar una certeza no implica resolver un enigma. Sobre todo cuando de ese mismo enigma sólo se es una de sus más ínfimas partes. Pertenecer a un gran sin fin no habilita la posibilidad de averiguar el total de la suma, pero sí permite al ser parte de ese todo, recuperar aquello que nos une con la totalidad, desempolvar nuestro vínculo con Él, con el Infinito, con la energía de la que surgimos y con la que, y para qué, tenemos conciencia. Y al aplicar esa simple lógica racional, tan imposible de creer, se abre, en verdad, la puerta de las maravillas.

Ese conocimiento místico lo supo y lo indagó la generalidad del hombre antiguo, personificado en sus sabios. Aquel don permitió que el ser humano abandonara el equilibrado mundo animal, en el que duramente sobrevivía, e inventara algo propio. Su hallazgo, sin embargo, no se lo adjudiquemos al propio hombre, sino al Infinito, porque nada en él es casual, sino voluntad.

La primera civilización, aquella cuyo nombre los mitos intentan dibujar en falso, calificó aquel momento como “el día del despertar”. El hombre todo, desparramado por el planeta, estaba dormido, olvidado de su origen, cuando la maga fortuita hizo que dos conciencias de luz repararan en nosotros. La leyenda de aquella madre de civilizaciones los califica como heraldos del Infinito, las posteriores culturas del hombre cuando alguna vez encontraron a los de su estirpe, los proclamarían dioses. Eran un padre y un hijo, un maestro y un discípulo, entes que advirtieron que en el pasado habíamos sido sus iguales. La conciencia de esa paridad energética los atrajo, y en el momento en que su energía se unió a la de nuestro planeta, el hombre todo, desparramado en los vericuetos de su barbarie, despertó.

Contaba Nmaga, aquel su primigenio poema del despertar, que el universo se reveló tal y como el hombre había olvidado que siempre había sido. Percibimos de nuevo ese engarzado infinito de filamentos de conciencia que iluminan y conectan cada parte con la totalidad. Por un instante recordamos y sentimos nuestro vínculo con el Infinito, y comprendimos que aunque estemos anclados en una de sus caras, nuestra energía refleja, como aquel al que pertenecemos, su multiplicidad.

Mas aquella lucidez, como un fútil intento de reconstruir un sueño desde la vigilia, se eclipsó tal y como vino. Y sin embargo la intuición de su rendija nos fue concedida. Susurra la perdida memoria del tiempo de lo que fue, que el padre y el hijo entraron en guerra. Aquellos dos seres lucharon en duelo para ganar el derecho de marcar nuestro sino. El discípulo discutió al maestro y lo encaró para salvarnos. Se apiadó de lo que éramos al recordar lo que fuimos, y se propuso regalarnos la puerta del conocimiento, el camino para regresar a la totalidad de nuestra conciencia.

Los versos perdidos del poema engarzaban el oscuro fulgor de los cielos estrellados con la rima del épico combate, cuya duración se estimó en tres meses y dos años. El maestro había ganado. Su impecable juicio había triunfado, el hombre debía, solo, alcanzar su conciencia perdida. Sin embargo, como dictó el Infinito, no sin antes darles un regalo. Toda perdida, una vez consumado el sacrificio, nos concede parte de lo abjurado. Y el maestro con su victoria comprendió al rebelde alumno.

Cuentan que un padre apenado fue quien bajó hasta la tierra, y en recuerdo del vástago amado se dirigió hacia los hombres. En su regazo, llevaba la esencia de aquel al que había matado, y en su dulzura nos encargó su cuidado. El objeto de poder no era más que una piedra del tamaño de una mano. Pero en su presencia los hombres sentíanse despertar. Mgaar, que así era el nombre del heraldo, escogió de entre ellos a doce y los adoctrinó en el conocimiento sagrado. Les mostró la maestría del Intento, la puerta mística que abre la conciencia dormida del hombre y les afirmó que el regalo era la llave. El objeto de poder recibió el nombre del heraldo sacrificado, Naga, y en su cristalina limpidez atesoraron los doce discípulos el escurridizo Intento que iban cultivando.

El heraldo quedose en la tierra hasta que los doce adoctrinados fueron maestros de iguales discípulos cada uno. Después, declaró que el camino hacia la libertad había empezado, pero que su consecución sólo yacería en la voluntad impecable del hombre.

>>Trece veces –profetizó– caerá el hombre en su ascenso para ser juzgado. Pero fruto de la penúltima olvidará por completo que los animales, los árboles, las piedras, el planeta y el mismo universo poseen la conciencia que, para sí solo, desde entonces reconocerá. Desdeñará el Intento y no sólo eso sino que perderá por primera vez a Naga, y sin ella se levantará negando que la multiplicidad del Infinito minimiza al hombre y creerá ser más importante que el mismo planeta. Y por primera vez, tan cerca del nuevo juicio como el hoy del mañana, despreciará el hombre a la madre tierra y la sacrificará en su ceguera.

Pero antes de que el mundo mude por treceava vez su piel reaparecerá un hombre antiguo, un guerrero del Intento perdido por decenas de milenios y que en la búsqueda de Naga hará que el amor se enfrente a su decisión, y el mentor a su ahijado. La lucha iluminará a aquel que renunciando a su vida, la gane y en obteniendo a Naga abra la posibilidad de supervivencia del hombre. Sólo entonces doce nuevos discípulos aparecerán para liderar a la humanidad en su vuelta a la libertad de la conciencia, triunfarán o en su soberbia, morirán los hombres.<<

La memoria del hombre, preservada del olvido permaneció en Naga incontable tiempo. Y una tras otra, las civilizaciones olvidadas de la historia, tras su desaparición, legaron con sus supervivientes el sagrado conocimiento del Intento. Hasta que se llegó a una edad de oro, endiosada de su prepotencia, en la que los hombres, en verdad, fueron maestros del Intento. Y la magia de sus milagros rivalizó con el horror de sus desmanes, lo que orilló a la tierra a violentar un nuevo ciclo. Los polos cambiaron y con ellas los hielos, y el continente de maravilla fue borrado del tiempo. Y en la debacle se perdió la gran verdad mística. Ya han pasado milenios y sigue despreciada por el pecado de nuestra eterna naturaleza, el olvido; y aunque oculta, para nuestro bien, aún permanece en la memoria de un hombre vivo…

(Continuará…)

El Pobre País de la Lotería

El Pobre País de la Lotería

(Capítulo 3. Parte 2ª. Novela: El Sueño de Dios)

 

-Yo sé que seré rico. No sé cuándo, pero un día ocurrirá. ¡Lo sé!

Samuel le recuerda a alguien. Durante estas semanas Segis ha intentado desentrañar el hilo de esta familiaridad sin lograrlo, hasta hoy. La respuesta ha caído con la convicción de la frase, la gestualidad y la cháchara alucinada, que unidas lo han trasportado hasta Valenzuela. Pero el descubrimiento, no justifica la antipatía que le ha ido tomando.

Valenzuela, era un espigado compañero de colegio, con fama de salido. Segis lo apreciaba, quizá por la simple naturalidad que ofrecía, con una boca llena de saliva y sin pudor al hablar de lo que sentía y sería. Lo más paradójico para él no es la recuperación de unos ademanes que creía olvidados, sino la igualación con quien convencido afirmaba que de mayor sería arqueólogo y desentrañaría tumbas egipcias y que ahora es policía, con un chico mucho más joven y camello.

La inesperada asociación deja paso, con más brío, al pensamiento culpable que desde hace días le dice que es un desagradecido. La inquina que ha ido alimentando, no es la mejor correspondencia a una acogida desinteresada y salvadora. Pero contra sus malas vibraciones, no puede luchar.

Se dice que no son los celos, aunque Rosa haya sido su ex. El Mundo no puede sentirlos sin amor, y ella sólo es una amiga aunque compartan cama. No es tampoco la exigencia continua de dinero desde que recibió su nueva tarjeta del banco. Ni es, aunque lo crea, la desaseada actitud de convivencia y la descarga de labores domésticas, como pago del invitado. Pero a veces, como ahora, la empatía que sintió al principio vuelve.

-Pues claro que es una tontería sin lógica, Rosa, pero yo creo en eso. Hay que creer en algo, ¿no? Esa es mi creencia, más que eso, mi convicción. Ya, ya sé que es uno de los trucos más retorcidos de esta sociedad para mantener al pueblo relegado en su vida gris. ¡Que no se alboroten que hasta ellos pueden ser ricos si la suerte en forma de lotería les toca un día! Pero es mi sueño, que por cierto una vez tuve. Soñé con un número que me hacía multimillonario y extrañamente días más tarde hice espiritismo con unos amigos y un espíritu muy enrollao lo repitió como último mensaje. Siempre juego a él en Navidad. Por eso sé que un día seré rico. Entonces me dedicaré a recorrer el mundo y conoceré hasta su último confín.

-A mí me parece que estás chiflado, ¿verdad? -Rosa busca la complicidad de Segis.

-Bueno sí un poco. Es lo que más me gusta de ti Samuel.

Reforzado retoma fantasías, desgranando ante Rosa los detalles de sus futuras acciones. Lo que permite a nuestro prota volver a su cabeza. Es esta parte soñadora, piensa, lo que les une. Fue en la primera semana cuando creyó encontrar un cómplice, entonces Samuel hablaba de paraísos lejanos y de una conquista mutua, New York, Marrakech, Delhi, México… Anhelos de viaje que exhibían en la desnudez de la noche y al abrigo de una guitarra arropada de canciones. En la imaginería de Segis tomó forma la simbiosis del virtuosismo instrumental del nuevo amigo y su voz, como camino al destino soñado.

Intentó entonces convencerlo de que el triunfo los esperaba en la música. Le dolió la negativa y la ridiculización de intenciones. Pero lo distanció definitivamente, la ilusión que éste mostró hace dos semanas por la posibilidad de un trabajo fijo, que un familiar le ofreció. Quizá, cree, que sólo quiso tentarlo a retomar sus estudios, ya que perdió el puesto por falta de un título. Pero lo peor, fue su propio reconocimiento ante el Mundo. Soy un mediocre, la sociedad es una mierda y yo no sirvo para nada, esa es la verdad. Confesión con la que pretendía justificar el descarte de los estudios que su familiar le urgía, le había dicho que si se titulaba lo enchufaba.

Para Segis la confesión tuvo el valor de la verdad, al realizarla con la desnudez de la borrachera. Este fue el momento de inflexión, que desde la comprobación diaria de la pasividad de Samuel ante la vida, su complacencia ante la falta de perspectivas, y su exacerbada crítica social sin propuestas ni ambiciones; produjera en él una repugnancia inconsciente por retrotraerlo al yo que abandonó en su pueblo.

Él no tiene la culpa, simplemente yo esperaba otra cosa, se dice, al pensar en la idea de que encontraría gente dedicada y comprometida en la consecución del arte. Pero no ha hallado más que jóvenes que intentan sobrevivir, ni un artista, ni un proyecto de escritor con quien compartir impulsos, ni un trabajo decente. Sólo una ciudad más grande y variada, que parece recrear el círculo que lo ahogaba. Sigo en el pobre país de la lotería.

Mira a Samuel, que ya anda por la China con Rosa de espectadora, y no puede culparlos, son soñadores como él. ¿Acaso su esperanza de hacerse rico de la noche a la mañana es diferente a su idea de que un destino maravilloso le espera? No, recapacita, aunque la salida a la mediocridad no la espero, la busco.

-Voy a ducharme.

Sale de la habitación, rememorando la liberación que en su pueblo significaba ese juego para él y sus amigos. Y una extraña morriña, hace que su mente escenifique el recuerdo con todo lujo de pormenores.

-Yo lo primero que haría, sería irme camino del aeropuerto y coger el primer avión que saliera y no pararía de viajar en un año, hasta que diera la vuelta al mundo. Bueno o por lo menos hasta que me cansara. Eso sí, tranquilos que os mandaría postales de todos los sitios.

-Pues yo lo que haría, sería comprarme una buena casa y un cochazo. Luego le daría unos millones a mis padres y hermanos, y entonces montaría un negocio, quizá un restaurante.

-No, no, que va. Yo lo que haría sería comprar muchos pisos en la capital que es lo más caro, alquilarlos y luego a vivir de las rentas. ¡Hazme caso que eso si que es un negocio redondo!

-Yo haría todo lo anterior y más tarde invertiría mi dinero sobrante en hacer cine que es lo que siempre quise hacer. ¿Y tú Segis?

-Pues yo alquilaría un gran barco, invitaría a todos mis amigos y comenzaría a navegar atracando en los puertos que nos apetecieran. Y cuando nos cansáramos, compraría una casa en la que ofrecería hogar a todos los artistas sin dinero, para que desarrollaran sus obras. Y con los beneficios montaría una fundación para luchar contra las injusticias. Y luego…

Se abre la puerta cuando todavía está bajo la ducha. Es Rosa.

-¿Todavía sigues ahí? Estás muy pensativo, ¿qué te pasa hoy?

-No sé -saliendo y poniéndose el albornoz- de todo un poco meona.

-¿Te vienes?

-¡Claro! -Sostiene forzadamente su mirada, para no delatar sus intenciones.

Pero de alguna forma cree que ella ya lo sabe. No por nada ha sentido su mirada suplicante todo el día. Hace cinco días Segis le planteó sus dudas y precisamente hoy la ve totalmente abatida. Hoy, cuando ya ha tomado una determinación.

-Te espero.

-Sí, no tardo nada.

Recuerda al vestirse, el augurio de Rosa. Mierda me estoy enamorando y sé que me dejarás. Puedes ser dulce como un niño, pero siempre pareces estar huyendo. Huyes del amor, y cuando lo busques él huirá de ti.

Se paraliza con un frío que no sintió entonces. La verdad que ahora se cumple, en la previsión de Rosa, parece sentenciar la posibilidad que el Mundo temió y teme; desconocer el amor verdadero. La noche de aquel comentario se cumplía la primera semana de carantoñas y juegos de cama. Segis siguió el empujón del hachis y la ternura, para descubrirle su alma. Cargó su confesión de cambios e intuiciones, al describir su pasada ruptura con María, urgida por el sueño del arte como ineludible paso hacia su futuro. Y la magia que encandiló a Rosa, la llenó de advertencias que celosa soltó en augurios para atraparlo.

Pero Segis no está enamorado, no siente ese algo intangible y químico. Sigue cabezón y egoísta, y aunque teme la maldición despechada del amor, planea huir de nuevo a la caza de los signos que su destino imaginado le reclama. No quiero hacerle daño, es una tía genial, pero… debo seguir buscando, encontrar el ambiente bohemio por el que suspiro.

-Ya estoy listo. ¿Nos vamos?

Camino del pub llenan los pasos de frases intrascendentes y de miradas escurridizas. Hasta que tras un suspiro de valor, Rosa arremete.

-Te has cansado de buscar trabajo, lo sé. Pero chico tómatelo con calma, sólo llevas seis semanas y encima has tenio suerte -lo agarra por la cintura- has caído en las mejores manos. A ver si te crees que yo ando pasando por gusto.

-No, pero yo aspiro a más, no quiero acabar así.

-Hombre, ¡gracias -soltándolo- señor superior! -Le da la espalda y se arrincona contra una fachada- ¡Vete ya no te necesito!

-Perdona no quería ofenderte, ni enjuiciarte, pero ya sabes que yo…-Le agarra el brazo.

-¡No me toques! -Se retuerce y lo mira fijamente- Ya lo sé, ya lo sé, tu eres un soñador, buscas maravillas y aquí sólo has encontrado realidad. En cierto modo eres un niño. Un niño que no quiere crecer, con esa extraña mezcla de pureza y fantasías, con ese cuento de que la vida te espera. Tranquilo sé que te vas, no hace falta que me lo digas, pero la culpa no es tuya es sólo mía por enamorarme como una imbécil. Y te envidio, porque a mí la vida me tiene agarrada por los cojones que no tengo. ¡Anda vete ya!

-¡Nun… nunca te había visto así Rosa! Lo siento de veras. No seas tonta, si llevas todo el día recordándome que hoy te había prometido acompañarte. ¡Venga vamos…!

-¡No, guárdate tu caridad!

Le da la espalda con los ojos llorosos, y asume la pérdida con el presuroso paso de la huida.

No lo hago por caridad, no lo hago por caridad. No te amo pero te aprecio, se repite, te aprecio mucho, mucho. Las palabras atragantadas hurgan, martilleando su falta de reacción al verla alejarse. Piensa que quizá sea lo mejor. Está alterada y si la siguiera y le hablara, ella no razonaría. La conoce lo bastante para saber que su orgullo no reconocería la cabezonería si estuviera equivocada. Pero el Mundo sabe que tiene casi toda la razón.

Lleva unos días tensa y agobiada, y hoy ha estallado. Da media vuelta y de camino cree encontrar una causa, ha empezado a empaquetar sus cosas para la nueva huida que planeaba mañana y ella se ha debido dar cuenta, tal vez al entrar en su habitación. Busca y encuentra razones para exculparse, pero la conclusión le señala, porque de igual forma sus atenuantes no aligeran el daño que le deja.

Rosa es una mujer fácilmente condenable, como oyó comentar a aquella mujer. Su medio de vida es ilícito y socialmente de los más execrables. Pero además, su familia ha dado blanco a las lenguas con el alcoholismo de su padre, el yonki de su hermano y la desatención de una madre, cautiva por una depresión crónica. Por no sumar a los tres hermanos menores, que se saltan a la torera la asistencia escolar y especialmente a la hembra, que con 13 añitos ya tiene fama de pendón, por ser lo bastante espabilada como para haberse dado cuenta de que le gustan los chicos.

Y encima ella, que era la única aplicá abandona sus estudios y tira un futuro decente para mantener a toda esa jauría de inservibles con la venta de esa cosa que dicen que mata. Pero mira cómo su hermano sigue vivo, seguro que a él no le da droga de la mala, sino de la buena. Así resumió hace una semana en corrillo de amigas, al oído indiscreto del Mundo, el trasfondo vital que Rosa le calla. Misma dama que terminó apuntillando, ¡Para que luego digan que los delincuentes los hace la sociedá, cuando está clarísimo que les viene de casta! Fogonazo de memoria que ahora regresa, para hacer más mísero el ansia egoísta de vida que de ella lo aleja.

Le ha mostrado sin proponérselo la luz del amor, que él no comparte, y con su proyectada marcha, queda a la altura del desgraciado huésped que sólo acierta a responder con robo, a la sincera hospitalidad. Sí, dice, probablemente lo mejor es irse y no verla más, porque aunque la respete y admire no la amo, y no puedo salvarla.

No verla más, le evitará el cruel dolor de sentir cerca lo que no se puede mantener. Pero y si me equivoco y el tesoro de una grata despedida la ayuda a luchar, se plantea al pasar junto al bar. Mira de reojo, Samuel está dentro. Dubitativo entra, aunque sea para driblar tanta cascada de auto recriminaciones.

Samuel está ensimismado con una máquina tragaperras y no lo ve, lo que aprovecha para pedirse una cerveza y ponerse a su vera.

-Siempre estás igual, ¡deja el vicio ya coño!

-¡Hombre…! ¡Viene, viene, bien…, mierda! Sólo una más y estoy contigo.

Por diez minutos lo mira absorto jugar. Imaginando por qué habrá gentes como él obsesionadas con la suerte, esperando que ésta les llegue y les solucione la papeleta; no cree entenderlos. Entiende una espera total, pero ésta tan insignificante y tan mentirosa, no. Lo compara con Rosa. Aparentemente su situación es muy similar, pero ella se ve obligada por el peso de una familia entera que sustentar. Mientras que él procede de una familia acomodada, que hasta le dio casa en propiedad. Puede que sea la llamada del dinero fácil, pero el riesgo que conlleva no planificar un futuro en el que invertir lo ganado, sólo puede ser falta de autoestima, o una desesperada búsqueda de llamar la atención, o una rebeldía suicida; se dice.

-¡Cabrona, hija de puta! -Se acerca a Segis para no prestar oídos a las quejas del dueño por patear su máquina- Está apuntito, apuntito.. Oye ¿y tú qué haces aquí cómo es que has dejado sola a Rosa?

Las explicaciones de uno y otro dejan hundido a Segis. Suelta la cerveza, sale del bar sin pagar y corre. Corre con todas sus fuerzas. ¡Ese cabrón, ese cabrón! ¿Por qué no me lo has dicho, tonta? Se repite, rezando porque no sea demasiado tarde, porque pueda alcanzarla, porque estén en ese pub, porque ella no haya…

¡Mierda de zapatos!, se dice porque le bailan y no le dejan correr bien. Los tenía que haber tirado. Pero los nuevos todavía le hacen daño y ya se había acostumbrado a ellos.

Ya casi está allí. Al alcance de su mirada, el pub donde suele pasar Rosa su material. Era donde hoy iba a acompañarla. No sabía que hoy, ella más que miedo tenía pavor, porque allí la esperaba el Sangres. Entra con el ruido de sus pulmones al límite. El local está repleto, empuja y bate el lugar hasta ver a un conocido.

-¿Dónde está Rosa? ¿Has visto a Rosa?

-¡Hombre, hola por lo menos!

-¡Que si la has visto!, ¿sabes si ha estado aquí?

-No, no sé.

¡Dios mío si ese Sangres…!, se dice al retomar la desesperada inspección, intentando no imaginar la suposición. Rosa es una chica reservada pero le habló de él. En otros tiempos fue un camello importante. Movía la heroína de la ciudad y uno de sus hermanos le debía mucho dinero. Un día juró matarlo si no le pagaba, ella se interpuso y casi la viola. Lo denunció. Hasta ayer, le confirmó Samuel, estaba en la cárcel, no le será difícil encontrarla y seguro que quiere venganza. No la ve. Angustiado se abalanza a la barra.

-¿Sabes si ha venido hoy Rosa?

-Pues… ahí sale con uno.

Sí, es ella abandonando el local con un tipo de malas pintas. Se abre paso con la cara demudada, a empellones, como un animal hasta que logra salir a la calle. Grita al verlos aproximarse a un coche, en el que parecen ir a montarse.

-¡Sangres cabrón!

-¡Mundo! -Alcanza a decir Rosa volviéndose. Su cara parece asustada y su tono deja traslucir un deje de advertencia. A su espalda Segis nota una presencia.

-¿Me buscabas hijoputa?

-¡Déjalo, déjalo! -Grita Rosa intentando acercarse.

-¡Cállate putita! Con que éste es uno de los que te has buscado para defenderte   -Mirándolo de arriba abajo- Me parece chaval que te has calzado un papel que te viene grande.

Segis ve desdibujarse esa cara alargada y llena de cicatrices al caer ante un puñetazo que lo noquea. Entre brumas sus oídos oyen gritos, carreras y finalmente un gran golpe seguido de un chirriante frenazo. Unas manos lo incorporan para que se asome ante el gran charco, que centrado en un cuerpo desvencijado forma el Sangres.

-¡Gracias a Dios, gracias!

La voz temblorosa es de Rosa. Pero su cabeza no le deja responder, sólo alcanza a pensar que hoy le ha tocado la lotería a una chica que la merecía. Se mira los pies. Sí estos malditos zapatos me vienen grandes.

El Pobre País…

El Pobre País...

(Capítulo 3. Parte 1ª. Novela: El Sueño de Dios)

Un escalofrío le recorre la espalda como respuesta a los ojos de hiena que ha visto en el retrovisor. Sabe que algo va mal. Pero todavía no se ha dado cuenta de que él no es el único animal acorralado del coche. Su conductor ya ni se acuerda de cuando dejó de sentirse así.

Al bajarse del tren recorrió la estación entre aturdido y desorientado. El peso del equipaje, que lo dejaba indefenso, no impedía que un alegre sentimiento de vida lo empujara a sonreír a todo aquel que se le cruzara. Engullía con sus ojos, cada persona y objeto con la avaricia que da el comienzo de la aventura. A la tercera vuelta por el recinto, algo defraudado por la esperanza supersticiosa de cruzarse allí con quién lo guiara al acomodo en esta ciudad desconocida, enfiló el camino de la calle. Odiaba la pregunta por inevitable pero terminó por formulársela a un taxista.

-¿Conoce alguna pensión barata que alquile habitaciones por semanas o meses?

-Las conozco todas pero no sé cuál hace descuentos. Si no te importa esperar ahora vendrá un compañero que quizá te pueda informar.

Fue en la espera, cuando sintió aquellos ojos. Ojos entonces entornados y amigables, que acompañados de una sonrisa se le figuraron los que pertenecieron a su perro fiel, Toby.

-¿De qué huyes? -le preguntó cómplice.

-¡Ja, ja…! ¿Por qué crees que huyo?

Acomodó el equipaje y analizó al proyecto de amigo. Era un chico joven, de esos agraciados con una cara de eterno niño travieso y con un deje en el habla que embelesaba.

-Bueno me imagino… ¿un cigarro? -sacando un paquete y ofreciéndole- es lo que me ha venio a la mente con tanta maleta. Eso para mí es huir de algo, aunque no es la mejor forma -mirando el equipaje- ¡te lo aseguro que yo en eso tengo práctica!

-¡Gracias! -Dejándose encender el pitillo- ¿y por qué no he podido venir a trabajar o a estudiar simplemente?

-¡Va eso es lo mismo! En el fondo todos huimos de algo.

-Quizá, ¿tú de qué huyes?

Le insinuó entonces con la cabeza la posibilidad, que hicieron efectiva, de sentarse en un banco. El joven le habló de sus primeras huidas forzadas por la desgracia. Luego de las siguientes fugas, provocadas por el hartazgo de la cotidianeidad. Mientras Segismundo, intentaba descifrar en la rendija de sus gestos y en el detalle de sus tatuajes, la íntima razón de tanta huida.

-…Pero en realidad hay dos tipos de personas y yo soy de las que huye porque no le gusta la vida. ¿Y tú de qué huyes?, o ¿qué es para ti la vida?, que en el fondo es lo mismo.

-Bueno, más bien voy al encuentro, que no huyo de ella. No sé si tú has sentido alguna vez que ahí fuera, en el mundo, hay un destino único, maravilloso y sólo para ti. Yo siempre lo he presentido. Vengo a buscarlo, no sé cuál, ni si será en esta ciudad, pero lo que te puedo asegurar es que me cansé de esperarlo. La vida es muy grande y si uno busca con fe y con inteligencia, tarde o temprano te llega lo que vas buscando. Esa es al menos mi idea de la vida. Y voy a luchar por ella.

-¡Va, eso… perdona si te molesta… son gilipolleces! Quizá tú eres de una familia con posibles, o tienes estudios de esos de universidad y puedes llegar a ser un don alguien. Pero para la mayoría conseguir ese puta madre de destino es imposible. Sólo pueden brindárselo los ricachones.

-¡Guau… parece que nunca has tenido un sueño!

-Ya no creo en ninguno. Bueno sí en uno. Desde que era enano, sobre todo cada vez que mi padre me zurraba, el muy cabrón, yo me imaginaba que cambiaba mi sino con el de otro niño. Hasta llegué a soñar que nacía de nuevo y era el hijo de un actor famoso, una reina o de alguna gentuza de esa. Esta es mi única esperanza, que exista la reencarnación y que si hay próxima vez, la lotería me toque y sea un niño pijo. A peor no creo que pudiera ir. Claro que si estuviera seguro haría tiempo que ya me hubiera pegado un tiro.

-¡Qué va eso es lo último!

-Claro.-Rieron al unísono-Yo conozco una pensión. Si quieres te puedo llevar, más barato que el taxi te va a salir, a mí con que luego me invites a una cerveza, me vale. ¿Qué… vamos?

Segismundo dudó unos segundos. No hay peor duda que la del deseo cumplido. Pero si no lo conozco de nada, pensaba. Era el encuentro que había estado esperando, y aunque el desprecio que a la vida como posibilidad había mostrado le disgustara, el sincero compañerismo que le ofrecía le convenció.

-Y a unas rondas. Soy Mundo, ¿y tú?

-Pepe, encantao tío-Dándole la mano.

El motor del coche reverbera, al compás del pulso acelerado del Mundo al sentir por segunda vez la violencia de aquellos ojos. Me va a hacer algo, se dice. Ahora que está atando las conjeturas que desde que salieron de la estación ha ido sumando, le recrimina a su instinto por dejarse engatusar.

Qué sino puede significar el cambio de tono y las preguntas sobre si ha venido con mucho dinero, si conoce alguien y si alguien sabe que ha llegado allí. Cree que respondió con una adecuada sarta de rodeos, pero debió notarle algo en la voz. ¿Por qué sino el trayecto continúa por lo que parece lo más recóndito y aislado, y ha dejado de hablarle? Qué pretende, se pregunta.

-¡Oye colega qué lejos está eso!, ¿no? ¿No me habías dicho que más o menos estaba céntrica?

-Ya casi estamos. -Le responde tras una larga pausa, que le frena la respiración y le golpea las sienes.

Se alegra de haberse sentado atrás, ya que puede controlar todas las acciones inadvertidamente enfundado por sus gafas de sol. Pero la luz natural se va y no se atreve a quitárselas. Quizás está mosqueado porque no me sentara adelante con él, o por rechazar el porro al que me invitó. Se plantea por quinta vez, otra razón salvadora.

-Es allí enfrente -para el coche- ve a preguntar si tienen habitaciones. Yo te espero aquí.-Le indica con un gesto el cartel de pensión, en una calle vacía y en penumbra. Ha empezado a llover.

-¿Dónde, dónde…?

Se quita las gafas como si le dificultaran el entendimiento. Echa un vistazo tímido y fugaz a las manos de Pepe. No se atreve a comprobarlo pero teme haber visto algo brillante en ellas. Lo seguro es que no ha visto llaves en el contacto. Es un ladrón. Estoy en un coche robado y va a robarme.

-Oye ¿por qué no entras tú? Si te conocen siempre será mejor ¿no?

Intenta ganar tiempo. Pero la rabia casi burlona de esos ojos no le deja pensar. ¿Cómo saco mis cosas del maletero, cómo huyo cargado y encima con este tiempo?, se castiga, ¡Dios me la he buscado!

-No me conocen. Además -le sonríe cínicamente- yo no busco pensión.

-Bueno, si no quieres venir conmigo…

Abre la puerta y agarra la mochila de mano cuando…

-No te lleves nada. Mira primero si hay habitación -Sujetándole el bulto.

-Es por si tengo que pagar..-Pega un tirón y sale.

Desconcertado pone rumbo a la pensión a paso rápido. De pronto un golpe silencioso lo atrae y lo contiene contra el muro. Un vacío de sangre le contrae las entrañas y el aire le quema al sentir una navaja en su cuello. ¡No he oído ni la puerta cómo…!, su pensamiento es interrumpido.

-¡Por esto cabrón, por esto, por el dinero! ¡Soñador de mierda pa´l coche! Me habías caído bien y pensaba dejarte lo que llevaras encima. Ahora por chulo me vas a dar hasta los zapatos. ¡Entra!

Noqueado por la fuerza depredadora de una cara que no reconoce, dentro del coche se deja desvalijar. No comprende que la maldad que sufre no está guiada por la natural malicia de un chico, sino que es simplemente la respuesta feroz a las imágenes mentales de un preso fugado. Venganza a destiempo de una sociedad que lo ha incomunicado por meses en una celda de escasos metros, que lo ha vejado a golpes y a humillaciones por medio de carceleros, por el natural hecho de querer escapar, por hacerle sentirse menos que un perro desde una adolescencia plagada de reformatorios.

-Ahora los zapatos, me gustan.

-¡Tío no, tío mir…! -Da un puñetazo a la cara del carcelero que lo dejó desnudo y atado por las manos a la cama durante 14 horas.

-Tranqui tío, soy legal, no te voy a dejar descalzo con este tiempo. Toma los míos.

Se quita los zapatos sin creerse este episodio de impotencia y gritándose que debería si quiera luchar.

-¡Toma cabrón!

-Ahora hijoputa..-metiéndole la faca junto al pescuezo- me vas a decir el número de esta tarjeta, que con la miseria que tenías no llego muy lejos. Y mi destino como tú dices -arrastra las sílabas- me está esperando. ¡Canta!

Segismundo no dice nada. Tiene el cuerpo paralizado pero en sus ojos ya no brilla el pánico sino la rabia. Le pide ahora los ahorros de los últimos años, los sueños de toda una vida y el regreso a una muerte gris que conoce.

-Cero, cero, cero, cero.

-¿Ese es el número?, ¡qué número más tonto! -Antes de retirar la navaja- Lo voy a comprobar.

-¡Déjame por favor que me ponga si quiera tus zapatos!

Gana tiempo y un respiro, porque sabe que lo necesita con zapatos para comprobar el pin. Pero una vez puestos sorpresivamente empieza a golpearlo con una rabia animal. Lo desarma, lo desestabiliza y se ensaña en el suelo del automóvil gritando.

-¡Eso es lo que te vas a llevar cero pesetas cabrón, cero, cero, cerooo…!

Abre la puerta, agarra su mochila y bajo la lluvia corre al canto de..¡Policía, policía, policía…! Vuelve la cabeza por décimas de segundo y ve una sombra junto al coche ya lejano y corre con más rabia. ¡Policíaaaaa….!

Se detiene al percibir un murmullo en la calle y a pesar de su fuerte respiración oye el sonido de un coche perdiéndose. Vuelve la vista atrás y lo que quedan son ventanas abiertas y algún vecino asomándose por la puerta de su casa. No querías aventuras, ¡toma aventura!, se dice al notarse mojado. Siente su cuerpo por primera vez en el último minuto y le duele todo por los golpes. Anda, se mira los pies y se da cuenta. ¡Mierda encima me están grandes!

-Chico, ¿buscabas a la policía? -Se vuelve. A su espalda un hombre lo mira impertérrito bajo el aguacero.

-La necesitaba, me han robado.

-Si quieres puedes llamar desde mi casa.

Avanza hacia él. A sus espaldas aparece una puerta abierta. Se deja conducir dentro y acepta una toalla para secarse. La casa le fascina, la única decoración la forman pinturas y estanterías.

-Toma, así entrarás en calor.

-¡Gracias! -Toma la taza de café que le ofrece.

-Tendrás que llamar para hacer la denuncia.

-Creo que no la voy a hacer. No soy de aquí y no quiero que se preocupe mi familia.

-¿Te han robado mucho?

-Casi todo -se mira los zapatos- sólo he salvado esta mochila. Disculpe, muchas gracias por todo, pero en realidad sólo he entrado para sentir un refugio. Acabo de llegar a la ciudad. Sólo recomiéndeme una pensión.

-¿Turista?

-No, de aventuras, a buscarme la vida.

-Pues ya has empezado a tenerlas. Vosotros los jóvenes buscáis la vida con urgencia, la soñáis y eso la hace más grande y cambiante. Aunque claro no siempre va bien. Tienes coraje chico. Usa bien tu impaciencia, que la paciencia ya nos llega con la edad. Voy a sacar el coche y yo mismo te llevo.

-Gracias, es usted un buen hombre. ¿Sabe?, me recuerda a mi abuelo.

-Por cierto, como te diría tu abuelo, ¿tienes para la pensión?

 

 

 

 

 

 

-¡Dinero, maldito dinero! El tiene la culpa de tó. Y no, no te creas que voy a maldecir como muchos hacen al que lo inventó. ¡Yo maldigo al que lo tiene, coño! Porque es diabólico, está muy requetepensao. Encuéntrale algún fallo si lo tienes, ¡eh!, y ahora como no lo tengas, intenta buscarle un fallillo al sistema pá escabullirte.

-No, si no te digo que no. Pero ahora lo único que me agobia es que yo no tengo ni para un bocata. ¡Ni, ni…! Y gracias que ese señor me pagó la pensión que si no…

-Pero colega, ¿quién te manda venir a una ciudad en la que no conoces a nadie y fiarte del primero que te da conversación? Si no te niego que sea mala suerte. Pero es lo que hay.

Esta chica es la primera persona con la que el Mundo se desahoga. Lo abordó hace unos minutos por un cigarro. Era el último que le quedaba y ella lo invitó a compartir el porro. Quizá también movida por una cara que pedía algo, sin saber mostrar más que una tremenda desorientación. No soy de aquí, acertó a decir como inicio de una charla en la que pudo dibujar su situación.

Confiar en una desconocida lo descargó de la responsabilidad perentoria que la visita esta mañana al banco le ha dejado. La acalorada discusión sólo sirvió para dejar bien claro que sin identificación no iba a poder acceder a su dinero. El largo paseo que lo siguió por esta ciudad desconocida, no halló solución a su determinación de no ponerse en contacto con su familia. Le supondría volver a su pueblo momentáneamente, y eso nunca.

Las cosas no pasan como uno las supone, pero una vez embarcado Segis nota que a pesar de todas las recriminaciones de su lógica, por primera vez en su vida vive una aventura. La indefinición de su destino le parecía tan maravillosa que su excitada mente sólo aguardaba un hecho inesperado. El cual resolvería este primer contratiempo con una magia que una vez llegada lo conduciría en volandas hasta su triunfante sino.

-Sí es lo que hay, pero no puedo evitar ser así. Yo confío en la vida.

-La vida sólo es una broma pesada. ¿Y a quién le has confiado el envío de ayuda, a tu familia?

-No, no puedo. Ayer vine a buscarme aquí la vida. Sólo confío en esta ciudad.

-Pues colega aunque hayas venido a la ciudad sigues en el sur, aquí si tienes suerte consigues un trabajo de mierda con enchufe y mal pagado. Si no, como la mayoría de la juventud en la que me incluyo, búscate algo pá pagarte los vicios. Y arriésgate a que luego te llamen delincuente si te cogen, como si tuviéramos opciones. ¡Cabrones!

-¿Sabes algo que pueda hacer hasta que solucione lo del banco?

-Si no eres melindroso, yo sabía de… Espérame aquí que ahora vuelvo. ¡Mátalo!-se va dejándole la pava del canuto.

Lo apura. Se había propuesto no probarlo para así evitar emparanoiarse, pero al quedarse solo lo utiliza como la única evasión ante las miradas de los viandantes que le hacen sentirse desnudo.

Se recuesta al sol, pensando en cómo saldrá de ésta. Deshecha nuevamente contactar con su familia, ¡la que me armarían! Tampoco es posible que algún amigo le mande dinero, no puede acceder a su cuenta, ni tiene dirección. ¡Coño es que no tengo ni para llamar!

Lo primordial es la pensión. Esta mañana cuando se marchó no dijo que se fuera a ir y allí dejó su única mochila, y les importará tres pimientos lo que les diga si no habla con monedas.

En ese instante le llega el aroma de la pastelería cercana. No ha comido desde el bocata de ayer, y el ruego del estómago al que no puede satisfacer, le genera malos pensamientos. Quien se fijara, seguramente vería un chico con ojos de hiena, y es que acecha no sólo a la comida que pasa sino a los bolsos y gentes del paseo.

No, no sería capaz, se dice, pero qué sino le puede proponer esa chica de la que no conoce ni su nombre. Ya tarda. Mira al mar que tiene muy cerca y luego a sus pies. Sí definitivamente le están grandes. Como lanzado por una urgencia corre hasta la playa, se descalza y se aproxima a la orilla del mar para remojarlos.

La fascinación por los océanos existió en él desde pequeño. Mezcla de la lejana inaccesibilidad que desde su pueblo significaba el mar, y de la aventurera profesión de marino como camino hacia la libertad, que de adolescente lo embelesó mientras leía a Jack London y Joseph Conrad. Ahora la locura de embarcarse en cualquier carguero, la bosqueja como huida de la delincuencia que prevé, si no consigue dinero. Se echa mano para sacar un cigarro y recuerda que no tiene tabaco, ni plata. Siente frío, no en vano todavía es invierno, y le entra prisa por volver al único calor que le ofrecieron.

El trayecto le hace reconocer que ningún barco aceptará a un indocumentado sin profesión. Se jura aceptar lo que le ofrezca la chica, por ilegal que sea. ¿Alguien que haya pasado por semejante opción haría otra cosa? Sólo se oirán no de quienes hayan desconocido la necesidad. Antes de llegar vislumbra a la chica alejándose.

-¡Oye chica, espera, espera. Aquí estoy!

-Ya me iba. ¿Dónde te metes tronco?

-Por ahí. ¿Tienes algo para mí?

-Sí, ven.

La sigue sin atreverse a preguntar qué es lo que debe hacer. Averigua que se llama Rosa, cuando le pasa otro canuto, y empieza a reconocer el morbo de sus tetillas. empinadas. No es guapa, tiene unas caderas demasiado amplias, síntoma de una gordura incipiente y una cara sin chispa. Pero la sabe sincera y femenina, con sus ropas ajustadas y rockanroleras. Y lo principal para el Mundo, le cae bien. Sobre todo por su discreción. Ella le pregunta lo que presiente que le quieren contestar, y en sus réplicas le comparte un cinismo lúcido, que lo intriga.

-Mira lo que tienes que hacer es muy fácil. Ya casi llegamos. Y te puedes sacar unas… ¡Hombre Largo! Disculpa un segundo.

-¡Hola colega!

-¡Buenas!-Segis responde al saludo del hippie y permanece a distancia para dar privacidad al intercambio de hachis por dinero.

Comienza a obsesionarse. ¿Y si me propone un robo… o darle una paliza a alguien, o ponerme a pasar droga en la calle…? Yo no tengo cojones para eso. ¡O sí tengo, y lo que realmente temo, es la prisión como aventura indeseable!

-Perdona -vuelve- como te decía…

-Rosa perdona, pero creo que no puedo hacerlo.

-¡Cojones! Pero ¿qué te crees que te he buscado… el robo a un banco? Si yo tuviera agallas y fuera bastante inteligente no te creas que no lo daría. Pero ¡coño es sólo blanquear una casa!

-¡La cagué! Perdona es la paranoia.

-Ya, ya. Pero ¿qué te creías sino que te iba a dar costo del mío pá que lo pasaras? ¡Cómo pá fiarse de cualquiera! Y mira esto lo hago porque me has caído bien. Y bueno -mirándolo- porque también tienes un buen polvo.

-¿Ah sí..?

-¿Ah sí? ¿Eso se te ocurre? Se dice tú también.

-Pues eso, tú también.

-No me gustan los mentirosos. También se puede decir: ¡Pues tú a mí no me gustas!

-Leche que soy tímido. Pero de verdad que tú también me pones.

-¡Anda pieza, vamos!

Lo conduce finalmente a una casa grande y vieja. La puerta de entrada está abierta, y por la escalera se oye música ská a todo volumen. El piso en el que se introducen, parece a medio desmantelar, con habitaciones repletas de muebles y un pasillo lleno de restos de papel pintado. Al final, un veinteañero subido a una escalera, blanquea una gran habitación.

-¡Hombre aquí viene el robao! ¿Qué tal? -le estrecha la mano- ¡Ánimo colega que tó tiene solución!

-¡Gracias, eso espero!

La magia acogedora se despliega con Samuel de anfitrión y el Mundo de beneficiario. Antes de ponerle manos a la pintura, no sólo le cede el uso de su despensa, sino que hospitalariamente le obliga a atiborrarse en ella. Sigue la visita guiada por la casa, en la que le concede cobijo y cama so pena de enojarlo. Finalmente, relaja el preludio del trabajo con una litrona y un porro.

Al terminar la tarde Segis regresa a su nuevo hogar tras pagar la pensión. La jornada ha pasado tan rápida que sólo entonces recapacita. La conclusión de apenas 48 horas es que la vida es más rápida e intensa fuera de su pueblo. Incluso la ligereza de equipaje lo alegra, ya que le hace sentirse un hombre nuevo sin la carga del ayer. Llama a la puerta al llegar y mientras espera, siente la certeza de que las dudas han quedado atrás. Por fin las puertas del destino soñado, empiezan a abrírsele.

La Huída Soñada

Huida2

(Capítulo 2. Parte 2ª. Novela: El Sueño de Dios)

Interesante pregunta chico. La vida no es más que ilusión, sueños o ambiciones, si quieres llamarlo así. Pero la vida con grandes letras es ilusión. El resto es desidia y monotonía, no importa si consigues o no tus metas. La vida o se rellena de nuevos anhelos o se desinfla en la nada. Por eso se venera la juventud, porque es el formulamiento de los sueños. La madurez, con suerte, sólo es la consecución de lo soñado y en la mayoría de los casos, la instalación de la rutina.

No, no me mires tan perplejo, ni me juzgues pesimista. Soy práctico, disfruto de las pequeñas cosas, conformistas ilusiones digamos. Pero uno aprende a no dolerse de lo perdido. Y claro lo conseguido ya ni lo apreciamos. Eso es la vida. Y para usted joven ¿qué es la vida?

Segis se siente aturdido. Todavía sigue conversando con este tipo, aunque empieza a parecerle un amargado y además un engreído. Sólo porque es mayor se cree con capacidad de dar lecciones. No, definitivamente no es la clase de encuentro que se había imaginado.

No sé si ustedes, queridísimos lectores, han saboreado la densidad de una maleta camino del día cero. Cargados con la felicidad exultante que los nervios colorean con la total activación sensorial. Cuando uno tiene la impresión de que algo grande comienza en su vida, y siente la excitación de ser el protagonista y a la vez único testigo y tesorero de momentos que deben ser recordados. Como si su conservación y posterior uso, fuera beneficioso para un otro futuro.

Sea como fuere, esto creía el Mundo, que había pintado cientos de veces la llegada de estos momentos, con personajes diversos y situaciones variadas. Pero con un todo impregnado por la magia de la existencia y una complicidad única. Sin duda ingenua versión de un mundo exterior que desconocía y que suponía cargado de almas soñadoras a las que la casualidad emparentaba, con el movimiento del viaje, por minutos o decenios con las únicas reglas de la sinceridad y la trasgresión.

Sin embargo la casual lotería de esta línea de autobuses, ha proporcionado de compañero de asiento al sempiterno, y conocido por todos, moscón de trayecto, al que nadie debería criticar por sus ganas de comunicación en un mundo tan falto de ella como es el nuestro, pero que tras ¿A dónde va, a qué se dedica, dónde vive, qué música le gusta, cómo se llama…? Debería apreciar si su charla es bienvenida o no. Sin necesidad del ¿no le molesto, verdad?, que más que demostrar sus buenas maneras, compromete las del interlocutor, que impertérritamente para su desgracia, siempre miente diciendo No.

Aunque la situación empiece a ser incómoda, como es el caso de Segis, nota que hay algo en ese gordinflón, de vida familiar, gris y vulgar, que le recuerda mucho a alguien. Y teme que sea a sí mismo, aunque nunca lo reconocerá.

La vida es amor, viaje, dolor, conocer, triunfar, conseguir y disfrutar. No, los sueños son importantes sólo y cuando se cumplen, con ilusión no se vive. Aunque claro la vida es… Bueno no sé bien lo que es. Todavía no, por eso viajo.

Pedro es un jubilado, avejentado para su edad y con porte bondadoso y discreto, que está disfrutando más de lo que su cotidianidad parece ofrecerle. Su mujer si pudiera verlo, podría llegar más lejos, pues ante el actual brillo de sus ojos, afirmaría reencontrar al joven de 20 años, del que se enamoró. Y es que dejándose caer por una cuesta de sentimental evocación, inusual para su aprendido comedimiento, ha comenzado a hablar del arte, al que un día quiso pertenecer. Pero claro, eso coincidió con el ímpetu del amor. Cuyos gastos conyugales de hogar e hijos hubo que alimentar con años rutinarios. Donde durmió las fantasías de ser un gran pintor. Sin mucho tiempo para recapacitar sobre lo perdido en el camino. Hasta que llegó la paz como fruto del afecto, permitiendo en el primer nieto, la perspectiva serena del pasado.

Ahora la voz le tiembla, y mirando en el infinito ventanal del viaje, al nieto que no está afirma. No, no me arrepiento de lo que tal vez perdí. Tal vez pude haber sido grande… pero ahora soy feliz.

            -¡Qué suerte, al menos usted ha conocido el amor! Yo, al verdadero, por lo menos aún no.

Excitado prosigue charlando e inquiriendo. Ávido sin saberlo, por aprovechar un encuentro que muchas veces intentó esbozar con sus hijos sin llegar a protagonizar; en el que ofrece la esencia vital recopilada a otro yo, para que eluda sus tropiezos. Pedro se da cuenta de que el muchacho sigue escuchándolo, sólo porque se ha activado la capacidad de esponja que genera todo cambio. Y sabe, no por nada los años dejan su poso, que aunque ahora no las acepte, sus palabras le germinarán futuros pensamientos.

El recorrido del autocar se adentra en un pueblecito tan aburrido y común como el que dejó atrás Segis, y tan opuesto a la gran ciudad que le espera, que desconoce, y en la que vivió sus sueños de acuarela Pedro.

Anda si es mi parada. Ha sido un placer. ¡Que le vaya muy bien joven, de todo corazón! Se despide. Atajado por la intensidad de unos minutos que al descender le descubren, que la impaciencia por la llegada del amor que ha manifestado el joven, y que el ha tildado de benefactora por la prolongación de la ilusión y la pervivencia de los sueños; le tambalean la paz interior con una imposible envidia, que ya creía superada. Le gustaría ser el otro, al que deja ir. Absurdamente cree, que por segunda vez en su vida.

Segismundo se acomoda en su asiento, aliviado por la soledad recuperada. Cierra sus ojos, llamando al descanso del sueño que no puede llegar. Importunado por los flashes de pensamiento, que hacia todas direcciones lo asaltan. Uno de ellos lo incorpora súbitamente. Es para averiguar los kilómetros que faltan, comprueba que menos de los que necesitaría, aunque el autobús reiniciara la ruta. El miedo al andén futuro, suspira por un trayecto interminable, sin raíces, sin compromisos, sin dolor, sin peligro.

Las culpables son las posibilidades. Con su esmalte infinito e indescifrable, que avasallan la necesidad, con los matices del peligro. Desasosegando la ilusión de un inicio, que Segis enfrenta con la segura adrenalina del misterio.

Está cagado, más cagado de lo que su torpe cobardía le había mostrado hasta ahora. Pero este pánico tan elemental, es a la vez vital y bravo. Lo excita, como nada vivo haría. La sutil droga que se autoinyecta el ser humano, desde tiempo inmemorial y en desuso en este siglo, que introduce al advenedizo, con el empujón del miedo, en la esencia de la valentía.

Sí está haciendo planes, como un general antes de la guerra. Visiona situaciones y responde, marca prioridades e imagina logros, sueña encuentros y dibuja compañeros, escarba en su sexo y posee ninfas, vislumbra edificios y supone climas. ¡Pero el tiempo le pasa tan despacio! El Mundo ojea su reloj por décima vez, en el intervalo de doce inquietudes y cinco minutos. Enciende un cigarro y no se detiene aunque lo absorba el tránsfuga paisaje que le habla de presente, futuro y pasado.

Se dice un no, tras recrear el periplo de su existencia, que encuentra corto pero intenso. No, ahora voy a empezar de cero, el pasado no existe. De esta forma brutal y castradora corta las velas y se bautiza. Jurándose no volver a los recuerdos de lo que deja. Sin admitir cosas, situaciones, espacios, ni personas.

Está cagado, más cagado de lo que nunca ha estado. Pero se promete unirse a lo desconocido y parir un extraño hoy. Llevará su cara, su porte, sus recuerdos incluso, pero otra persona será la que emprenda el andén, de llegada. Y lo más apropiado claro, es buscar otro nombre. Aún no sabe cuál, pero tiene que encontrarlo. Segismundo fue la imposición de la tradición familiar, lucha de un patriarca desconocido que buscaba la burla simbólica de la muerte, con la continua sucesión de un nombre, que pasaba de padre a primogénito descartando la individualidad y exigiendo el respeto a una pertenencia abstracta.

Pero el desagrado al propio nombre, principiaba por algo tan nimio como su falta de actualidad y de participación en una moda que se mostraba ácida en chistes y tomaduras de pelo. Pero que además, cercenaba el señorío y el olor de la aventura que Segismundo envidiaba en otros nombres, injustamente inapropiables. César, Alejandro, Ulises, Truman, Hernán, Marco Antonio, Kurtz, Jack, Zeus…. tantos que ahora que puede escoger no encuentra el adecuado.

Piensa en su apodo y reconoce que le gusta. Representa todo lo que desea conocer, el origen de sus ambiciones y el eclecticismo al que aspira. Esa es una declaración de intenciones, quizá demasiado rimbombante y pretenciosa. Mundo, se dice en voz alta y le suena bien. Soy el Mundo, se repite y recuerda el sueño que de pequeño tenía con frecuencia, aquel en el que el globo entero estaba a sus pies, como una conquista total. Lamenta que desde la llegada de la adolescencia no haya podido saborearlo de nuevo. No era más que un sueño, pero disfrutaba viéndose en él. Aunque supiera que era sólo eso, un sueño.

Mira el reloj y se sorprende de llevar más de dos horas divagando. La paz del cansancio lo acomete de pronto, no por nada los nervios no le han dejado pegar ojo en toda la noche. Se acomoda para echar una cabezadita y en segundos está durmiendo. Sueña:

 

Estoy en mi habitación, pero no en la de ahora sino como estaba cuando era niño. Juego con el coche de los Picapiedra. Sólo puedo ver mi mano manejándolo, pero es increíble ver que sigue igual. Hace casi veinte años que lo perdí y no lo podía imaginar. Pero ahí está, hasta en el mínimo detalle. Salgo abruptamente del cuarto, me da mucha rabia no haber seguido fijándome en cómo era. Ya lo he olvidado cuando me veo recorriendo la casa. Quiero recordar cómo era y no puedo. Me sigo vigilando y me extraño de ver a un niño cuando sé que ya he crecido. Mi casa está como fue entonces. No me paro a verla detenidamente, aunque sé que luego me dará mucho coraje. Sé que no hay nadie, estoy solo.

Bajo las escaleras y salgo a la calle. Todo está desierto. De pronto soy mayor. No me he dado cuenta de cuando he cambiado, pero no me importa. Por unos momentos, al recorrer todo mi pueblo y no encontrar ni un alma, parece que voy a tener miedo o a llorar, pero siento que sonrío. Ya no me veo. No al menos desde fuera, sino desde dentro de mis propios ojos. Estoy feliz de repente, sé lo que pasa. El mundo se ha parado, el tiempo al menos para todos, excepto para mí claro. Es como si hubiese conseguido una máquina de ciencia ficción, pero tengo la certidumbre de que es sólo porque yo lo he deseado.

Ahora estoy en otro sitio. Debe ser la capital, pues reconozco algún edificio que una vez vi en una postal. Está igualito, lo cierto es que parece una postal. Aquí sí hay gente, coches, humo… pero todo está congelado. Me entra la tentación de pellizcarlos, hacerles cosquillas o empujarlos. Pero no lo hago. Sé que no debo hacerlo.

Me encamino con paso alegre a algún sitio. No sé cuál, es pero en el fondo sé que lo sé. En el trayecto la realidad parece hacerse más fuerte. Sensaciones, olores y sentimientos se muestran a mi alrededor. Casi puedo tocar el todo como algo material. La miríada de colores me hace dudar, es todo demasiado real como si…

Pero no encuentro el qué. Empujado como me encuentro por la intensa diversidad que me acompaña, tan fascinante y seriada, que cada una impone el olvido de la anterior.

Ahora estoy en un gran centro comercial. He llegado por mí, pero no sé cómo. Me abalanzo a por lo que deseo, en un desenfreno avaricioso y acaparadoramente libre. Deshecho deseos, para acomodar a los nuevos antojos en mi regazo. Me río, me siento vivo, lo quiero todo.

Estoy fuera, percibo lo que he conseguido y ya empieza a perder su encanto. No veo más que juguetes, no soy un niño pero es lo que he escogido. Me monto en la bici y arrojo el resto, siempre quise tener una bici. Desciendo una gran cuesta buscando una casa, y me doy cuenta de que lo que siempre quise fue en realidad un barco. El descenso parece no tener fin. La bici empieza a temblar, es la fuerza del aire. En uno de sus golpes, dejo de percibir la bici, empiezo a volar.

Mi vista y mi deseo siguen la búsqueda, en la lejanía del lienzo de la ciudad, busco un ático. Elijo mi casa, mi lugar en el mundo, quiero la más alta.

El llano desciende mi velocidad, casi ni avanzo. El tiempo, las cosas, la vida sigue congelada, excepto yo, que sé que tengo todo el del mundo. Pero ¿por qué siento que el tiempo va a volver?

Un ruido, un claxon, voces. Despierto. Era un sueño, sólo un sueño. El autobús ha llegado a su destino, la gente desciende, me despejo y aún somnoliento, me uno. He llegado.

La Huida

Huida

(Capítulo 2. Parte 1ª. Novela: El Sueño de Dios)

Hoy ha pasado algo maravilloso. ¡Y eso que tenía un gran bajón!, aunque claro no era el único, también estaba Juan. Y esa unión en la pesadumbre ha parido la magia. Todo fruto del compañerismo. ¿Será éste el secreto de la vida?

Estábamos Juan y yo quejándonos de nuestra suerte, cuando yo he comenzado el juego:

            -Pero se van a enterar todos de quién soy yo. Un día escribiré el mejor libro que se haya escrito y empezarán a llamarme, para que escriba guiones, los mejores directores de cine del país. Me llamarán para salir en programas de televisión, ganaré mucho dinero y por supuesto te invitaré a que vengas a vivir conmigo y compartas mi éxito.

            -Va -me siguió- para entonces yo ya habré sacado mi primer disco que entusiasmará a los críticos y que extrañamente será éxito de ventas en todo el mundo. La diva del Pop del momento querrá que haga un dúo con ella. Pero sólo me la tiraré una vez y me iré a New York a vivir. Entonces te ofreceré participar en mi segundo álbum.

            -Eso no es nada -le respondí-, yo para entonces habré estrenado una película dirigida, escrita y protagonizada por mí que, aunque sea de habla no inglesa, arrasará en los Oscar. Momento en el cual aceptaré tu invitación, escribiré las letras y tocaré la guitarra en tu banda.

            -Sí -continuó- pero yo abandonaré la gira mundial porque se descubrirá que he dejado preñada a la futura reina de Inglaterra y la prensa me agobiará. Será entonces cuando me recluiré en una isla de los mares del sur…

-Regalo mío.

-Sí, regalo tuyo, en la que, además de casarme con el amor de mi vida, una bella samoana que conoceré allí, quien me dará hijos preciosísimos, me dedicaré a la pintura y al cabo de dos años revolucionaré las bellas artes y se me considerará un nuevo Picasso.

            -Yo mientras tanto me dedicaré a viajar de incógnito por cada rincón del planeta haciendo amigos y librando aventuras. Y aunque la prensa del corazón diga que estoy desintoxicándome de mi adicción a las drogas, ¡mentira, ya que aunque las haya probado todas sé controlarlas!, yo iré trabajando en una serie de documentales que, aunque me costarán empeñar toda mi fortuna, serán un exitazo.

            -Sí porque para entonces yo habré comprado un canal internacional que los mostrará. Y con tus documentales y mi programación descubriremos al mundo la falsedad de quienes los gobiernan.

            -Pero entonces el Vaticano, ante nuestra negativa a ser usados de medio de su propaganda, planeará junto con la C.I.A. quitarnos de en medio. En una audiencia con el Papa, con la excusa de que le escribamos una ópera rock cristiana, intentarán matarnos.

            -Sí pero recuerdo muy bien que usaremos al Papa de escudo, mientras nuestros guardaespaldas nos protegen. Y como sin que ellos lo supieran habíamos llevado cámaras, lo contemplará el mundo entero que se sublevará.

            -Y lo más acojonante es que el nuevo orden mundial que surgirá será llevado por gente sabia. Y nosotros al ser invitados a formar parte del primer gobierno dictaremos una ley que prohíba la fabricación de cualquier arma.

            -Y otra que haga la educación gratuita y la posesión de las cosas pública, ya que nosotros seremos los primeros que donemos nuestras inmensas fortunas al mundo.

            -Y por último nos negaremos a que nos hagan estatuas y nos idolatren. Solamente hicimos lo que teníamos que hacer. ¿No es lo que haría cualquiera..?

 

Toda esta fantasía que aquí resumo, duró horas, y hubo infinitos detalles y anécdotas que me he saltado. Pero lo más bonito es que llegamos juntos al mismo final.

Lo maravilloso es que esa vida que creamos juntamente nos dio eso, vida. ¡Qué tarde más increíble!

Espero que Juan nunca se olvide de aquello, ojalá que ese fuera nuestro destino. Porque yo creo que juntos si quisiéramos podríamos hacerlo. Sí creo que el secreto de la vida es la complicidad. ¡Y yo creo que he encontrado a mi cómplice!

 

Segismundo Umano, 16 años

 

 

 

Juan se queda pensativo con el diario abierto entre sus manos. Al principio se sintió un poco mal por estar chismorreando, ahora le alegra lo que esas páginas le han descubierto de quien había sido su compañero de infancia. Por primera vez comprende la raíz soñadora que empujaba a aquel a fantasear, sin discernir lo real de lo imaginado, y que le achacó de niño fama de mentiroso. Misma faceta que lo encandiló a seguirlo como un líder por juegos y aventuras a las que Segismundo cargaba con la irresistible potestad de la magia. ¡Pero aquello quedaba ya tan lejano!

Sin embargo aquí está para acompañarlo en su última propuesta mágica, no podía hacer menos aunque esta vez no fuera a compartirla. Cuando Segis le pidió su ayuda y le comentó su plan se quedó perplejo y lo desaprobó, aunque no lo dijo. Ahora tras la lectura de las páginas del niño que fue su amigo lo comprende. Simplemente cansado de esperar ha decidido buscar su destino. Sí, tras semanas de conmiseración, ha encontrado la fuerza para huir. Como un ataque de lúcida y feliz locura.

-¡Vámonos, vámonos! -Segis abre la puerta del copiloto y da un portazo con su entrada- ¡La vida espera!

-¡Estás loco Mundo!

-¡Coño! ¿Y tú qué haces con mi diario?

-Leerlo. No he podido evitarlo. No sabía que tuvieras uno.

-Ni tienes por qué saberlo todo de mí. Dame -cogiéndoselo- y arranca que no vamos a llegar nunca.

-Encima voy a tener yo la culpa de que nos hayamos parado 40 veces.

Segismundo balancea su cabeza con la inercia del arranque y fija su mirada en el pueblo que va a dejar atrás. Ante la muerte la única respuesta que cabe es la locura, siempre que ésta sea la propia y el tiempo de maniobra breve. Se dice en silencio, al huir de esa forma, de un destino que más que aburrirlo lo asfixia. Pero a pesar de la fuerza que da, el ser una tabla rasa en la que va a pintarse un nuevo autorretrato, no puede evitar dejarse seducir por el romanticismo sentimentaloide del momento. Por eso ha pedido una última parada, la excusa, una meada. La razón, una mirada final al pueblo, contra quien se ha jurado la apuesta de no volver a pisar.

A la desaparición del último paisaje del ayer, baja la cabeza y recorre el equipaje del mañana. Compuesto por dos recias maletas y un macuto pequeño que se acomodan en los asientos traseros. ¿Dónde vas con tanta cosa?, se pregunta al recordar la expresión de su amigo al recogerlo.

Por minutos hablan de cosas intrascendentes, de música y del último pedo. Hasta que Segis dice algo que realmente siente.

-¿Por qué no te vienes conmigo?

-¿Qué… ! ¡Tu estás más que loco, Pero si no sabes ni a dónde vas! Y tu ya sabes que yo no me puedo ir, ¿y Esther..?. Mi vida la tengo aquí, tengo responsabilidades. Tu como no sabes lo que es eso.

-¡Vengaaaaa….!

-¡Ja, ja… no cambiarás nunca!

-Sí he cambiado. Sólo que me sigo queriendo comer el mundo y tú ya no.

-Sí, bueno todo cambia. Ya hemos llegado.

Los kilómetros que los separan del pueblo vecino pasan rápidos. Nuestro protagonista se va de incógnito, sólo su familia al ver el equipaje lo acaba de saber, y ha preferido, por ello, una estación de autobús extraña para evitar a los conocidos. La bajada de equipaje y un café con leche, dejan un margen frío para las confidencias que como despedida cada uno había imaginado brindarse.

-¡Vete ya anda!

-Si ya no hay prisa. Bueno cuídate, ten cuidado, no hagas ninguna locura y llámame si necesitas algo, ¿vale…?

-Vale. Yo ya te contactaré cuando me vaya bien, para que me visites claro.

-Yo también.-Se abrazan.

Juan empieza a alejarse cuando en un ataque de franqueza lo detiene.

-¡Ven, ven! -cuando está a su altura- Toma, toma, guárdamelo tú.-Le entrega su diario.

-No, no.¿Por qué..?

-¡Cógelo! Tú has sido mi mejor amigo en muchos sentidos, me gustaría decirte tantas cosas… Este Diario es como yo mismo, es un préstamo que me devolverás cuando nos volvamos a encontrar. Es lo más cercano a mí que te puedo dejar. ¡Toma!

-¡Gracias no sé si…!

-Léelo no hay nada más que cosas mías, así serán cosas nuestras. Sé que no lo juzgarás.

-No soy ningún juez, sólo tu amigo.

-Lo sé. ¡Anda vete ya!

Se separan sin volver la cabeza, para no ceder a la tristeza que los atenaza. Segismundo espera a que se ahogue el ruido del motor para acercarse a la taquilla.

-¿A dónde va el próximo autobús? ¿Qué…? -no oye la respuesta. Da igual deme un billete.

Mira el destino antes de guardarlo, y se sienta con su equipaje en el andén. Tiene cuarenta minutos de espera. No es mucho, se dice. Tanto equipaje es un coñazo para ir sin rumbo, pero son los restos de toda una vida y por mucho que desechara, y mucho desechó, lo que queda abulta.

Mira el reloj y la tenaza nerviosa del estómago lo alegra. Allá voy, se anima.

Las cosas no suceden como uno las imagina. El sueño de este momento siempre estuvo unido a la compañía de un cómplice. El último candidato posible, se acaba de ir. Bueno, se dice, la magia de la casualidad me espera. Quizá encuentre al maestro que me ilumine y guíe. Aquel que siempre esperé que llegara. El conocedor del mundo, el que responda a mi pregunta: ¿Qué es la vida?

(Si te gustó. Puedes leer el primer capítulo: http://www.elpaisimaginario.com/muerte/)

El Negado Adiós

El Negado Adiós

Mi abuela murió anoche. En los últimos años había jugado a representarme los detalles ideales de su velatorio y entierro. No porque anhelara la llegada de ese momento, sino porque su edad no debía tardar en borrar ese nexo tan querido de mis raíces, y su adiós, sabía que representaba un último acto simbólico de aquella, que una vez había sido, una familia unida. Prefiguraba, que como hubiera sido su deseo, sus hijos, nietos y bisnietos la despedirían en su humilde casa, como reconocimiento al dichoso pasado, que allí como familia vivimos. La quise con locura, como creo que debí corresponder a su mirada siempre entregada, siempre devota y feliz por mi presencia. Hoy su casa, símbolo de la familia que fuimos, ya no podrá despedirla.

La abuela Lala era un cielo, y no sólo para sus nietos y bisnietos. Las familias, por poco, tienen muchas ramificaciones, digamos pues que una de las ramas principales y todos sus brotes le pertenecían. Era nuestra gran reina madre. Habiendo ganado sus derechos, con dedicación y amor. Cada festividad, cada verano multitudinario se celebraba en su casa. Una casa sencilla, eternamente blanqueada del frente al patio, y aunque pequeña e incómoda, para todos parecía ser el único lugar donde se fraguaba la felicidad. Creo no haber sido nunca más feliz que durante aquellos años que albergaron mi infancia y adolescencia.

Haría tres años que no la veía. Desde que me había trasladado a vivir a la capital, no visitaba con asiduidad mi tierra. Había salido huyendo del pueblo con rencor hacia su asfixia y la falta de perspectivas laborales. Supongo que la altanería de saberme parte de otro mundo, llenaba mi presente y no dejaba lugar a la nostalgia. La razón que me llevó a volver, fue un inevitable papeleo, según recuerdo.

Mi madre por ese entonces la cuidaba, y al enfrentarla, me apenó el reconocimiento de mi independencia. Los hechos de mi fuga hacia nuevos horizontes, le habían dejado claro que ya no la necesitaba. Una madre pierde su función cuando los hijos abandonan el hogar, y yo había sido el último. Al verla me sentí culpable. Me justificaba pensando que era joven todavía, y que en el futuro, la resarciría brindándole un poco más de mi presencia. Está ahí, me dijo mi madre señalando la cocina. Ve a verla, está muy mal la pobre, ¡con lo buena que ha sio…!

Mi queridísima Lala estaba frente a uno de los fogones. Jugaba a las cocinicas con un cazo lleno de agua y una comida inexistente. Ya estaba muy vieja, todo lo anciana que la existencia podía figurárseme. Pasaba de los noventa, y su pequeña figura de poco más de metro cincuenta, mostraba no sólo la delicadeza de la edad, sino de su sencilla existencia. Nunca quiso ser más de lo que había sido, una profesional de la familia: hija, madre, esposa y abuela.

Aún no me había visto. Su tembleque azaroso, buscando en los armaritos de la despensa, la mostraba translúcida, perdida. Recuerdo que quise rememorar lo que conocía de su vida, como si de esa forma pudiera reivindicarla, reconocer mi amor y su valía. Quise imaginarla cuando con apenas doce años entró a servir a la casa de Don Emilio San Juan; o cuando un hombre pagao les avisó de la muerte de su mama Anatolia, en el calor de un agosto. Ella y mi abuelo tuvieron que fatigar, con un solo mulo, los más de sesenta kilómetros para llegar a su pueblo, o cuando sus doce hermanos le celebraban la Ajoharina; pero me vio.

–¡Mi nene, mi nene…! –Sus ojos brillaron como solían. Su abrazo y mis besos me emocionaron.

–¡Hijo, ayúdame a buscar la harina! Van a llegar y tengo que preparar la Ajoharina.

–¡Ay abuela!, pero ¿quién va a venir? Si no va a venir nadie.

–¡Pos quién va a ser! –Con su genio– Padre, madre y los nenes.

–¡Ay abuela si están muertos…!

–¡Sí qué pronto los enterráis! –Con su chufla– Si han estao aquí esta mañana y van a venir a por mí, ¡que ya no me quedo más! ¡Me voy a mi casa! Encima papa Luis está enfermo –tenía sus recursos, no en vano llevaba más de tres años inventando excusas para escaparse– ¡Mira que no avisarme!

–Están muertos, están muertos abuela. ¡Todos, todos están muertos! –Me descreía primero con sus ojos grises y luego con su empecinamiento.

–¡Calla que se m´hace tarde! –Retomaba su búsqueda.

–¡Abuela deja eso, ya cocinará mi madre!

–¡Ay sí, que ya estoy vieja, ya he cocinao mucho, me he desvivio por toos! –Sentándose– Pero esta tarde me voy, ¿dónde se habrán metio las gríngolas de mis hermanas? Con lo tarde que es.

–Ha llamao la Luisa, se han ido con los novios en las motos.

–¡Anda que siempre estáis de guasa conmigo!, como ya soy vieja. Mira –Palpándose unos dientes inexistentes, salvo raíces y restitos desportillados– si ya no tengo dientes. ¡Con la buena dentadura que yo he tenio siempre…!

La miré pensando en su aspecto cinco años atrás. Había perdido cierta lozanía en su cara, un dentadura completa y ganado un temblor continuo que se acentuaba en sus manos. Pero sus rasgos, pequeños, proporcionados, queridos; seguían transmitiendo bondad. Sólo sus ojos, más grandes que nunca, estaban perdidos.

Calmó el resuello del nervio y de su mirada. Entonces le hablé sosteniendo su mano.

–Abuela yo he venio avisarte que han llamao tus hermanas –Sonrieron sus ojos, y sus encías picaronas– que ya se ha hecho noche y que vienen mañana. Que no te preocupes, que mañana vienen y os vais.

-¿Sí… sí? –Con mi brazo de asidero y recuperada la mirada– Sí, ¿de verdad? Bueno entonces me quedo esta noche, pero mañana me voy. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

–¡Si te lo había dicho abuela!

–¿Sí..?, no me acuerdo. Hijo, ¿sabes lo que pasa? Es que se me ha ido la pelota.

Esperé a que sus ojos terminaran de calmarse para invitarla a ir con mi madre, le tendí mi brazo. No tardó en aceptarlo para apoyarlo en sus pasos cortos y seguros. Siempre tuvo buenas piernas, su vecino el general, siempre le decía que le pagaba lo que quisiera por cambiárselas. Tras la guerra, había tenido que huir de su pueblo porque mi abuelo había sido rojo y trabajado en el Ayuntamiento durante la República, refugiándose en un cortijo en medio de la sierra, con sus hijos y marido. Vender lo que criaban para comprar lo necesario, suponía andar más de una veintena de kilómetros cada día. Sus piernas aún lo agradecían. Seguía siendo pudorosa y no era de las que las van enseñando por ahí, pero en esos días que me quedé, las vi. Seguían aparentando no más de cuarenta años, cortejanillas (pequeñas), como ella diría, pero formadas y bonitas, sin manchas, piel de naranja, o variz alguna.

A la noche mi madre y yo hablamos por primera vez como amigos, por primera vez en años tras el mutuo enfado y constante enfrentamiento desde mi adolescencia. Tal y como solíamos hacerlo cuando yo era niño. Pero esta vez, la retomada costumbre fue deliciosamente mágica, aunque dolorosa. Llevaba casi tres años seguidos cuidando a mi abuela, y por las pistas de un día, me imaginé la condena. Sólo desde hacía unos meses mi tía, su hermana, empezó a colaborar; una semana cada una, media pensión para cada cual.

Sentí mi egoísmo, no por natural, menos culpable. Hacer mi propia vida, también significaba eludir mi responsabilidad ante mi abuela. Egoístamente había dejado a mi madre con toda la carga, y en dos días volvería a hacerlo. A la muerte de mi padre, mi madre aprendió que los quereres y los amigos, en su gran mayoría, no quieren problemas. El inconveniente es tuyo si te ves sin ingresos y con hijos por criar. Parte de la sangre y pocos más respondieron para dar ánimos y aliento. Pero a parte de mi tía materna y de un tío paterno, cuya ayuda fue afectiva, su verdadero apoyo económico fue mi abuela, mi abuelo y la Chacha.

La Chacha Luisa era la hermana menor de mi abuela, la de la Naricilla, solía llamarla con sorna. Refiriéndose al accidente que de adolescente le dejó quemada y diminuta esa parte de su anatomía. La mayor parte de su vida había estado cocinando otros y viviendo en casas de familiares. Una solterona no llega nunca a tener hogar propio. El mundo la había hecho egoísta. Avara con el dinero de una pensión que con tanto trabajo y servicio a los señoritos, se había ganado. Acostumbrada a que sólo ella pensara en sí misma. Pero a su forma nos quería, el calor y el apego de sus últimos años lo tuvo con nosotros, y nosotros con ella. Sólo una casa tuvo en propiedad, heredada de otra hermana; la vendió y le dio el dinero a mi madre, para que pudiera sacar su vida y la de sus hijos adelante. Mi tía y mi tío, los hermanos de mi madre, callaron entonces, quizá aliviados de que no tuvieran ellos que dar un dinero para ayudar a su hermana. Pasados veinte años, empezaron a reprochárselo a mi madre.

La estrategia era indigna. Parecían haberse guardado la carta, porque ahora querían algo. Su queja escondía ese objetivo primordial que suele enfrentar a las familia, no en vano el dinero es la encrucijada que termina por desnudarnos. Querían vender la casa de mi abuela.

Aquella noche mi abuela dio guerra. No cejó de levantarse, al principio intentando abrir más de cinco veces la puerta de la calle. Luego haciendo un absurdo hatillo por maleta y llamando a gritos a su hermana Luisa; el último nexo de su época, quien había muerto un año antes. Finalmente reclamando una cena, que decía no haber comido. Mi madre tuvo que levantarse a cada reclamo. Comenzó calmada y terminó fuera de sus casillas. Comprendí que abrumada por años de ese castigo exasperante que día tras día afrontaba y que inexorablemente se reflejaba en su cara.

Al volver a la cama, tras intentar ayudar, me vinieron a la cabeza las palabras de mi madre, compartidas horas antes, sobre si aquella demencia senil era sólo fruto del destino, herencia o si había alguna razón explicable en su pérdida de juicio. Tardé, pero finalmente, una vez que mi abuela se calmó, cerca de las cuatro de la mañana, me quedé dormido.

A la mañana siguiente le dije a mi madre que me iba a quedar con ella toda la semana, con la condición de que, sabía que no iba a cumplirlo, ese mismo mes se viniera a pasar unos días con nosotros. Sonrió, sobre todo con su mirada. Me pidió echarle un ojo a la abuela, ahora sonoramente dormida, y fue al mercao.

Cuando volvió le pedí las llaves de casa de la abuela. Llevaba años cerrada y sentí la nostalgia de visitarla. No reconocí la calle. No era sólo que las encaladas casas hubieran crecido hasta las dos plantas, sino que frente a sus nuevos colores chillones, su blancura, ya perdida, parecía desnudarla. El asfalto que había sustituido el empedrado le quitaba calor, pero no era eso. La calle fue una arboleda, debía ser muy niño, pero un recuerdo vívido me la retrata entre los claroscuros de los rayos de sol y sus hojas. Una imagen enturbiada por el filtro difuso del pasado, ensoñada y recreada tal vez por las adicciones que se sueñan con el tiempo; pero tan real como la fuerza que un recuerdo atesora. Sí, la calle tuvo árboles. Cada vecino había plantado el suyo, dejándose llevar por la moda, la envidia o quizás la añoranza de los árboles que rodeaban el porche de los cortijos, donde muchos habían nacido.

Me dio por pensar que nosotros, la generación siguiente, sólo veíamos la utilidad de aparcar el coche, y no sólo eso, sino que renegábamos de nuestro origen. La calle no se llenaba de sillas, puertas abiertas, chiquillería; ni podría ya unirse en revuelo ante la llegada del hijo de la Antonia o de mi prima Toñi. Destilaba más dinero, más frío.

Por fin abrí la puerta y entré. La fachada, blanqueada con simple cal, parecía colar dentro la anacronía que representaba, y que fuera esta y no otra, la que hacía que la casa siguiera igual. El tiempo es engañoso y sutil, se va y regresa con todo el peso de los hechos. Aquel día me hizo comprender que la felicidad no tiene tiempo y es sólo un recuerdo. Entre esas paredes, sobre sus baldosas fui feliz, demasiado feliz.

En el salón, una bruma de ecos recorría mi cabeza. Salté sobre el colchón provisional que cada verano ocupaba con mis primos, abrí la habitación donde durmieron mis padres, mis tíos, mi prima y su marido; y salí al patio. Busqué la parra, recordé la piscina de plástico, las cenas, el frescor de la manguera, las parlanchinas siestas. Pero fue en la habitación de mis abuelos, con sus muebles antiguos y orgullosos de su pobreza, cuando entendí.

La madera negra, todavía olía a ellos. La cómoda todavía retenía sus pequeños tesoros, cajones en los que tantas veces rebuscamos reliquias de plumas, mecheros, libretas, cartas e incluso linternas que iluminaban el juego de una pertenencia extraña, atrayente y de otra época. Una época que salvaguardaba mi abuela cuando sacábamos el reloj del chache Gabrelete o las pulseras de su hermana Felisa; aquellos desconocidos por los que tanto se enojaba con nosotros. Habían sido su mundo, reducido ahora a amarillentas fotografías de boda.

No la había comprendido hasta entonces. No encajaba en la dulzura infinita de mi abuela, esa peca de mal genio. Ahora sentía que sus bisnietos, sus nietos, sus hijos y yernos; mi mundo, era sólo una parte del suyo. Pero ahora, mi mundo también yacía en aquella habitación. Gracias a su recolecta de fotos de mi infancia, de mis padres, tíos, sobrinos, primos; de viejos cajones con ropas de aquellos que fuimos niños y ya habíamos crecido. Muestras de una época que yo había vivido, y aunque la mayoría de objetos eran inservibles, comprendía su negativa a tirarlos.

Ya no quedaba nadie, la casa reflejaba el vacío de mi abuela y sus causas. Si dedicas toda la vida a vivir por los demás, a adecuar tus tiempos a sus llegadas, a ser sólo, eso en corazón y en alma; ¿qué te ocurre cuando tu papel ya no existe? Desde la muerte de la Chacha su demencia senil se había acelerado, no era tan curioso que al cambiar los papeles con mi madre, pasar a ser cuidada, a ser hija, le hiciera suspirar por el más antiguo de sus pasados.

Como si inconscientemente pidiera reunirse con aquellos que fueron su familia. Como cualquier niña, recurría a sus padres, a sus hermanos. Los resucitaba y anhelaba cada día lo imposible, volver a su casa. No importaba que razonaras con ella, que contaras sus años y los que hacía que habían muerto los suyos. Lo admitía, pero decía: Ya, ese ya sé que se murió, pero yo hablo del otro papa Luis.

En tres semanas había que llevarse aquello que quisiéramos, el nuevo comprador la iba a tirar para edificar una planta más. La decisión de la venta la habían tomado sus legítimos herederos por mayoría; mi madre fue la única que se opuso. Mi abuela no pudo opinar, su opinión no valía, aunque sabían que la habría destrozado ver su casa vendida. Pero a mí me dolía que unos pocos, por dinero, vendieran unos recuerdos que pertenecían a tantos. Sin esperar siquiera a que su propietaria recibiera en ella su último adiós.

Hoy años más tarde, camino de su adiós definitivo, intento rememorar el velatorio que siempre imaginé y que nunca se producirá; aquel que ella se merecía. La espera un tanatorio público, no su habitación con la ventana entreabierta, con el jazmín y la dama de noche despidiéndola, con las fotos de sus seres queridos velándola. No, y tampoco se producirá el desfile de vecinas con el rictus de drama y la elocuencia chismosa y grandilocuente del pasado compartido y el sentido cariño. No, y lo peor es que ni un tercio de la totalidad de sus consentidos nietos y bisnietos, harán acto de presencia. Y no, no será su cocina la que prepare el último caldo a repartir en la madrugá.

Ahora, aunque muerta, creo que debe estar enfadada. Sé que su despedida no será como la imaginaba. Pero también sé que su enojo será corto, nunca pudo enfadarse en serio con los que amaba. Sin embargo aquella rama que por entero le perteneció, en cierto modo está rota. Por mi parte no entiendo la premura de querer deshacerse del pasado, rechazo el derecho de unos pocos a disponer de un trozo de vida que fue de tantos, y borrar, inconscientemente quiero creer, por unas monedas lo que nos unía.

Comprendo que el centrifugado del devenir nos separe. Yo también seguí su llamado al abandonar el pueblo. Quizá, será que por fin comprendo que amo mis raíces, que no reniego de mi pasado y que gracias a Dios, aún me queda familia a la que demostrárselo. Y al menos, aunque no como imaginé, yo estaré allí para despedir a mi abuela. Y así cómo ella mantuvo el recuerdo de los suyos, yo mantendré el que ella nos legó. Porque la muerte borra la vida, pero no su ejemplo, y hasta que la muerte nos difumine, su legado seguirá en mí, imborrable y, quién sabe si quizás, también eterno.

Entre Truman Capote y Borges

Truman Capote

La civilización en la que vivimos, ha impregnado e imposibilitado cualquier expresión que no utilice su único código. Amoldada a su formato, la Literatura, que hasta el siglo pasado fue considerada un arte, hoy se ha transfigurado en un producto más en venta. Contarle a cada nicho de mercado lo que quiere oír, ha dinamitado el número de libros, y su consiguiente epidemia de escritores ha desvirtuado el estándar literario. Pero escribir no es contar y entregar un mensaje. Si así fuera, cualquier examen académico o formulario burocrático, podría entrar en esa categoría.

Se han sacrificado, con el afán de llegar al gran público, las formas, el estilo y el simbolismo de un oficio que en sus orígenes no se elegía. Su vocación, de carácter celestial, imponía una necesidad casi monacal que nada tenía que ver con el pragmatismo, sino con la posteridad. Todo creador soñaba con llegar a concebir y ejecutar una obra maestra. Una pieza que el tiempo, por más que aconteciera, seguiría deleitando a las generaciones futuras. Hoy el escritor reconocido, es aquel que vende millones de ejemplares. Aunque su prosa sea coja, vulgar y su mensaje, un refrito calculado y de fácil digestión, sin más aliento vital que la búsqueda del entretenimiento para todos, y el beneficio para uno.

Ejemplos hay muchos, pero yo no pretendo aquí señalarlos, el tiempo lo hará por todos nosotros. La mediocridad sólo es reflejo de esta sociedad donde impera la medianía y cuyos modelos, salvo excepciones, son vacuos símbolos de que el arte se ha trivializado hasta borrar su más alto y mágico fin: Legar a la posteridad el testimonio fiel y sentido de un pedazo de vida.

La buena literatura amalgama en forma diestra un mensaje. Haciendo de su lectura un juego que nos transporta entre risas, tensión, intriga, dolor y dicha, a presenciar las vidas, reales o imaginadas, que no hemos vivido. Y sin embargo, aunque el contexto, la fantasía, los hechos y los personajes difieran en demasía de nosotros, no dejaremos de caer en la deliciosa trampa de identificarnos con ellos.

Pero un buen texto no implica siempre la necesaria consecución del arte. La delgada línea que separa las diferencias entre la buena escritura y el arte, es sutil. Su estructuración matemática, imposible de remedar para generar productos sin fin. Pero su realidad, tan verdadera como intangible.

Los grandes escritores entrelazan sus ideas a nuestros sentimientos, como si la totalidad del texto hubiera sido diseñado pensando en nuestra historia afectiva y vital. Esa exposición identificativa que supera contextos y enlaza el sentir de un ser humano atemporal, es la marca indeleble de una obra maestra.

El camino que conduce a esa mágica chispa, tan diverso como el hombre mismo, tiene dos ejemplos antagónicos en su concepción, pero igualados en la consecución de su meta. Aunque sus recursos provengan de orígenes contrapuestos, la materia con la que trabajan, como corresponde a cualquier creador, es paradójicamente la propia vivencia.

Truman Capote fue tildado muchas veces de ser un autor sin imaginación. Su obra lo confirma, si nos atenemos al contenido de sus textos, rebosantes de experiencias personales y testimonios que en nada buscan la elaboración y el ocultamiento de sus modelos. Su apego a la realidad era el lienzo idóneo para desplegar su ingenio y mostrar su penetrante lucidez a la hora de decodificar los mecanismos afectivos de aquellos a los que conoció.

Su sociable vida, llena de burbujeante éxito a temprana edad, que lo codeó con las mayores celebridades de su época, fue su campo de trabajo. Sus escritos e impresiones de personas y lugares, destilan el don de una mirada que parece descifrar la esencia de todo lo que atestigua. Sus semblanzas de personajes como Marilyn Monroe, Picasso, Cocteau, Isak Dinesen, Colette, Tennessee Williams, André Gide o Marlon Brando, prueban una sensibilidad que no sólo atesora esa complejidad, sino que tiene la gracia inefable de trasmitirla. Dejándonos la impresión tras su lectura, de que en cierta forma hemos sido testigos directos y no meros oyentes de sus encuentros con aquellos mitos de carne y hueso, a los que, gracias a él y desde ese momento, sentimos haber conocido.

Su narrativa tuvo la audacia de retorcer la ficción y conducirla a su terreno, novelando un crimen real para el que invirtió años de documentación y entrevistas con aquellos que conocieron a las víctimas, pero principalmente con los asesinos. Como resultado obtuvo una obra maestra indiscutible, A Sangre Fría, la consideración de ser calificado un clásico en vida, el jactancioso engreimiento de haber creado un nuevo género literario al que llamó novela de no ficción, y el dolor de sacrificar en aras del arte, las confidencias, la amistad y el amor que le brotó por uno de los asesinos, al esperar y anhelar que, el círculo que su texto demandaba para ser la pieza perfecta que tenía planeada, se cerrara, como así fue, con sus ejecuciones.

El precio pagado lo persiguió el resto de su vida, lastrando y aniquilando poco a poco la obra cumbre que tenía planeada. Plegarias Atendidas, no llegó a terminarse a pesar de que por décadas afirmó que trabajaba en ella. Como si el escozor de inmolar su amor a cambio de la posteridad, fuera un reproche que nunca pudo perdonarse y que terminó paralizándolo. Más aún cuando publicó, como adelanto, los únicos capítulos que nos han llegado de aquella magna obra que pretendía ser un fresco de la alta sociedad con la que durante tantas décadas había convivido, y que no dudó en darle la espalda, sintiéndose traicionada por el intento de develar sus intimidades.

Su prosa ágil, cristalina y maravillosamente estructurada, producto de revisiones y constantes reescrituras, se volcó en el periodismo, el guión, la semblanza, la novela con claros tintes autobiográficos y sobre todo en los cuentos. En ellos destaca su propia figura y la memoria de una niñez infeliz, de la que supo expresar la delicada delicia de la inocencia y las inmateriales enseñanzas que construyen nuestro mapa afectivo y personal.

Si todo escritor utiliza las herramientas de lo vivido, Capote ejemplificaría su extremo, aunque estuviera emparentado con creadores como Jack London o Joseph Conrad cuya producción, disfrazada de ficción, no puede negar su raíz biográfica. A él no le hizo falta pergeñar un simbolismo, ya que tuvo la audacia de diseccionar y atesorar muchos de los aspectos y personajes que poblaron su propia vida.

Jorge Luis Borges personifica el extremo opuesto. Su vida íntima y personal se oculta en sus escritos y sólo sale a relucir en algunos de sus poemas. Pero su camino, negada la exhibición pública y directa de Capote, no deja de nutrirse del gran eje sobre el que hizo girar su propia vida: la literatura misma.

Truman conversador brillante y mago entablando amistades entre millonarios, estrellas de cine o la literatura, viajó sin descanso, como ese viajero de Paul Bowles que no tiene fecha de vuelta, ni itinerario definido y que en nada se parece al turista. Parecía querer devorar la vida, para luego transformarla en libros. Sin embargo Borges parecía huir de ella. Refugiado siempre en las joyas infinitas de la literatura universal, supo sublimar como nadie su amor por la literatura y subrayar el invaluable testimonio de cada autor conocido y relevante, degustando y guiando a la exploración hacia todos esos homenajes a la existencia que nos ha dejado la literatura.

Su imposibilidad para aventurarse a la vida directa, acentuada por su pérdida de visión, le hizo bucear sin descanso en todas esas vidas simbólicas que la espuma del tiempo había salvado en forma de historias, para que él las viviera de forma indirecta e insaciable. Su genialidad creó de su pasión un nuevo discurso, en el que la ficción se reinventaba para hablar de ella misma. El tamiz de su sensibilidad, creaba con la reminiscencia de personajes históricos y novelados, cuentos con reflejos infinitos y de homenaje a autores, obras, épocas y escritos que habían capturado las innumerables aristas que han expresado al ser humano.

Su discurso tiene la claridad de una estructura literaria y simbólica, perfecta. Pero su lenguaje se apoya en referencias que no son siempre accesibles para todos. No escribía para el gran público, sino para el ser humano que detiene su vivir para recapacitar sobre el sentido de la vida misma. Su amor por la literatura y sus escritos, expresan esa indagación doliente y feliz del que intenta descifrar por medio de espejos, las claves místicas que gobiernan nuestra existencia.

El poliédrico simbolismo de sus textos lo disfraza pudoroso. En el cuento El Inmortal, el hallazgo de un pergamino devela la historia de un personaje romano que busca la inmortalidad, la encuentra y comprende su maldición. Intercala referencias a Homero, convirtiéndolo incluso en un personaje, e incluso interpola frases de Plinio el viejo, Pope, De Quincey o Shaw, jugando no sólo a inscribir una historia sobre otra, como las famosas muñecas rusas matrioskas, sino a ocultar en su indagación mística y literaria, que él es el modelo sobre el que erigió al simbólico personaje central. Él, embriagado de la búsqueda de la inmortalidad literaria y abismado por las grandes preguntas de una vida centrada en los libros, se imagina al final de sus días, sin poder deslindar ya entre sus propias palabras y sus lecturas.

 

Dos caminos antagónicos de enfrentar la literatura y por añadidura, la vida. Para los amantes de la verdadera literatura y los deseosos de saborear la búsqueda del sentido de la vida, dos autores imprescindibles. Uno fue más mundano, el otro más místico. Los dos, genios irrepetibles.

En Manos del Destino

Destino3

El destino es esa inescrutable carambola que nos guía. En sus manos no sólo yacemos, sino que muchas veces sin saberlo, actuamos bajo su nombre y conducto, para forjar el de otros. Aunque brille en cada uno de nuestros actos, sólo cuando al volver la vista atrás su presencia inequívoca resplandece al contraluz de la improbabilidad, nos declaramos sus creyentes.

Su razón se nos escapa, porque su naturaleza y raíces no pertenecen a este mundo, aunque su azaroso signo sirva para configurarlo. Por ello de su significado no podemos más que inferir que así estaba escrito. Aunque la verdad diste mucho de la expresión, y nosotros gustemos de buscarle uno propio, para acomodarlo a nuestra escala de valores y a nuestra concepción del mundo.

La historia que les cuento aconteció allá por el año 2004, en uno de esos laberintos modernos, donde para Borges el número de probabilidades y de almas, oculta al huido. Yo residía entonces temporalmente en Ixtapaluca, y estaba en tratos para rentar un departamento en la Colonia Guerrero de México DF, donde había vivido antes y volvería a vivir en breve. Dentro de la tramitación del alquiler me había desplazado, y como si ya retomara la cotidianeidad del barrio, me dirigí a la Alameda Central a dar mi paseo. En pleno centro metropolitano, aquel submundo de chavos de la calle, vendedores ambulantes, prostitución masculina y cruising gay, era un ambiente familiar y querido, donde me jactaba de tener buenos amigos y conocidos. Aquel día me encontré a uno de ellos.

Sabino, era un veracruzano gay de 22 años, huido de la pobreza y la intolerancia hacia su condición sexual y famoso en la zona por vender tamales. Me caía bien y lo apreciaba, porque era franco, noble, y alegre a pesar de que su día a día era difícil. No sólo por la supervivencia en sí, sino por tener Sida y querer a un novio que lo despreciaba. En varias ocasiones le había ofrecido mi casa para comer, lavar su ropa, descansar e incluso guardarle algunos de los tamales que le habían quedado sin vender. Siempre se quejaba de que en nuestra amistad, él nunca me había podido ofrecer nada, y en cambio yo siempre lo hubiese ayudado sin contraprestación. Aquella mañana estaba exultante, hacía meses que no lo veía y estaba deseoso de compartirme sus novedades. Por fin había tenido el valor y la suerte de separarse de su pareja, y no sólo eso, rentaba una habitación, a la que esta vez sí me podía invitar. Me rogó que fuera con él, haría de comer, y por una vez, yo sería su invitado.

La idea en principio me disgustaba por el desplazamiento que suponía. El DF es una ciudad extensa y desparramada, y lanzarse a la periferia languidecía mi ánimo por el inevitable y costoso regreso en horas, lleno de peseros, combis, trasbordos y metro; pero aún así accedí. La compañía de Sabino siempre era grata, llena de chismes, ocurrencias y alegrías tontas; y pasar unas horas con él me vendrían bien para distraer algunos pesares amorosos que yo arrastraba.

Enfilamos la salida de La Alameda y justo antes de llegar al metro, se paró para saludar a un amigo. No tardó en presentármelo, y efusivo, insistió en que nos acompañara. Tenía que conocer su nueva casa, y ya de paso, comer con nosotros, le dijo. Juntos lo pasaríamos mejor, lo animaba. El amigo pareció sopesar, pero no mucho y poco tardó en unírsenos.

Llegar a Lomas de Cuatepec, una vez hubimos ascendido los escalones y cuestas interminables, mereció el esfuerzo al regalarnos una perspectiva de la ciudad única y desconocida, al menos para mí. Aquel laberinto cuasi infinito comenzaba a nuestra espalda, como una erupción cutánea irregular entre las laderas de la roca y se precipitaba hacia el valle, abrumándolo con sus personificaciones urbanísticas e interminables. La claridad del día se prestaba al juego de reconocer sus rasgos, pero no impedía que la contaminación difuminara sus límites.

Recuerdo que pensé en la metáfora del laberinto y la huida. Soñé con que podía otear cuántas de entre esa maraña de millones de posibilidades humanas, tendrían lugar en ese momento, e intrigado divagaba configurando el tesoro de sus razones. Pensé que buscar y hallar a un huido entre más de veinte millones de huecos, se antojaba más que una posibilidad, un acto de magia; y por un momento lo creí posible.

La pesadez del sol y el hambre, interrumpieron la delicia. Fuimos directamente a la tienda para comprar jitomates, chile, cebolla, huevos y tortillas. Sabino pensaba hacer huevos a la mexicana y no tenía nada en casa. Su hogar era una estancia alargada. Separada la cocina, la sala y el dormitorio se camuflaban entre el escaso mobiliario y la desnudez gris del cemento. Había una mesa, sofá, sillas, una cama, una mesita y su correspondiente televisor. La luz entraba por una ventanita de la cocina y fuera, un piso más abajo, se encontraba el baño.

Serían las cinco de la tarde cuando terminamos el almuerzo. Yo propuse que saliéramos de nuevo a dar una vuelta por la colonia. La imagen de la urbe diseminada a nuestros pies me perseguía y atestiguar sus cambios de luz con la llegada del atardecer, se me antojaba irresistible. Sabino prometió que lo haríamos un poco más tarde, pero ya no salimos. La plática y la tele se fue transformando en un ahorita del que no pude salir. Mi anfitrión insistía de cuando en vez, en que me quedara a dormir, y una vez caída la oscuridad y sin saber donde tomar el pesero, no con muchas ganas, acabé aceptando.

El otro invitado, de cuyo nombre no llego a acordarme, gustaba permanecer en un segundo plano durante las confidencias y chismes que me compartía Sabino. Sólo cuando el tema tratado parecía acabarse, se atrevía a hablar de sus ligues, para luego acordarse levemente de que tenía pareja. Según fue cayendo la noche, Sabino jugó a ser celestino, incitándonos. El otro jugó al flirteo, yo supongo que de alguna forma, acepté el juego. Tener un rollo no estaba en mis planes, pero la situación me hizo gracia.

La hora de acostarse llegó con esa prontitud tan poco española de dormir a las diez de la noche. Sabino debía levantarse temprano y su supuesto amigo compartía la conveniencia. Los cuchicheos entre ambos y la risita nerviosa que precedió a su ida al cuarto de baño, dejaron a Sabino preparando de cama improvisada, unas cobijas en el suelo, y a mí desvistiéndome para ocupar la única cama. Cuando llegó el otro descalzo, Sabino le conmino a ocupar la cama, el suelo y la incomodidad eran para el anfitrión.

La situación y el contacto lo intimidaron. Su aparente liberalidad había desaparecido y en su lugar apareció el nerviosismo. Mi falta de sueño hizo que le sacara conversación. No sé cómo acabamos hablando del inicio de su identidad sexual. Me relató que con diez años, volviendo de hacer un recado para su madre, alguien tapándole la boca lo había agarrado por detrás, y lo había llevado a un callejón oscuro donde, advirtiéndole que no gritara si quería vivir, lo violó. Tendido boca abajo permaneció cuando su abusador se marchó, sin llegar nunca a ver quién fue. Aseguró que lo había pasado muy mal en esos años, igual que su familia. Y que al poco comenzaron sus fantasías homoeróticas.

Su relato lo excitó, y a su pesar al parecer, buscó mi contacto. Las connotaciones de su confesión venían a llover sobre mi mal de amores. Como reflejos recurrentes, la mayoría de los gays que conocí en esos meses habían sufrido un abuso sexual, igual que aquel primero del que me había enamorado. El destino no yerra. Y la certeza convertía su costumbre en agridulce. Dolía sentir, pero parecía volverse adictivo.

No tardó en pedirme que lo dejáramos, insinuando que yo lo estaba forzando o quizá pidiéndolo. No pasamos del roce. Cinco minutos más tarde agarró una cobija y se acostó en el suelo. Sabino se quejó y éste lo invitó a ocupar el hueco que había dejado. Pero Sabino se quedó en su cama improvisada, a metro y medio de suelo de distancia del otro. Después llegó la oscuridad

Los gritos de Sabino me despertaron. Serían poco más de las siete de la mañana, su amigo no estaba y lo acusaba de habernos robado. Su dinero y una chaqueta habían desaparecido, no tardé en corroborar que también el mío junto con el celular. Las maldiciones y los reproches, dieron paso a la búsqueda frenética de algún peso. Sin dinero, estábamos atrapados allí. Sabino recurrió a un vecino, le dio el préstamo de unos escasos pesos que dividió entre los dos. Mis siete pesos y medio, pagarían el pesero hasta Indios Verdes, donde comenzaba la red del metro, después andaría. No me importaba, conocía el camino y sentía que el tiempo era primordial si quería recuperar el móvil.

Mi premura al salir, sólo me permitió un rápido vistazo a aquella seductora panorámica de ayer. La improbabilidad, hoy se había convertido en una obcecación decidida. Yo no podía perder ese móvil, al menos no por la agenda y los teléfonos apuntados allí. Me negaba a que no hubiera vuelta atrás. A pesar de la dimensión del laberinto, yo iba a recuperar lo que era mío.

La caminata desde Indios Verdes, me tomó más de una hora y me condujo a La Alameda. Mi dinero estaba en Ixtapaluca, a unos 40 kilómetros del centro y para llegar allí necesitaba unos 20 pesos para pagar el transporte. La cuestión era cómo los iba a conseguir. No me sabía ningún teléfono de memoria, por lo que no podía llamar a ningún amigo, en el supuesto de que consiguiera unas monedas o que alguien me prestara su celular. Pero no hizo falta. Mi Alameda no me falló.

Podía haberme detenido en algún otro lugar, pero para no tener a dónde ir, aquel parque era lo más parecido a un hogar. Sabía que iba a encontrarme a amigos. Aunque la mayoría fueran chavos de la calle y chichifos, y su capacidad de auxilio cuestionable para otros, para mí eran y probaron ser un apoyo. Mi sorpresa fue su rapidez. Sabía que al primero que le contara, intentaría ayudarme, pero tuve la suerte de que también tuviera la capacidad para resolverlo. Romeo, el estimado Chiapas, consiguió las monedas, que le faltaban para juntar la veintena necesaria para mi viaje. En pocos minutos, montaba en el metro. Dos horas más tarde, llegaba a Ixtapaluca, a la casa del amigo que me daba cobijo hasta que rentara en el centro. Primera prueba superada.

Visto en la distancia, más que la insistencia, desconozco la fe. Hoy no tardaría en dejarme vencer por el pragmatismo. Entonces creí que podía conseguirse. Es más, no podía dejar que ocurriese algo diferente que no fuese recuperar ese móvil. Sentí, como si dependiera de mi voluntad.

Jorge, cariñosamente para sus amigos El Gordo, llegó a los pocos minutos, le conté lo ocurrido, soporté su bronca paternal y terminó dejándome su teléfono para llamar al mío. Al tercer intento, afortunadamente, hubo respuesta. La precipitación de los hechos subsiguientes, pareció una carrera contrarreloj. Quien contestó, afirmó que acababa de comprar ese celular. Mi explicación y mi urgencia se colgaron y se prolongaron durante varias llamadas y hasta tres interlocutores diferentes. Como buen comercial, su error de responder a la segunda llamada, lo aproveché para crearles una necesidad, en este caso la de limpiar su conciencia. Yo les reintegraría el coste, a cambio de recuperar lo mío.

Conseguí fijar el encuentro en un punto geográfico intermedio. El Gordo, se ofreció a llevarme en su taxi, y por el camino continuaron las negociaciones, ya incluso intercambiando llamadas, fijando una hora y describiendo mis características físicas, para que me reconocieran. Aún así Jorge y yo no perdíamos la tensión. Sabíamos que apresurando los hechos había una pequeña oportunidad. Cualquier reflexión de la otra parte, haría que no aparecieran en la cita, por ello la distancia era muy justa para la hora fijada, y no nos quedaba otra que apresurarnos y rogar que la inercia de las llamadas los hiciera aparecer. Al menos a uno de ellos, como habían prometido.

Se me ha olvidado la estación de metro en la que quedamos, dudo entre tres nombres. Sólo sé que había mucha gente y que gracias al tráfico arribamos quince minutos antes de la hora fijada. Mientras bajaba al andén, que era donde habíamos quedado, vi por el rabillo del ojo a mi taxista hablar con un trabajador de la compañía metropolitana. No me detuve a inquirir sus razones. Descendí a mi puesto, nervioso por descifrar en los viajeros un gesto que me hiciera reconocer al mensajero. Podía ser cualquiera, y la pasarela que comunicaba ambos andenes, se convirtió en mi rutina ante cada tren que oía aproximarse. La revista exhaustiva de todo aquel que descendía, calmaba la ansiedad a pesar de que los minutos pasaban, y con ellos la escasa esperanza.

La vida, dicen algunos, amaga primero para avisarnos, y una vez desoída su advertencia, golpea sin contemplaciones. Pasarían meses antes de que yo comprendiera que fui usado de amonestación aquel día. Su enseñanza sin embargo, se me escapa. Las lecturas pueden orientarse para generar lecturas éticas dispares, y yo sólo sé que la complejidad de la vida se bifurca usando y creando, más allá de nuestras decisiones. Al menos, debo aducir en mi defensa, que actué guiado por lo que creí que era más justo.

El amigo de Sabino apareció de repente. Entre todas las posibilidades, aquella era la más inesperada, pero también la más recta. Como en un intercambio de espías, los dos antagonistas de la historia se encontraban. Cruzamos la mirada y esperó que me aproximara para preguntarme si tenía el dinero. Yo le contesté, preguntando por mi celular. No hubo tiempo para más.

Un forzudo bigotudo de playera con distintivo del metro, lo agarró de las trabillas del pantalón, al momento dos más lo rodeaban. Tras ellos, con gesto triunfante y rabioso, vi al Gordo que venía en mi encuentro. Todo está bien, me dijo, y en procesión mediática, los guaruras, el detenido, la víctima y el testigo, subimos a unas oficinas en la primera planta. Los interrogatorios por turnos y el careo, fueron un trámite necesario para poder recuperar un móvil, que sí portaba el acusado y que yo hube de probar que era mío. Pero la peor parte fue la presión por parte de los policías y de mi amigo para que interpusiera una denuncia formal, evitando que así quedara en libertad y de inmediato pasara a ser conducido a las dependencias carcelarias.

Su versión me acusaba de haber abusado sexualmente de él, pero más que inquina, en esos momentos sentí pena. La prisión no iba a ser una buena experiencia para un muchacho de apenas veinte años. Mirándolo a los ojos, le pedí que reflexionara y me jurara que había aprendido una lección y que en nada parecido volvería a verse mezclado. Su llanto no me conmovió, pero tal vez en él veía a otros. Sabía de la dureza de un reclusorio en México, y creyendo hacerle un bien, y tras su promesa de que devolvería la chamarra a Sabino, retiré la denuncia.

Jorge en el trayecto de vuelta no dejó de sermonearme y criticar mi decisión. A ver si aprendes la lección, me decía. Los Ratas, según él los denominaba, no merecían una segunda oportunidad, porque lo único que aprovecharían sería la chance de robar y dañar a otros, cuando ya deberían estar en la cárcel. Yo comprendía su indignación, como taxista, había sufrido muchos robos. Pero a la vez me sorprendía su vehemencia y afán punitivo. Él había sido un chavo de la calle, y su integración social no le había dado mesura para juzgar la pobreza, sino al parecer una cierta forma de dirigir y justificar su odio. Cierto es, que la necesidad no había tenido tal vez mucho que ver en el robo. Pero yo contemplaba razones, que atenuaban y me hacían empatizar con su culpa.

Tenía la certeza de que había tocado una tecla demasiado sensible y dolorosa, aquella noche. Me confió su secreto, no sólo el que se refería al pasado, sino uno muy presente en cada momento. El recuerdo de que el ultraje aún lo excitaba. Como tristemente aprendí que acontece a todo aquel cuyo primer contacto sexual ha sido producto de un abuso. Sacar a la luz aquello, excitarlo y que yo no actuara como un abusador, primero lo enfadó y luego lo avergonzó. Su robo, no fue más que una forma de resarcir su vergüenza y en cierto modo, vengar algo que ya no tenía remedio.

Esa noche cuando llegó Héctor, dueño de la casa, y le contamos la aventura vivida, pudimos reírnos de la situación y festejar mi suerte. La única lección aprendida pareció ser la de hacer una copia de la agenda, para no perder tantos números de amigos y familiares que habrían sido tan difíciles de recobrar en la distancia. Pero al meterme en la cama, la milagrosa recuperación adquiría una perspectiva tan intrigante y pegajosa como los juegos mentales que me impedían conciliar el sueño. Pensaba en el porcentaje de posibilidades de que algo semejante hubiera ocurrido, y la comparación más próxima que se me ocurría, era la de la lotería. Quería creer que mi voluntad había influido, pero las dosis de azar y fortuna necesarias me intranquilizaban, como si su rastro pudiera enlazarse con un mensaje del destino, que yo era incapaz de vislumbrar.

A las pocas semanas, casualmente, me encontré con el ladrón en el metro. Nos reconocimos, pero no dijimos nada, simplemente proseguimos nuestros caminos divergentes. En los meses siguientes llegué a olvidar el incidente y a su causante, considerándolo todo como una mera anécdota. Pero una noche en La Alameda, justo en el mismo lugar en el que lo había visto por primera vez, me crucé con Sabino. Gritaba excitado mi nombre, y agitaba un periódico, afirmando que precisamente había pensado en mí y que no me iba a creer lo que tenía que decirme.

Un amigo le había conseguido el periódico que recogía la noticia. Me llevó a una zona bien iluminada, para que yo mismo pudiera leerla. Su supuesto amigo, el ladrón, aparecía en una foto policial junto a otra de un hombre de mediana edad. La nota, de hacía unos días, relataba unos hechos escalofriantes. Cuando alcé la cara, Sabino espetó en respuesta a mi asombro una frase demoledora: ¡Me alegro, esa rata, ahora sí, ya tiene su merecido!

Hace poco, un amigo escritor me preguntó si yo había conocido personalmente a algún asesino, para compartirme que un amigo de la infancia, resultó ser un psicópata con varias muertes a su espalda. La noticia lo forzó a indagar entre los rasgos de aquella personalidad que terminó desembocando en los actos de un monstruo. Yo no tenía más que una noche, pero de alguna forma sentí que su rastro era más que evidente.

Junto al sujeto de la foto, habían secuestrado a un niño de doce años, en principio con el objeto de reclamar un dinero que la familia debía a un tercero. Lo mantuvieron cautivo en un hotel del DF durante días, supuestamente a la espera del pago. Pero un instinto vengador y sádico se despertó en ellos, como si en esa persona indefensa pudieran descargar y cobrar, humillaciones que sólo la historia personal de los dos podría conocer. Desde el primer momento, al parecer, habían abusado sexualmente de él, y los golpes y quemazones de cigarro cubrían gran parte de su piel, cuando abandonaron su cuerpo sin vida en aquella habitación de hotel, cuatro días más tarde. Gracias a su chapucera idea de utilizar un hotel, fueron fácilmente identificados y apresados.

El asesinato, esa gran barrera ética cuya trasgresión simboliza al mal. Tiene fascinada a nuestra sociedad. Pero entre las películas e interminables series que lo muestran, pocas abordan lo que esa transgresión supone en la mente del asesino. La llegada a ese abismo interior, que nada tiene que ver con su recompensa material. Porque la excusa, no explica la degradación ética que le precede. Más bien tiende a ocultar sus razones con una drástica autoafirmación. Como una usurpación de las prerrogativas del creador, con la inconsciente intención de protestar por el destino que le ha tocado vivir.

Aquella noche al volver a casa, no pude desembarazarme de la oleada de impresiones contrapuestas. Los puntos de vista y las conclusiones se escurrían sin que yo pudiera equilibrar el círculo, que con esa noticia, se acababa de cerrar.

Aún hoy me viene el recuerdo de aquella anécdota imposible y mágica, en lo concerniente al desafiante laberinto, y dramática en sus macabras e insospechadas consecuencias. Una amiga, cuando le compartí su contenido, no tardó en encontrarle un significado. Mi decisión de no encarcelar al ladrón del móvil, había causado la muerte de un inocente. Y a veces no descarto que su conclusión sea certera. Pero no creo que el juego del destino, pueda leerse en un solo sentido.

Mi culpa si existió, la acepto porque no fue intencionada. Pero mi conciencia no me hubiera dejado actuar de otra forma. Aún hoy, ante una situación similar, seguiría apostando por otorgar una segunda oportunidad.

Entonces, si el destino me dejó un mensaje, cuál fue. Todavía lo busco, y como prueba parí este texto. Aunque no creo que deba buscarlo. No al menos uno cerrado y único. La interpretación sólo expresa nuestra estructura de pensamiento, con sus valores y automatismos adquiridos. La enseñanza sólo puede apegarse a lo conocido, y en ese contexto, sólo sé que los hechos me hicieron testigo de cómo el destino teje nuestras vidas. Las valoraciones y las conclusiones, no son más que una cara limitada del todo, y para completar esta experiencia, saquen las propias. El destino, supongo, puede aceptarlas todas. Porque da igual si creemos que nos gobierna o ejercemos nuestro libre albedrío. Sus reglas siempre serán ignotas para un simple mortal, y su funcionamiento no dependerá nunca de nuestras opiniones.

Es paradójico, cuando pienso en el trágico desenlace, es la cara del asesino, al único al que conocí, la que aparece; y ante su imagen no puedo evitar sentir, una sincera pena.

Muerte

Muerte

Capítulo Primero del Libro: EL SUEÑO DE DIOS
Imaginad un diario. Ese que un día soñasteis tener. Está viejo, con las tapas desfoliándose y los colores multiplicados por la suciedad. El rojo predominante se deshace en tonos barro y las letras amarillas de la portada las dibujarías de memoria.

Ahora imagina a su poseedor. Podrías ser tú. Coge el diario y empieza a buscar una pagina. Cuando la encuentra encara el paisaje, antes de disponerse a releerla, como si todo fuera un ritual. Si estuvieras allí dirías que se lo dedica al valle que en panorámica se le brinda. Quizá sólo sea un capricho. Leamos con él:

 

Entre el albor del tiempo y el hoy, sólo en un instante la luna, la tierra, los planetas y todos los elementos del cosmos se alinearon tan singular e irrepetiblemente como aquel día, y por más miles de billones de años llegaren nunca ha de poder repetirse el crisol que me dio la vida. No hubo magos, estrellas, profetas o cataclismos que lo avisaran así que el mundo no se apercibió de mi llegada. Sólo hubo una testigo, mi madre, que aquel día se había quedado sola en casa y que no me esperaba. Creedla como yo, cuando me repetía que en el justo momento en el que yo salía una luz espesa y táctil, de un indescifrable fulgor que ella siempre llamo “color sueño”, me meció en el mismo momento de mi alumbramiento.

Nadie la creyó y parece que no paró de repetirlo una vez que el recuperado resuello le trajo a la mente el recuerdo. Que aceptara la versión familiar no impidió nunca que cuando por mi repetía la “alucinación” en la que yo bailaba al son luminoso por toda la habitación, yo fuera creyente y uniera a la paralización final del aire de la estancia, la del tiempo mismo con sus mares, tierras y estrellas. Como si todo estuviera en mí y sólo yo me insuflara de fuego, de poder.

No sé desde cuando, pero la conciencia de excepcionalidad siempre existió en mí y este relato no hacía más que confirmarme. Pero el ves de esta alegría me desazonaba con el angustiado aguijón de la impaciencia, yo suspiraba por la confirmación de un destino único. Claro que mientras, me conformaba con el cuento nocturno y cíclico con el que mi madre enaltecía mi singularidad de príncipe aún sin reino y que padre soportaba con alguna aislada burla hacia ambos; a veces me quedaba pensando. Se me quedaba pegada la inquietud del recuerdo perdido. Y la fuerza de la convicción siempre salía a flote.

Ni un día de mi infancia dejé de intentar recordar el primer acontecimiento de mi existencia. En él, creía, estaban encerradas todas las respuestas que ansiaba. Así que como no dejé de escarbar, conjeturé hasta el hoy fantasías sin fin.

A los 6 años tuve la certeza de que yo no era más que la encarnación del primer y más poderoso superhéroe de la tierra y que había sido transferido a este mundo con el objeto de salvarlo de un futuro peligro. Aunque la lectura de las aventuras de Superboy me llevó a pensar que las habilidades de las que el presumía y yo carecía, no debían ser el atributo de mi singularidad. La magia de la existencia, en la que yo jugaría el papel prota, siguió susurrándome pistas falsas. Me llevó a creer que sería el alquimista máximo, mil y una veces más grande que Merlín. A soñarme rey del mundo, un Dios niño, o el artista perfecto que dominaría todas las bellas artes.

Pero la magia como todo encuentro significativo de la vida aparece cuando no se la espera, ni se la persigue. Y encima se da la casualidad de que ésta es la última posibilidad que contempla tu pensamiento probable. Una niña de pelo ralo y ojazos profundos como el sueño fue esa aparición improbable.

-Hola! ¿Me dejas leer tu mano? Yo sé leer el destino. ¿Sabes?

 

Aquella mengaja con trazas de chico había aparecido de la nada en mitad del hospital quemao. Edificio que a parte de ser el reto a conquistar por los atrevidos del barrio era quien debía haber sido el acogedor de mi alumbramiento. Yo no había entrado con intenciones de aventura; una pelota de fútbol había caído dentro y simplemente había saltado a rescatarla. Los mayores que habían estado en los sótanos juraban que allí se oían a las mismísimas ánimas en pena. Esa fama me impelía a salir con la urgencia que el tembloroso pulso de mis piernas dictaba. De sopetón ella apareció en la dirección de mi huida, me detuve, ya no sé cómo, ni si me tuvo que repetir la pregunta. Sólo sé que ofrecí la mano, no sin miedo a que le ocurriera algo, debo reconocer.

Me despertó su determinación en manosear y remirar cada porción de mi palma, y me pusieron nerviosos los apenas 3 minutos que tardó en dar su dictamen.

-¡Guau tienes suerte vas a vivir cosas magníficas! Y tienes concedido un deseo que se cumplirá.

-Ya lo sé -le respondí- No hace falta que me digas que soy único.

-Bueno -dijo soltando abruptamente mi mano- pero eso si… no conocerás el amor verdadero hasta que te cases conmigo.

Desapareció, corriendo como yo habría huido, y aunque mi atolondramiento no tardó más de unos segundos en seguirla, ya se había esfumado cuando creí recuperarla. Y juro que la habitación dónde la vi meterse no parecía tener salida.

Y aunque volví con la pelota y corrí aquella tarde con mi equipo, mi instinto me decía que había perdido la respuesta a mi destino. Y tenía razón porque de aquella niña mofletuda nunca más vista tuve.

 

Imaginad ahora a un chico joven, espigado y no muy diferente de cualquier otro. Se guarda tras cerrar el diario en el interior de la chaqueta y encara otra vez el paisaje. Tiene un aspecto nostálgico, casi triste o ausente. Entremos ahora en su mente. Imaginad que os habla exclusivamente a vosotros.

 

De pequeño siempre fui un llorón. Creo que concebía la vida como una cosa llena de sobresaltos que había que compartir. Involuntariamente me dejaba identificar por los sucesos ajenos. ¡No veáis cómo lloraba ! Curiosamente los dolores físicos no me producían ni una triste barraquera: Estaba claro, a la hora de lagrimear sólo atendía al alma. Igualaba la mía con la aflicción extraña y sobrevaloraba los tormentos propios, de forma que adoptaba los que no me pertenecían. Más tarde este hilo me condujo, espero que no os sorprenda, a soñar con la aventura.

Esta afición, en años me produjo la ambición de sentir que tanto había ya dormido con otras vidas, otras épocas.. que sentía que las había vivido. Y así el dolor venía de la pérdida, de la melancolía y la añoranza de aquello que curiosamente no había sido. Sí ciertamente fui un niño soñador, y también un poco absurdo, ¡cómo se puede entender, si no es dentro del patetismo que cuando me preguntaban qué seria de mayor respondiera: aventurero. Lo que en mi imaginería era una mezcla de Robin Hood, Sir Lancelot, el capitán Trueno y un cuatrero. ¡Sí!, creía fervientemente que llegado mi momento de hombría me alzaría con mi caballo enjaezado a redimir a indefensos de plañiderías, a deshacer entuertos; y con el tiempo me convertiría en el mayor adalid de la tolerancia y la justicia. No, evidentemente no conocía el mundo en el que vivía, a pesar de que procuraba prestar la máxima atención a todo lo que me rodeaba.

Ahora tan sólo logro llorar por medio de la segura distancia que ofrece una radio, una película, una canción, una carta. En los actos públicos mi retina ha aprendido a contraerse con dureza y a disimular el dolor que hay dentro. Es.. no sé si bueno, pero al menos si práctico y adulto.

 

Segismundo, así es como se llama nuestro joven protagonista, detiene sus razonamientos. Es una de sus constantes, ¿quién no se habla a sí mismo?, se justifica. Ciertamente no hay nadie que pueda reclamar para sí la cordura de no practicar la propia indagación. ¡Tan desquiciante como sana!

 

Pero el Mundo, que es como lo llaman sus amigos por su manía de hablar de todos los matices de este planeta, sospecha y con razón, que se calienta la cabeza en demasía. Y es que después de tanto pensar en la vida, sigue sin entenderla. A sus 25 años no se siente viejo, pero empieza a sentir que no es joven. En los momentos de ansiedad teme, no la perdida de la vida que pueda vivir, sino el naufragio de todas esas que nunca vivirá. Odia entonces lo que es porque sólo le ha conducido a entender lo que no será y ofuscado calibra que su bagaje en la vida no le ha proporcionado las herramientas para conseguir lo que anhela. Envidioso, Segis, siempre ha sido un pequeño agonías, suspira por la vida de los demás con una esquizofrenia diligente que no se para en pertenencias, situaciones o vivencias; sino que aspira a vidas completas, generaciones, países, Edades Medias, Romas clásicas y hasta universos de fantasía. Ayer obnivulado creyó que era sólo envidia, hoy calmado lo atribuye a sus ansias de vivir. Por eso acaba de pararse enfrente de la estación de autobuses a fumarse un cigarrillo y a soñar con un marco de valles y montañas natural y transportador.

Esta había sido una de sus más adoradas y enfermizas costumbres. Cuando se aburría venía a tomar prestado el ajetreo de gentes, equipajes y rumbos, y los trastocaba en puertos, veleros y aventureros que se iban a los mares del sur de Jack London, al África ardiente del Kurtz de Conrad, a la Catay de Marcopolo o a la Alejandría legendaria. Y el era Bernal Díaz entrando en Tenochtitlan junto a Cortes, el Corto Maltes en Somalia, o incluso un templario loco y moribundo en Jerusalén.

Sin embargo ahora ninguna de estas divagaciones lo aparta de la realidad, ésta va a ser su última mirada al apeadero. Mañana por fin, tras una espera asfixiante, el va a ser el soñado y su ensoñación no es pasada, ni ficticia, ni atemporal; es futura y sólo él protagonista. Mañana huirá de su realidad para adentrarse en la conquista de sus sueños. Mañana dejará este pueblo, esta vida. Mañana la libertad.

Se levanta, reanuda sus pasos con una de las primeras sonrisas triunfantes que el recuerda haber dedicado al destino. Va cantando:

“You´re running and you´re running and you´re running away.

You cannot run away from yourself..”

Canturrearse es uno de esos tics placenteros que Segismundo atribuye a su parte tradicional, popular y trasnochada. La gente ya no se canta, ni al trabajar, ni de fiesta, sólo acuden al botón de la técnica, de la grabación y el consumo. Para él no es más que otro apéndice de sí mismo, se canta para alegrarse, animarse o ante la melancolía. Como un reducto de aquella pasión infantil por querer ser Camilo VI o Pablo Abraira. A cada trayecto del día el conecta la banda sonora de su vida entre las risas y extrañezas de los paseantes.

Hoy no hay público, el frío atenaza la vida, la ahuyenta y sobre todo aquí en el sur, tan callejero, termina por matarla. Pero al Mundo que encamina su paseo como despedida, esta soledad es la más deseable, acorde con su melancólica naturaleza.

Atraviesa su infancia futbolera, robada del descampado de la memoria por los nuevos edificios, entorna sus ojos respetuosos a las eras donde cobraron vida en él, por medio de juegos de chiquillería, Sandokan, los 3 mosqueteros y Tom Sawyer. Sube la cuesta de su niñez, espacio agreste y propio, lleno con la magia de los juegos entre pandillas rivales, grillos, cardos y alegría. Dónde plantó con cartón el cuartel de sus juguetonas ensoñaciones. Entonces, querido pedazo de nada en medio del barrio, y ahora moderno espacio de nadie lleno de estéril césped intocable y llorones circundando una paradójica estatua dedicada al niño, que aleja a los pocos que quedan por estas calles.

 

Sigue y ríe sardónico ante el portalón donde durante años iniciaba con otros cada jornada de aceituna y escupe con rabia ante la vuelta de aquellas palabras: Quien reniega de las olivas reniega de la vida. Frase que machaconamente recitaba el amo, Don José Antonio, tan injusto como beato. ¡Hijoputa jódete!, airea Segismundo, como si su marcha fuera el triunfo vengativo y visible ante tanto sufrimiento y trabajo mal pagado, ante tanta tenaza que mantenía a la mayoría del pueblo pendiente de una recolección que era el único trabajo del año. Dejándoles pingues salarios que distribuir para los 10 meses restantes y millones para un licencioso dictador de costumbres, prohombre cegado por Dios y el dinero ante la necesidad que nunca conoció.

“Un día los enanos se rebelarán contra Gulliver.

Todos los hombres de corazón diminuto armados con palos y con…”

Otra copla viene a sus labios impulsada inconscientemente por su juventud contestataria, a la que cree muerta por ilusa. Estas nuevas generaciones sólo piensan en lo que tienen y quieren. Nadie piensa en los demás, en la utopía, se explica. Sabe que el ya no es muy diferente al resto, ya no perfila aspiraciones con logros colectivos, no quiere llegar a algo para luego ayudar al resto, sólo quiere ese algo propio y egoísta. Ya sólo aspira a encontrar su lugar en el mundo. Igual que tú, lector.

¡Y este no lo es!, desafía en alto a una calle solitaria, mirando fijamente al balcón que pudo ser su ancla en esta tierra. María era su nombre, su olor inaprensible, inefable y maravilloso le descubrió el sentido de la vida en medio de las preguntas de la adolescencia. Lo guió por un camino que creyó compartir con ella y se amodorró por una senda que evaluó propia, permanente y trazada. Calculó por años una vida mutua unívoca y con hijos. Pero este Segis tiene tendencia a dispersarse y cuando los sueños de aventura retornaban con fuerza a reclamar su futuro, Segismundo notó que María desencajaba en sus fantasías. La exigencia de una estabilidad espacial a cambio de su amor: ¡Qué va yo no me voy de aquí..! ¿Dónde mejor que en el pueblo íbamos a vivir..?, que ella machaconamente repetía, le esclareció la monotonía en la que vivía.

El hastío, del que no aprecia lo que tiene, y unas repentinas ganas de individualidad le llevaron a saldar con ruptura una tonta discusión de celos. La había engañado tantas veces, pero aquello era.. ¡tan ridículo..!, recordó el Mundo al desembocar a la entrada del parque donde tantos revolcones se dieron.

Por meses su indiferencia para con ella rozó una crueldad desconocida, confortado por el pensamiento de que había hecho lo que debía. ¿Pero por qué el dolor no cesa, querido oyente, incluso se aumenta hoy al acabar de cruzarse con los hijos de María que siente arrebatados por un extraño? Un paisano cualquiera, que en su papel de ladrón los transporta al balcón del que quizá nunca debió bajarse.

¡Eva, Eva, Eva..!, se repite más esperanzado que creyente. No sabe si este torrente de independencia, vitalidad, desparpajo e insolencia, que le iluminó el desierto de años desconcertados por la marginación del desempleo y la falta de rumbo, será la puerta segura del amor. Al menos no es la arrebatadora querencia de Maria, ni tampoco, ¡gracias a Dios!, su pacata sumisión. La nueva mujer de mi vida es aventura, sexo, huída e imprevisión. Es el mañana. Se dice, insuflado de ganas de vivir, al llegar al final del parque donde junto al castillo árabe el pueblo se humilla a sus pies. El viento helado lo mece y nota que sus temores se han transmutado en ilusiones.

El hedor de la jamila y esta tierra lo rodean. Lo retrotraen a la sensación de ratonera y ahogo que en tiempos asoció con su localidad: la ciudad maldita. Despectivo apodo lleno de eterno bautizo, cuyo asombrado descubridor creyó ser él al igual que decenas de jóvenes a los que también se lo oyó. Maldición que implicaba la posesión del lugar y la inutilidad de dibujar una fuga que conducía, en espiral indefectiblemente, al regreso perpetuado a ese olor, sustancial y emotivo que sin conocer, Segismundo igualaba a la muerte.

 

Ineludible destino que hoy cree burlar henchido de gozo, de esperanza y de vida. Verdaderamente hoy se percibe libre, sin ataduras, como un personaje sobre los que tanto gusta escribir o leer. La escapada es la única salida que puede tomar un protagonista para hacerse interesante, piensa. Va así a resolver la fascinación por el viaje, al iniciar, conseguir y sobre todo dejar lo que tiene, que es nada, y no perseguir al personaje soñado por y para él. Ahora el se ve huérfano, sin pasado como una burbuja sin raíces, y es que en su familia no ve más que espejos de otros, sin creer tener nada de ellos, y menos algo que ofrecerles.

Además está en esa época que pone fin a la familia, cuando empiezan a aparecer mierdas y ya no queda más que un sin fin de ellas, sin rastro aparente de unión. Y lo más frustrante el ya no se siente más que otra ñorda flotante en campo de nadie. Y es que, piensa, la mierda atrae a la mierda, y la mía como la de cualquiera siempre termina apareciendo.

El olor a muerte lo penetra nuevamente, y esta vez lo descifra congruente con su partida. Hay que abandonar lo que no da vida y su tierra no le produce más que una sensación de desprotección y solitario diálogo con la existencia. No es más que una permanente compañera que ya antes le había dejado claro su singularidad entre muchos, que para su desdicha se justifican, y que él ni comprende ni comparte.

“Y digo adiós, adiós, adiós.. Cojo mi maleta y pido un taxi para la estación..”

Mecido por el descenso acompasado de su música, Segismundo ordena el equipaje de los nervios felices que le llenan la barriga y desemboca en el pilón, tras incluir ropas, fotos, dineros, medicina y libros en la carga del mañana, aún por preparar.

Detiene su canción y su paso cediendo camino a sus recuerdos más felices, adornados con la amargura del nuevo juego. Simbolizados en esta ovalada construcción de piedra que sigue susurrando desde las entrañas, el murmullo del cambio. Aljive, lugar de encuentro y aprendizaje entre cigarrillos, chicas y compañeros frente al abismo hormonal. Inicio de una independencia plasmada en música, alcohol múltiple y drogas para demostrar que caminaban resabiados de los juegos de la inocencia, pero arrastrados por la violencia de un mundo creciente y nuevo. Años de búsqueda, indecisiones y un arrogante orgullo compartido hacia placeres amargos, extraños y sin la pureza placeba de antaño. Maduración desasosegante y culpable ante una familia que era más que nada una conciencia omnisciente y rencorosa.

Su mirada tierna y teatral ilumina el escenario que Segismundo colorea con las vicisitudes de su memoria, a la que sigue con paso firme por las calles donde la Viuda, el Camonos, o el Tanga, se convirtieron en hogar de anécdotas, amigos y salidas nocturnas.

¿Por qué la rutina destruye la felicidad del juego y nos obliga a ir cambiando de uno a otro..? Recapacita el Mundo ante el vació que años de juerga interminable y posesiva, tras un comienzo prometedor y hechizante, le han dejado. Lo más curioso, para él, es que todavía la practique, cuando no debería asombrarse de que el gusto ceda el paso a la necesidad, oculta por la parafernalia que es la noche, para que los jóvenes sacien lo realmente buscado: la comunicación y el diálogo.

Avanza ahora hasta la vaya de los paraos, último lugar de reunión de las litronas en verano, y se sienta esperando la llegada de los amigos. Va a comunicarles su marcha. Los minutos se vuelven tics de nervios y de frío penetrante, y su voz cantarina se ahoga en la cazadora. Impedida la música por unos ojos congelados, por exceso de celo, en la esquina por donde debe aparecer Eva.

El sol mortecino desaparece ante sus ojos y la oscuridad creciente parece cerrar un ciclo. Sin saber por qué siente pena. Una lágrima le salta ayudada por el viento y difumina a decenas de Evas que plagan el lejano horizonte que otea ansioso. Hasta que el piloto automático salta y se sorprende cantando. Cree haberla visto.

“I cover the waterfront, I´m watching the sea will the one I love, be comin´back to me?

             Here I am patienly waiting hoping and longing that´s how I am..”

-¿Te estás quedando pajarito eh..? ¡Hola..!

-¡Ah.. hola Jesús! -Se dirige al coche todo terreno que acaba de detenerse a su vera sin quitar la vista del horizonte.

 

-¡Venga vámonos! Están todos en casa de Saturnino esperándonos. Yo he venido sólo para avisarte. ¡Vamos, vamos!

-Siempre con las prisas. Espera que he quedado aquí con Eva.

-Pues no va a venir. Algo le ha dicho a Juan de que luego venía. ¡Venga coño que tengo el coche en doble fila!

Vacila y finalmente sigue a Jesús, amigo desde las primeras copas, entrañable, cabezón y autoritario del tiempo que le ha tocado vivir. Lo reglamenta con límites estrictos embuido por la creencia de que su tiempo, precioso, no se debe desperdiciar; llegando así a marcar el de los demás cuando espacialmente coinciden con el suyo.

Tiene complejo de Dios, piensa Segis, mientras en el trayecto éste le cuenta su último roce con Chema, otro amigo, por una tontería que sabe que no durará porque tiene buen corazón a pesar de poseer convicciones inquebrantables y perpetuas que abarcan minucias erróneas de temas ajenos que nunca conocerá. Su estructura mental, rígida y segura ha nacido repetida y afirmada por una sociedad que proclama el trabajo, la boda, los niños y la pertenencia a la tierra, en la que tiene claro que siempre vivirá, como única verdad.

-¡Coño se me olvidaba! Lo más importante de todo. Toma el plano de mi casa, a ver qué te parece.

Le da el diseño en planta de una casa, con el brillo de la vida en los ojos, ante un mapa estricto del futuro. Está lleno de triunfo y de ilusión.

-¿Qué te parece eh..? Mi casa. ¡Tengo ya unas ganas de tener mi casa..! Trabajo fijo, coche propio y pronto mi casa. No esta mal para mi edad, ¿verdad..?

-Nada mal. ¿Esto que va a ser?

Aparca el coche y salen discutiendo los matices de las estancias que centrarán la existencia, rutinaria y feliz. Jesús no necesita buscar más de lo que los años le han ido ofreciendo como su natural puesto social. Sin sombras de ambiciones intelectuales, viajeras, sexuales, ni excesivamente materiales que puedan poner en peligro una tranquilidad de espíritu que Segismundo envidia, aun siendo inconcebible para quien no se conformaría con la sencillez. Dualidad paradójica de querer la paz de quien a poco aspira. Sabiendo que su ansia de saber, de obtener la simpleza, la infelicidad le daría.

¿Por qué pudiendo haber sido yo felizmente conformista como muchos me fraguó el destino con sueños desasosegantes y maravillosos?, se cuestiona el Mundo por centésima vez. Sabiendo que ha elegido un camino adelantado y ambicioso, plagado de promesas por explorar, del que no existe regreso. Confiado en que logrará lo que anhela pero reconcomido por el tortuoso paso del impaciente, que dolorido nota que la calma no llega, y que los cimientos de su hogar ni están proyectados. Sólo cree haber encontrado la primera piedra, se llama Eva.

Y si ¿no es la que busco?, termina diciéndose al entrar con Jesús en la casa de Saturnino donde parte de la pandilla celebra la amistad con reunión de humo y alcohol. Se deja llevar por los saludos para cerrar así la idea de que sin ella, tal vez, no sería capaz de iniciar esa batalla por la vida que el vincula con la huida.

Un cubata, música de Albert Plá, Extremoduros y Nightnoise, unos cuantos petardos, las eternas cartas y unos dados, todo junto anima la tarde como siempre que esta pandilla heterogénea, numerosa y fiel se reúne en casa de Saturnino. Hogar temporal cada vez que sus padres salen de viaje. Lo que para alegría de sus juergas ocurre a menudo. Están jubilados, por primera vez en toda su vida saben lo que es tener tiempo libre.

La tercera ronda de bebidas pone final al juego y da rienda a las conversaciones que por parejas, dúos o en grupos se van sucediendo. Carmen desprejuiciada relata a Ana, novia de Jesús, un sueño extraño:


“Te lo juro llevo meses sin follar… pero esta mañana al despertarme es como si me hubiera saciado, tuve un orgasmo como Dios manda, con palpitaciones vaginales y todo, un sueño increíble. Es la primera vez que me pasa, pero ¡ya que me pasara más! No me importa decirlo, ni me da vergüenza. ¡Ójala que me pasara más, así una no necesitaría hombres..! ¿no? Ana sólo asiente, y es que a pesar de una gran verborrea que llega a marear cualquier conversación a la que no sabe dar fin, se siente incapacitada por la intimidación que hablar del sexo siempre le causa. Carmen sin embargo disfruta. Le gusta dárselas de mujer liberada aunque sus numerosas relaciones con los hombres no muestran más que su puerilidad para poder mantener una relación estable, siempre arrepintiéndose de los especímenes que caen en sus sábanas.

Mientras el tema se alarga increíblemente Saturnino se ensimisma en la recolección de etiquetas para la participación en el sorteo de un viaje al Caribe: Esta vez es la mía, sé que me va a tocar. No, no me pongas esa cara. ¡Estas cosas tocan! ¿Por qué no me iba a tocar a mí? Yo voy a estar en el bombo, también tengo derecho, ¿o es que soy ciudadano de segunda? Esta vez que respeten mis derechos. Me toca.

Está colocado junto a Segis que le responde: Vale por mí de acuerdo. Saturnino continúa recreándose en la descripción del premio, caribe, mulatas y clima… Saturnino está obsesionado con la lotería, único medio de salida de una vida gris, trabajadora y provinciana. No por nada es un amigo de Segis, juntos han compartido viajes ensoñados y millones loteros nunca acariciados.

El disloque dicharachero y simultaneo se completa con la atención que José y Chuky prestan a Chema, comunista convencido, obrero y hippie de otros tiempos que ejercita sus ambiciones: En Marruecos o en cualquier país de esos con pocos millones montas algo y rápidamente te haces de oro. No veis que allí les pagas una miseria, trabajan como negros y encima están tan agradecidos que encima hasta te besan los pies. Eso es lo que yo haría. ¡Sí señor! Si tuviera dinero.. Pero aquí con todo dominado por los capitalistas de mierda uno no puede…   

Cabrón, piensa Segis que hace mucho que no lo traga. Siempre va de gorrón y de cara dura, se apunta a todo y rara vez con el dinero por delante. Empieza a echar de menos a Juan. Le aseguraron al llegar que Juan ya estaba al llegar, que acababa de llamarlos. Pero no aparece, ni el ni Eva. El colocón se le sube de pronto ahogado por las voces de réplica de unos y otros, sobre lo que ni tienen, ni son. Recuerda a Leli, a Gomera, a Fran; con ellos no se aburría nunca. Inquietudes intelectuales y un sentido del humor propio los une. Pero claro, ellos están ahora estudiando fuera. ¡Qué suerte!, piensa.

Un pitido. Un timbre. Una alarma. El agudo anuncio de que alguien llega. Voy yo debe ser Juan, exclama Segis aliviado de la tensión que en segundos se había acumulado en su cabeza, preocupado por Eva y dudando ya de su anuncio de partida hacia la capital. Pero Chuky siempre servicial y detallista se levanta y abre la puerta. Es Juan, anuncia a la vez que el Mundo siente la boca seca ante la despedida que se acerca. Entran Chuky y Juan ante una andanada de ¡vaya horas.. La tienda no está tan lejos…Dónde te metes.. Siéntate..! Pero Eva no está. El rubor diligente y perplejo acelera la pregunta: ¿Y Eva..?

Juan es el amigo más antiguo de Segis, se conocen desde párvulos, aunque entonces no eran uña y carne. Hubo años de distanciamiento pero con el tiempo la complicidad bulliciosa, la camaradería nocturna, el intercambio de cultura y el respeto a los propios silencios íntimos han forjado algo que Segis compara con la esencia de la vida. Por eso no necesita oír la respuesta, la sabe.

Se ha marchado. Al final no ha podido quedarse, han llamao por lo de su padre y ha tenio que irse sin despedirse. Me ha dejao dicho que en ferias viene, que un beso pá toos.

 

El murmullo flota como un martillo en la cabeza de nuestro hombre. Persigue sólo la mirada del amigo que ha sido cazado con un ofrecimiento de litro y saludo debido. Con la tristeza de quien sólo mira una milésima y lo dice todo, Juan rehuye los detalles. El Mundo evita los minutos de charla y preparativos de cambio de campamento y anuncia su marcha. No la proyectada, simplemente se va a casa, dice estar cansado. Juan lo aborda en la puerta, mientras los demás le avisan el lugar y la hora para encontrarse mañana.

-¡Espera.. me ha dicho que..!

-¡Déjalo! Me lo ha dicho todo.

El Mundo ya en la calle se sumerge en los gélidos miedos de antaño, indefenso y aturdido por la única puerta que se había atrevido a tomar. Sin fuerzas para abrirla solo cede paso a la riada de viejas paranoias. Bajemos juntos pues a las profundidades de una mente humana.

Mi vida es demasiado mierdosa para ser cierta. Lo que uno quiere si no existe es imposible alcanzarlo, pero yo existo y quiero tener lo que no se me da, ni se me dará. Lo imposible, lo absurdo, lo ruinoso, lo degradante. Y quiero incluso querer lo hermoso que hay en el crimen que por tenerlo cometería. Pero sólo soy un cobarde, Eva era una excusa, un apoyo, la herramienta para buscar lo que solo me asusta.

Ven, las alegrías en brasas se tornan. Siente de nuevo la vida como una pesadilla de ritmo lento. Como si el tiempo fuera implacable y se tomase la molestia de ser comedido e insuperable. Los días, siente ahora, se le escaparían sin hacer nada y no haría nada por lograr aquello que ansiaba. Podría hacer miles de cosas, pero como una extraña maldición de incapacidad autoimpuesta allí seguiría muriendo poco a poco.

A menos claro que rebuscara el valor que hasta hace minutos poseía, la vida iba a ser una muerte lenta, dolorosa por repetitiva e inútil, donde la impotencia, la castración y el desasosiego serían la condena. El fantasma del pasado sería de nuevo la única respuesta de cambio a un presente que no ofrecía ya más que un continuum sin futuro. Sí, se decía, el porvenir, si se quedaba, no sería más que la repetición de este presente inagotable y estático, continuación de un pasado en el que el futuro no existiría.

Si hallara sus agallas daría el paso. Pero su soliloquio lo hipnotiza con placentero victimismo y olvida la huida.

Quisiera tirarme, agarrarme desde mi vacío a una argolla, a un simple enclave que dé equilibrio a mis sentidos desde esta mazmorra que soy yo mismo. Encontrar el sitio o la persona que pare mi destino, que me diga mi misión y recuperar el denuedo febril y el tiempo perdido. Quisiera encontrar los años del niño idealista que debí ser y que no reconozco. Quisiera hacer algo para tener algo y un poco más que esta impotencia juvenil de un tarado. Quisiera dormir acostado como se acuesta el amor con el amante y no esta putridez de aliento mío que me acompaña como único suspiro y martillo.          

Quisiera tantas cosas y no puedo, desde este falso asidero que soy, mismamente rutina e invalidez para la vida. Quisiera haber corrido como un hombre y no ha huido ni el niño. Esperando. Sigue esperando en esta población maldita, mi vida.

Lo peor es que había estado tan cerca el mañana, congelado ahora momentáneamente como la ciudad por una niebla espesa e insensible. Niebla que sentía emanar de él. Sus pasos moribundeaban la autocompasión agridulce en la que Segis ya antes gustó restregarse, y se acompasaban al oído de su conciencia, de una teatralidad de vena familiar.

Futuro, ¡qué maravillosos ecos de abismo inalcanzable transpiraba hacia mí esta palabra! ¡Qué deseo de abrazarlo!, desde la triste esterilidad de un presente engullido por el pasado. ¡Y lo más cojonudo!, sin enlace anunciado mañana a un presente, habiendo tantos posibles. Todos negados menos esta monotonía de pozo, que conjetura por ley mi vida.

Había cientos, miles, millones de vidas en la tierra y a mí me había tocado ésta. ¡Podía haber sido peor, mira la realidad..!, que diría mi madre. La realidad es la TV. Quizá tenga razón y la realidad no sea ni el mundo ni yo.


Hay otros peor, pero no por eso deja de existir mi manía somnolienta y diaria de envidiar otras vidas, duras y aventureras, exóticas, diabólicas, sexualmente perjudiciales y hasta aburridas por tonto contentamiento.¡Todo o todos!, menos esta comezón saltarina de querer vida, mundo, viajes, gente.. Siempre he sido un envidioso sin remedio, un cobarde.

Entonces vuelve Eva, esa valentía que simplemente pudo tomar prestada, le llega desde aquel día de primavera. Estaba alucinando más por la hierba, Saturnino la había conseguido por un amigo de la sierra, que por la rutina de un sábado a las 4 menos 20, la hora del ambiente. Por mucho que hubiera más chicas en la discoteca esa noche, y que entre el par que le parecían follables estaba ella. No apercibía sus ojos, el placer del cannabis ya lo había dejado prendido en un pensamiento. Un balanceo de mano en su paquete lo despertó.

Había aterrizado una semana antes con el descaro del placer en las acciones, un trabajo de profesora que disimulara la veleta pasión por los matices de la vida, y la seguridad que da la sinceridad impertinente cuando se viste de modernidad.

Llevaba el pelo azul con diversos zarcillos, digamos que por el rostro, y en sus para ser exactos 6 días, 4 horas y 20 minutos había conseguido que su consumo descarado de estupefacientes fuese una cosa más que publicada. Pero estaba buena y era una treintañera muy interesante para el lugar, y a él precisamente el saber que iban a ser la comidilla al otro día, ¡lo ponía tan cachondo!

Pero aquella primera vez no pasó del morbo de él y de la satisfacción de ella. Pasaron 2 años, ella había encontrado cierto sosiego, el parecía más mayor. Fue el mes pasado, un amigo lo invitó a una especie de cena-fiesta y allí se hablaron de nuevo. Entre idas y venidas, el discurrir de la fiesta los dejó hablando. Segis se quedó aterido a las palabras de bohemia, de viajes y de intelectualidad que desplegó Eva desde una madurez hipnótica y salvadora. Segismundo percibió su lenguaje, mostró sus ilusiones para que ella lo guiara y se brindó de almohada en el momento tierno, ese en que toda tigresa necesita un peluche.

Ésta es la Eva que duele, la que prometía cumplir con el papel de consorte y maestra ante el próximo mundo exterior, la que desnudó la fragilidad de su infancia, la confidente comprensiva que reclamaba su independencia, la que predijo los impulsos de sus dudas: Quizá lo mejor sería que te dejase ahora, cuando el dolor no sería muy grande. Soy egoísta e independiente. Siempre me antepondré ante todo, ante ti si hace falta…

Aquí es cuando la aflicción se estruja y muestra su salida húmeda y sedante. Aquí la traición lagrimea y libera el victimismo inocente del afrentado. Cuando la culpa se exculpa y se lanza hacia la indefendible acción del otro para salvaguardar el pesimismo del dolor. ¿Lo sentiste..? El llanto se cortó. Su serenidad se transmuta en odio insultante. ¿Por qué, por qué, por qué..? ¡Cabrona, hija de puta!, ¿por qué…?

Nuestro sufriente alterna una misma cantinela con su paso. La niebla se ha hecho tan espesa que parece que se ha apoderado del mundo. Esta misma niebla es la que parece penetrarlo cuando avista su casa. Entonces otra certera punzada de lloro lo entierra en la esquina, desvelándole que la pena que lo aniquila no es por haberla perdido a ella, llora por él. Por no llevarlo en su nuevo destino de trabajo, porque su congoja sólo tiene sitio para él. Para ella sólo odio resentido, sin rescoldo de amor o desamor.

Cuando se calma entra en casa. Sus padres, su abuela, todo el mundo duerme ya. Liberado entra en su cuarto que ha sido hasta ahora un refugio repleto de libros, cómics, videos, cd´s, cassettes, dibujos, cerámicas, pósters de rock y ropas. Lo que entre cama y mesa y desde cualquier perspectiva deja una diminuta hendidura de habitabilidad. Se tiende para intentar poner su mente en orden. Siente que la habitación lo asfixia. Traiciona así la amistad de tantos años, de toda una existencia. Luce igual, pero no es la misma.

 

¡Está más sucia y descuidada!, claro los años no perdonan a nadie. Claro que ella no lo admitirá nunca. Quizá está reprochándome algo. ¿Pero qué..?¡ La he hecho partícipe de mis momentos más íntimos, de mis penas y alegrías..! ¿No la había considerado como el centro de mi vida, refugiándome en ella, compartiendo mi música, mi soledad, mis sueños..?

Había sido la propiedad más querida de mi adolescencia y ahora me rechaza con una alharaca por haber crecido. Tal vez es culpa mía, ley de vida, ya no soy joven, yo también siento que estas cuatro paredes ya no me pertenecen, ha notado que ya no la quiero, que sueño con otros horizontes, que me siento muerto en vida. Ya no me satisface dejar volar mis sueños, quiero realidad y ésta me hace sentir más atrapado.

Se incorpora violentamente rechazando el adormilado frío que lo ata a la derrota. Se sienta a la mesa calentando los sueños y las supersticiones. Coge un papel y un boli, decide recrear el dolor en arte, invocando su destino del que no duda, será un escritor famoso. Todo acto tiene su compensación y cree que el pago por sus logros será la soledad. Finalmente escribe con la cabalística idea de que su personaje terminará siendo él, portándose del barro a la gloria.

Hacía frío, más frío del que nunca había soñado tener. Hacía mucho más frío que el más severo invierno que nadie en el pueblo recordara, incluso los más viejos lo habían afirmado todas aquellas semanas. Pero, ¿qué pueden sino decir los ancianos?, más cuando su vida se va congelando, cuando ya sólo el frío es el compañero que los va abrazando. El los adormece para el último viaje, ellos como nadie son parte de él. Para ellos sólo queda el frío.

Pero ese frío, ¡tan denso, tan, tan frío! emanaba de mí. Pensé que sólo un muerto podría comprenderlo, sólo un difunto lo podría estar saboreando. Yo entonces debía estar muerto.

Por qué entonces me obsesionaba esta pregunta que a todos formulaba y que yo no sabía responder: ¿Qué es la vida?…

El Mal

Capítulo excluido de la novela: «El Chamán y Los Monstruos Perfectos», de tono místico, fantástico y crítica social.

Como todo ejercicio de creación, dolió dejar fuera al personaje, una vez que el diseño general de la misma cambió. Sin embargo, hay algo en el texto que me sigue cautivando. ¡Espero sus opiniones!

La imagen que lo acompaña es un viejo dibujo (Hechizo Maldito) que sugiere el tono del relato.

Hechizo Maldito

         La existencia es tan poliédrica en sus manifestaciones, como en las voluntades que ejecutan cada una de las variantes de esa misma multiplicidad. Partiendo de una misma naturaleza, los resultados son, pues, infinitos. El ser humano para no perderse en la miríada inabarcable de matices se contenta con simplificar las voluntades en dos. De entre ellas hay una estigmatizada que auna orígenes e intenciones muy diversas, la maldad.

 

        El mal como fin en sí mismo no existe, aunque sí en actitudes que priorizan lo propio avasallando a cualquier precio lo ajeno. Es decir el mal cohabita en cada uno de nosotros, es simplemente una faceta más de la existencia, por ello el malvado es simplemente aquel que toma esta posibilidad como premisa.

         Uno de esos jóvenes taciturnos y ninguneados por su entorno que cría el desdén moderno y la falta de calor humano, encontró en la soledad dolida de su rabia un asidero de venganza abrazando esa voluntad como única vía de afirmación. Si a nadie parecía importarle él, sus actos no tendrían en cuenta a nadie más que a él. Ese comienzo nada original y bien deambulado por cualquier adolescente, terminó por instaurarse como su única norma. Quizá porque el desdén de su entorno siguió, quizá porque nadie le brindó un sincero afecto. El caso es que su norma terminó por hechizar sus gustos y desvincularlo de las briznas del remordimiento.

         Azrael, ominoso nombre con el que se autonombró, se había sentido desde pequeño un bicho raro. Su enclaustramiento y el rechazo continuado pareció empujarlo a cultivar y a aumentar sus gustos mórbidos, y estos a su vez alimentaron su rareza. Primero como una coraza a su pena, y luego como señera orgullosa de su odio y afirmación frente al resto. La muerte, a la que al principio anhelaba su pena infantil, le marcó un gusto siniestro por todo aquello que sonara negativo y con lo que se identificaba. Y si aquellas personas que se consideraban buenas ante sus primeras inquietudes, disfrazadas de travesuras, no hacían más que reprocharle su maldad, su rareza; él acosado, terminó no sólo por creerlos, sino por quererla.

         Encontró en los libros modelos a seguir, mundos que conquistar y fronteras que cruzar. Al principio los leía con un secretismo gozoso pero culpable. Luego con la veneración impaciente del que está preparando no sólo su venganza, sino un plan de vida. Magia, esoterismo, cábala, nigromancia, alquimia, brujería… todo tema sobre el que investigaba lo tomaba como una herramienta que atesorar. Su memoria se convirtió en una esponja con capacidad ilimitada, y entonces decidió que debía actuar. Hasta entonces sólo se había contentado con crear pócimas y ungüentos con las plantas que recogía, pero ahora iba a invocar al poder mismo.

         Primero eligió la meseta de un bosque cercano y la limpió de maleza, más tarde formó con guijarros una rosa de los vientos, luego profanó la tumba, con innegable placer, de su propio abuelo y le arrebató el cráneo, por fin esperó a que llegara el primero de noviembre.

         La noche indicada ungió su cuerpo desnudo con un ungüento de corteza de noguera, unto de macho cabrío y mandrágora como ingredientes principales, y después vistió túnica negra. Sobre la rosa de los vientos roció sangre de un niño al que cuidaba y sobre un tronco muerto, que utilizaba de altar, colocó la calavera entre dos velas negras. Al llegar la medianoche se armó de un tridente de fabricación propia y señalando con él a los cuatro puntos cardinales conjuró a Satán con una invocación sacada de una peculiar edición de El libro de Thot que empezaba así:

         -¡Booz! ¡Adonai! Lux, Tenebrol, ¡Belial! Rey de los Infiernos, poderoso señor a quien el mundo rinde culto en secreto…

         Al terminarla se postró sobre la rosa de los vientos y rezó sus deseos al infinito sin mascullar palabra. Ofrecía servidumbre a cambio de poder, quería convertirse en el mago más temido y poderoso de los tiempos, pasados y por venir. Sin embargo nada ocurrió. A la hora se incorporó incrédulo y dolido de que también el mal lo despreciara. Descargó su furia contra las cosas que lo rodeaban, y no cejó hasta pulverizar el último trozo de cráneo que alcanzó a ver. Después lloró, protegido de la total oscuridad como cuando niño.

         Aquel primer fracaso, en lugar de sumirlo en el desaliento, lo encorajinó en la búsqueda de nuevas fórmulas, empecinado como estaba en que si otros habían conectado con esos seres, él no iba a ser una excepción. Pensó que para atraerlos debía cambiar su actitud, si su comportamiento hasta entonces no había sido el más modélico, en adelante sería el más malévolo. Sus pequeñas maldades se agrandaron hasta planes milimetrados durante meses, para causar el mayor dolor. Entre su familia usó el papel del despreciado, para con el lazo del afecto arrancar secretas intimidades que destiló en ocasiones señaladas y festividades varias, para frustrar bodas, desunir hermanos y quebrantar almas.

         Sin embargo fue con su única, digamos amiga, que rompió el último lazo de piedad y selló su destino con una pena inesperada. Diana era una jovencita fascinada por los vampiros, el estilo dieciochesco y los vestidos negros. Había compartido aula con Josué, antes de que se cambiara el nombre por Azrael, y a pesar de la frialdad de éste había terminado por hacerse su amiga. Con una simple frase había roto el hielo.

         -Hola, ¿cómo te llamas? Te parecerá una tontería, pero me recuerdas a alguien, como si en otra vida… nos conociéramos.

        Diana había sido una válvula de escape necesaria contra su aislamiento, y aunque con reservas le había terminado compartiendo sus libros y parte de sus oscuros gustos. Sin embargo que continuara frecuentando sus otras amistades y que pareciera querer algo más que amistad, lo mantenía sobre aviso. Ella podía tener al chico que quisiera, pues aunque de gustos siniestros, era alegre, popular y de una belleza cautivante. Entonces, se preguntaba desconfiado, qué iba a querer de él, impopular, contrahecho (tenía una pierna más corta y un ojo estrábico) y malvado; si no era la aviesa intención de ponerlo en ridículo.

         A pesar de la coraza que se había creado por años, el roce le fue creando dudas y un afecto, que aunque no exteriorizaba, lo sorprendía con ensoñaciones que le tranquilizaba castrar. Pero Diana leyó, tal vez en el aire de su amigo, algo distinto y un día se atrevió a atacar. Lo besó en un descuido, y ante su rechazo, tras una dulce perorata le indicó que su problema era que no se dejaba amar, y ella, aunque no la creyese, lo amaba. Él le pidió que se fuese inmediatamente, y con un desliz que consideró debilidad, le gritó cuando partía, que no permitiría que se riera nunca más de él.

         La noche que siguió, los insomnes sueños de felicidad, le amargaron los planes de futuro que para su vida había trenzado. No, no podía caer en un sentimiento tan débil ahora que por fin vislumbraba la promesa de un encuentro. En las últimas semanas había estado utilizando ciertas plantas de poder para sumirse en un estado de conciencia alterado, y al contrario que en otras ocasiones en que los retazos eran inconexos y olvidados, ahora un ser intangible y con aspecto de jaguar se repetía y le hablaba de concertar un pacto beneficioso para ambos. Incluso recordaba que le ofertaba poder y él prometía, en pago, un sacrificio. Los detalles se perdían, pero no su nombre, Aiwaz.

         El sueño no llegaba para levantar un muro y salvaguardar su tranquilidad, y en su lucha Azrael acudió a la maldad. Se dio cuenta de que inconscientemente había excluido a su amiga de sus juegos malévolos, y para ahuyentar el afecto y el sentimiento de debilidad que le producía, ideó para ella un nuevo plan. Pensó que si el querer era fingido lo merecería, y si no tanto mejor, ya que así borraría la descubierta flaqueza y a la vez engrandecería sus méritos ante los representantes de la oscuridad. Una vez pergeñado el plan pudo dormir. Mas en su reposo, para su mal, soñó que el amor triunfaba.

         Cuentan, pero las lenguas de los hombres gustan a posteriori de afilar los detalles, que el día que precedió a los hechos Azrael lució una felicidad desconocida. Que sus ojos refulgieran con el brillo del amor para unos, y la parturienta maldad para otros; no refleja la memoria de su dueño. Fue un calvario de ansiedad, donde la pena, la ira y la felicidad parecían fundirse en el único anhelo de que todo acabase. Y aunque tenía un plan no sabía cómo.

         Le había escrito una carta citándola, sólo si de verdad lo amaba, a medianoche en el llano del bosque donde realizara su primer intento de invocación. Sabía que a esa hora sus padres no iban a dejarla salir, así que tendría que salir a escondidas, algo que ya había ocurrido otras veces. Para la ocasión había preparado un nuevo altar con velas, algunas pócimas y una cámara oculta tras el follaje y dispuesta a grabarlo todo. Se había preparado un guión de preguntas con el fin de que las respuestas no pudieran variar mucho y al montarlas, poner en evidencia las intenciones de ella. El proyecto era simple, hacer unos conjuros y luego si aseguraba que lo amaba, sellar su unión ante los seres oscuros que iba a invocar teniendo sexo allí mismo.

         Llegó una hora antes y en la espera los nervios fueron un suplicio interminable. Quería que viniese, presentía que no faltaría, pero algo en su interior prefería que nunca apareciese. Porque si llegaba, su plan de cualquier forma era la traición y por un momento pensó que no tendría el valor. Aquello que sentía, ¿era el amor?, se preguntaba. Temblando de ver que sin duda ella era la única persona por la que hubiera dado la vida. Pero sus planes y el odio a los demás le ofrecían una inercia que lo calmaba. El sentimiento, se persuadía, era la falaz debilidad que como prueba le requería Aiwaz superar, para así demostrar que era digno. Y entre tanta duda, si algo quedaba fijo era que al poder no iba a renunciar.

         Divisó desde la meseta en la distancia y comprobó, aliviado, que nadie parecía aproximarse. Pasaba en más de media, la hora de la cita, y la ansiedad liberada le pidió actividad. Así que tomó el ungüento que había usado para contactar con el ser incorpóreo y lo restregó en cantidad generosa, en vez de en una sola zona como hasta entonces, por las corvas, las sienes, las axilas y toda superficie de la piel que supiera que lo absorbería con rapidez. Luego presa de una agitada diligencia se desnudó y conjuró, con palabras que no conocía, a Aiwaz.

         El tiempo se detuvo y sus sentidos se amplificaron en un mundo oscuro en el que sólo parecían estar los dos. Aiwaz se mostró imponente en su amplitud, como si su tamaño lo impregnara todo y su forma intangible fuera el todo ante el que Azrael se postraba con veneración y miedo. Uno rogó sin hablar y el otro le contestó de igual forma.

         -El poder inconmensurable de Aiwaz está a tu servicio y tú al servicio inviolable de Aiwaz. Mis caprichos son tu meta, tus deseos mi voluntad. Ahora, sólo te queda pagar.

         En ese instante supo. A la par que su ser se desmembraba al cruzar unas líneas paralelas y sentía como una torcedura en su cuello reacomodaba su energía, que el momento del pacto había llegado. Luego cuando su propia esencia, emergía del abismo, notó una conciencia y, sin dilación, la tomó sin piedad y la sacrificó en el altar. Y después de esta pequeña eternidad, la realidad.

         Diana yacía a sus pies, muerta. Tenía el cuello destrozado y estaba cubierta de sangre, pero no más que él. No recordaba los hechos, pero los sabía. Los había conocido en un instante, justo antes de volver. Ella era el pago, y él el ejecutor. Sus poros bebían del pacto y se henchían con el poder mismo y aunque surgió una duda; supo que no había vuelta atrás. Era más de lo que nunca había imaginado, y esa misma merced le hacía comprender la grandeza de la vida y todo a lo que había renunciado. Y si bien no extrañaría lo que nunca había sido suyo, sí lo que lo fue.

         Se acercó a la cámara, no le hacía falta porque todo sabía, pero le urgía. La rebobinó. Vio la llegada de Laura, lo recordaba, pero le embriagaba regodearse en los gritos y las alharacas preocupadas de ésta ante sus convulsiones. Contempló los besos y caricias que le prodigó para sacarlo del trance, cada detalle lo tenía presente, pero nada lo mesmerizaba más que ese trozo de realidad grabada. Siguió con su aparente despertar y su petición al vacío para que aceptara a su misma madre de ofrenda, y aunque recordaba la negativa, se reconfortó de ver que al menos una máquina sabía que lo intentó. Luego la promesa de amor eterno que calló con un beso, le emocionó ver que fue verdad. Beso que aún le olía y selló el final. Después simplemente no pudo ver más. El resto se había incrustado en su mente. Apartó la cámara, y dicen que por horas no dejó de llorar. Después desapareció como una sombra que lleva el viento, dejando atrás las pruebas de sus hechos y jurándose que aquella tierra no la volvería a pisar. Y lo cumplió, hasta hoy.

            Aiwaz, que por años le había dejado explorar el mar de su poder, lo reclamó. Y Azrael pisó de nuevo, sino su pueblo, sí su tierra natal. Y el aire, aunque nada contra él podía, le dolió como el dolor primero, porque le trajo su olor. Y sus pasos, para ocultarse en ellos, se volvieron ruina. La tierra tembló, las nubes emergieron ennegrecidas y un temporal de lluvia y viento castigó la ciudad donde se encontraba. El suelo se corrió por Lomas de Ecatepec arrastrando colonias, un edificio se derrumbó en el Eje Central sembrando muerte y espanto, y al atardecer la luz eléctrica dejó de existir por horas, para cobijar su negrura. Azrael anduvo por doquier para contemplar su obra y sólo se detuvo ante una pensión, y con él la lluvia. (…)